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Alfonso Klauer
10) Un fenómeno eminentemente nacional
La Comunidad Europea es hoy, y por buen tiempo seguirá siendo, un fenómeno
fundamentalmente económico y de acuerdos básicamente administrativos. No es
una nación. Y difícilmente habrá de intertar serlo, ni siquiera en el
mediano plazo. Y menos pues cuando, como está previsto, esté conformada por
aún más naciones, todavía menos homogéneas entre sí y con las que las que
hoy conforman el núcleo básico de la misma. Entre tanto, ninguno de los
idiomas más importantes (alemán, italiano, francés y español, e
indirectamente el inglés) puede preverse que prevalezca en ése o incluso en
más largo plazo. Ni ninguna de las grandes naciones que la conforman habrá
de estar dispuesta a ir perdiendo su propia identidad en aras de asumir una
nueva.
Y es que, aunque no ha sido explicitado hasta ahora pero tal parece que
dado el tema y su extraordinaria importancia, es momento de hacerse, todas
las grandes olas de Occidente han sido fundamentalmente fenómenos
históricosculturales en los que una gran nación ha hecho prevalecer su
cultura, idioma incluido, al vasto conjunto de naciones a las que impuso su
hegemonía. No obstante, y hasta la octava ola por lo menos, ninguna de las
naciones hegemónicas fue una unidad etnohistórica completamente homogénea.
Pero puede distinguirse un primer gran período en el que hubo competencia e
incluso alternancia en el poder entre los grandes grupos de la nación
hegemónica. En Mesopotamia alternaron y compitieron asirios,
caldeosbabilonios y sumerios. Y todo indica que, a su turno, en el Bajo,
Medio y Alto Egipto alternaron y compitieron grupos que se reconocían
distintos entre sí. Poco se conoce a este respecto de Creta, pero si se
admite que dominó sobre buena parte de Grecia, la leyenda de Teseo, deja
entrever profundas y serias rivalidades entre cretenses y tesalonisenses. En
Grecia, además de las rivalidades estentóreas que se dieron entre atenienses
y espartanos, se alternaron en el poder con ellos los milesios,
tesalonisenses y macedonios.
Recién a partir del Imperio Romano se inaugura la única y absoluta hegemonía
de una nación, la romana, del centrooeste de la península, tanto sobre los
otros grupos del mismo territorio, como sobre las demás que fueron
conquistadas. En la península Itálica, etruscos, umbríos, sabinos, ecuos,
latinos, volscos, samnitas y otros, pero, como después quedaría
meridianamente claro, también los lombardos y turingios del área
continental, quedaron durante el imperio mimetizados bajo la común etiqueta
de romanos, en tanto fueron completamente dominados por éstos.
En la ola que tuvo como centro a Francia, aunque bajo la hegemonía de los
francos, todavía eran claramente distinguibles de ellos los galos, bretones
y borgoñeses, para sólo citar a los más numerosos. En la España imperial
nítidamente puede establecerse la diferencia entre los hegemónicos
castellanos y quienes como los aragonesescatalanes, andaluces, gallegos,
vascos, además de diversos otros grupos, alternaban con ellos. Inglaterra y
Escocia recién constituyeron un solo reino en el siglo XVI, bajo la
hegemonía de los ingleses, pero sus diferencias con los irlandeses hasta hoy
son ostensibles.
Estados Unidos, que parecería una excepción, realmente no lo es. La
comunidad de ancestro anglosajón ha hecho prevalecer largamente sus
intereses no sólo sobre la muy numerosa comunidad de ancestro africano, sino
sobre múltiples minorías étnicas, nacionales y/o culturales. Recién en la
década que se inicia es posible percibir a herederos de la vieja y
esclavizada comunidad africana acceder al poder, o por lo menos a la esfera
política del mismo. Y no han de tardar en manifestarse las que por ahora son
latentes pero sensibles diferencias de la ya enorme comunidad
latinoamericana con aquéllas y ésta.
Pues bien, a pesar de la distinción establecida, no hay pues antecedente que
permita a estos respectos vislumbrar a la Comunidad Europea como un próximo
pero marcadamente multinacional y multilingüístico nuevo centro hegemónico.
Por lo demás, con casi 30 millones de inmigrantes, entre africanos,
asiáticos y latinoamericanos, Europa tendrá problemas cada vez más difíciles
de resolver en relación con su propia y difusa identidad de conjunto. Pero
más todavía cuando, a partir del 2004, queden integrados países como
Polonia, Eslovaquia, Lituania, Estonia, Chipre y Malta, hasta conformar un
total de 25. Además de la buena voluntad, que siendo necesaria nunca es para
estos objetos una razón suficiente, ¿qué tienen en común España con Polonia,
o Francia con Lituania, o Italia con Estonia, y Alemania con Malta?
Para el núcleo JapónChina debe advertirse otro tanto. El pertenecer a
Oriente apenas les da un matiz común que difícilmente puede considerarse
profundo y consistente. Con distintas culturas, idiomas y escrituras, e
ideologías predominantes sustancialmente distintas, quizá más es cuanto los
separa que cuanto los une, sin que pueda obviarse las heridas producidas por
la cruenta aunque breve conquista japonesa sobre Manchuria. Ni soslayarse
que el subcontinente chino encierra en verdad a casi una centuria de
nacionalidades. Ni desconocerse cuánto y cómo habrá de jugar Taipei como
quinta columna del imperialismo norteamericano.
Así, las cosas, asumiendo que la actual hegemonía tecnológica de Japón sobre
los países de Oriente (y muchos de Occidente, claro está), sea desplazada en
importancia por las avasalladoras magnitudes que habrá de adquirir el
mercado chino cuyas enormes fronteras con Rusia y la India, y su inmediata
vecindad a Japón y otros poblados países de Asia dinamizarán aún más su
economía, cuyo mercado natural en pocas décadas estará conformado por 3 500
millones de personas, puede pues preverse que China será el centro de la
próxima, aunque previsiblemente efímera ola de Occidente. Y marcadamente
entre comillas porque, para entonces, y en el contexto de la Globalización,
ya no podrá hacerse más la distinción entre la historia de Occidente y la de
Oriente. Por fin serán una.