¿Qué es la propiedad?

Pierre Joseph Proudhon, 1809-1865

Capitulo V
EXPOSICIÓN PSICOLÓGICA DE LA IDEA DE LO JUSTO E INJUSTO Y DE TERMINACIÓN DEL PRINCIPIO DE LA AUTORIDAD Y DEL DERECHO

II. CARACTERES DE LA COMUNIDAD Y DE LA PROPIEDAD


No debo ocultar que fuera de la propiedad o de la comunidad nadie ha concebido sociedad posible. Este error, nunca bastante sentido, constituye toda la vida de la propiedad. Los inconvenientes de la comunidad son de tal evidencia, que los críticos no tenían necesidad de haber empleado toda su elocuencia en demostrarlos. Lo irreparable de sus injusticias, la violencia que ejerce sobre la simpatía y antipatía naturales, el yugo de hierro que impone a la voluntad, la tortura moral a que somete la conciencia, la atonía en que sume a la sociedad y, en una palabra, la uniformidad mística y estúpida con que encadena la personalidad libre, activa, razonadora e independiente del hombre, han sublevado el buen sentido general y condenado irrevocablemente la comunidad.

Las opiniones y los ejemplos que en su favor se alegan, se vuelven contra ella. La república comunista de Platón supone la esclavitud; la de Licurgo se fundaba en la explotación de los ilotas, que, encargados de producirlo todo para sus señores, dejaban a éstos en libertad de dedicarse exclusivamente a los ejercicios gimnásticos y a la guerra. Asimismo, Rousseau, confundiendo la comunidad y la igualdad, ha afirmado que sin la esclavitud no consideraba posible la igualdad de condiciones. Las comunidades de la Iglesia primitiva no pudieron subsistir más allá del siglo I, y degeneraron bien pronto en órdenes monásticas. En las de los jesuitas del Paraguay, la condición de los negros ha parecido a todos los viajeros tan miserable como la de los esclavos; y es un hecho que los reverendos padres se veían obligados a rodearse de fosos y de murallas para impedir que los neófitos se escaparan. Los bavoubistas, inspirados por un horror exaltado contra la propiedad más que que por una creencia claramente formulada, han fracasado por la exageración de sus principios; los saintsimonianos, sumando la comunidad a la desigualdad, han pasado como una mascarada. El peligro mayor para la sociedad actual es naufragar una vez más contra ese escollo.

Y cosa extraña, la comunidad sistemática, negación reflexiva de la propiedad, está concebida bajo la influencia directa del prejuicio de la propiedad, y esto es porque la propiedad se halla siempre en el fondo de todas las teorías de los comunistas.

Los miembros de una comunidad no tienen ciertamente nada propio; pero la comunidad es propietaria, no sólo de los bienes, sino también de las personas y de las voluntades. Por este principio de propiedad soberana, el trabajo, que no debe ser para el hombre más que una condición impuesta por la Naturaleza, se convierte en toda comunidad en un mandato humano y, por tanto, odioso. La obediencia pasiva, que es irreconciliable con una voluntad reflexiva, es observada rigurosamente. La observancia de reglamentos siempre defectuosos, por buenos que sean, impide formular toda reclamación; la vida, el talento, todas las facultades del hombre son propiedad del Estado, el cual tiene el derecho de hacer de ellas, en razón del interés general, el uso que le plazca.

Las sociedades particulares deben ser severamente prohibidas, a pesar de todas las simpatías y antipatías de talentos y caracteres, porque tolerarlas sería introducir pequeñas comunidades en la sociedad grande, y, por tanto, equivaldría a consentir otras tantas propiedades. El fuerte debe realizar el trabajo del débil, aunque ese deber sea puramente moral y no legal, de consejo y no de precepto; el diligente debe ejecutar la tarea del perezoso, aunque esto sea injusto; el hábil la del idiota, aunque resulte absurdo; el hombre, en fin, despojado de su yo, de su espontaneidad, de su genio, de sus afecciones, debe inclinarse humildemente ante la majestad y la inflexibilidad del procomún.

La comunidad es desigual, pero en sentido inverso que la propiedad. La propiedad es la explotación del débil por el fuerte; la comunidad es la explotación del fuerte por el débil. En la propiedad, la desigualdad de condiciones resulta de la fuerza, cualquiera que sea el nombre con que se disfrace: fuerza física o intelectual; fuerza de los sucesos (azar, fortuna); fuerza de propiedad adquirida, etc. En la comunidad, la desigualdad viene de la inferioridad del talento y del trabajo, elevada al nivel de la fuerza. Esta ecuación injusta subleva la conciencia, porque si bien es deber del fuerte socorrer al débil, lo hará voluntariamente, por generosidad, pero no podrá tolerar que se le compare con él. Bien está que sean iguales por las condiciones del trabajo y del salario, pero hay que procurar que la sospecha recíproca de negligencia en la labor común no despierte la envidia entre ellos.

La comunidad es opresión y servidumbre. El hombre quiere de buen grado someterse a la ley del deber, servir a su patria, auxiliar a sus amigos, pero quiere también trabajar en lo que le plazca, cuando le plazca y cuanto le plazca; quiere disponer de su tiempo, obedecer sólo a la necesidad, elegir sus amistades, sus distracciones, su disciplina; ser útil por el raciocinio, no por mandato imperativo; sacrificarse por egoísmo, no por obligación servil. La comunidad es esencialmente contraria al libre ejercicio de nuestras facultades, a nuestros más nobles pensamientos, a nuestros sentimientos más íntimos. Todo lo que se imaginase para conciliarla con las exigencias de la razón individual y de la voluntad, sólo tendería a cambiar el nombre, conservado el sistema; pero quien busque la verdad de buena fe debe procurar no discutir palabras, sino ideas. Así, la comunidad viola la autonomía de la conciencia y la igualdad. La primera, mermando la espontaneidad del espíritu y del corazón, el libre arbitrio en la acción y en el pensamiento; la segunda, recompensando con igualdad de bienestar el trabajo y la pereza, el talento y la necedad, el vicio y la virtud. Además, si la propiedad es imposible por la emulación de adquirir, la comunidad lo sería bien pronto por la emulación de no hacer nada.

La propiedad, a su vez, viola la igualdad por el derecho de exclusión y de aubana, y el libre arbitrio por el despotismo. El primer efecto de la propiedad ha sido suficientemente expuesto en los tres capítulos precedentes, por lo que me limitaré a establecer aquí su perfecta identidad con el robo.

Ladrón en latín es fur y latro; fur procede del griego phôr, de pheró, en latín fero, yo robo; latro de lathroô, bandidaje, cuyo origen primitivo es lêthó; en latín lateo, yo me oculto. Los griegos tienen, además, kleptés, de kleptô, yo hurto, cuyas consonantes radicales son las mismas que las de kaluptó, esconderse. Con arreglo a estas etimologías, la idea de robar es la de un hombre que oculta, coge, distrae una cosa que no le pertenece, de cualquier manera que sea. Los hebreos expresaban la misma idea con la palabra ganab, ladrón, del verbo ganab, que significa poner a recaudo, robar. No hurtarás, dice el Decálogo, es decir, no retendrás, no te apoderarás de lo ajeno. Es el acto del hombre que ingresa en una sociedad ofreciendo aportar a ella cuanto tiene y se reserva secretamente una parte, como hizo el célebre discípulo Ananías.

La etimología del verbo robar (voler en francés) es aún más significativa. Robar (voler), del latín vola, palma de la mano, es tomar cartas en el juego; de modo que el ladrón es el que todo lo toma para sí, el que hace el reparto del león. Es probable que este verbo robar deba su origen al caló de los ladrones, y que luego haya pasado al lenguaje familiar y, por consecuencia, al texto de las leyes.

El robo se comete por infinidad de medios, que los legisladores han distinguido y clasificado muy hábilmente, según su grado de atrocidad o de mérito, a fin de que en unos el robo fuese objeto de honores y en otros causa de castigos. Se roba: 1º. con homicidio en lugar público; 2º. solo o en cuadrilla; 3º. con fractura o escalamiento; 4º. por sustracción; 5º. por quiebra fraudulenta; 6º. por falsificación en escritura pública o privada; 7º. por expedición de moneda falsa.

Esta escala comprende a todos los ladrones que ejercen su oficio sin más auxilio que la fuerza y el fraude descarado: bandidos, salteadores de caminos, piratas, ladrones de mar y tierra. Los antiguos héroes se gloriaban de llevar esos nombres honorables y consideraban su profesión tan noble como lucrativa. Nemrod, Teseo, Jasón y sus argonautas, Jefté, David, Caco, Rómulo, Clovis y todos sus descendientes merovingios, Roberto Guiscar, Tancredo de Hauteville, Bohemond y la mayoría de los héroes normandos fueron bandidos y ladrones. El carácter heroico del ladrón está expresado en este verso de Horacio, hablando de Aquiles:

Mi derecho es mi lanza y mi escudo, y en estas palabras de Jacob (Génesis, cap. 48), que los judíos aplican a David y los cristianos a Cristo: «Su mano contra todos.» En nuestros días, el ladrón, el hombre fuerte de los antiguos, es perseguido furiosamente. Su oficio, según el Código, se castiga con pena aflictiva e infamante, desde la de reclusión hasta el cadalso. ¡Qué triste cambio de opiniones hay en los hombres!

Se roba: 8º. por hurto; 9º. por estafa; 10º. por abuso de confianza; 11º. por juegos y rifas.

Esta segunda clase de robos estaba consentida en las leyes de Licurgo, con objeto de aguzar el ingenio en los jóvenes. La practicaron Ulises, Dolón, Sinón, los judíos antiguos y modernos, desde Jacob hasta Dentz; los bohemios, los árabes y todos los salvajes. En tiempo de Luis XIII y Luis XIV no era deshonroso hacer trampas en el juego. Aun reglamentado éste, no faltaban hombres de bien que sin el menor escrúpulo enmendaban, con hábiles escamoteos, los caprichos de la fortuna. Hoy mismo, en todos los países, es un mérito muy estimable entre la gente, tanto en el grande como en el pequeño comercio, saber hacer una buena compra, lo que quiere decir engañar al que vende. El ratero, el estafador, el charlatán, hacen uso, sobre todo, de la destreza de su mano, de la sutilidad de su genio, del prestigio de la elocuencia y de una extraordinaria fecundidad de invención. A veces llegan a hacer atractiva la concupiscencia. Sin duda por esto, el Código penal, que prefiere la inteligencia a la fuerza muscular, ha comprendido estas cuatro especies de delitos en una segunda categoría, y les aplica solamente penas correccionales, no infamantes. ¡Y aún se acusa a la ley de materialista y atea!

Se roba: 12º. por usura. Esta especie de ganancia, tan odiosa desde la publicación del Evangelio, y tan severamente castigada en él, constituye la transición entre los robos prohibidos y los robos autorizados. Da lugar, por su naturaleza equívoca, a una infinidad de contradicciones en las leyes y en la moral, contradicciones hábilmente explotadas por los poderosos. Así, en algunos países, el usurero que presta con hipoteca al 10, 12 y 15 por 100 incurre en un castigo severísimo cuando es descubierto. El banquero que percibe el mismo interés, aun cuando no a título de préstamo, pero sí al de cambio o descuento, es decir, de venta, es amparado por privilegio del Estado. Pero la distinción del banquero y del usurero es puramente nominal; como el usurero que presta sobre muebles o inmuebles, el banquero presta sobre papel moneda u otros valores corrientes; como el usurero, cobra su interés por anticipado; como el usurero, conserva su acción contra el prestatario, si la prenda perece, es decir, si el billete no tiene curso, circunstancia que hace de él precisamente un prestamista, no un vendedor de dinero. Pero el banquero presta a corto plazo, mientras la duración del préstamo usurario puede ser de un año, de dos, de tres, de nueve, etc.; y es claro que la diferencia en el plazo del préstamo y algunas pequeñas variedades en la forma del acto no cambian la naturaleza del contrato. En cuanto a los capitalistas que colocan sus fondos, va en el Estado, ya en el comercio, a 3, 4 ó 5 por 100, es decir, que cobran una usura menor que la de los banqueros o usureros, son la flor de la sociedad, la crema de los hombres de bien. La moderación en el robo es toda una virtud.

Se roba: 13º. por constitución de renta, por cobro de arrendamiento o alquiler. Pascal, en sus provinciales, ha divertido extraordinariamente a los buenos cristianos del siglo XVII a costa del jesuita Escobar y del contrato mohatra. «El contrato Mohatra -decía Escobar- es aquel por el cual se compra cualquier cosa o crédito, para revenderla seguidamente a la misma persona, al contado y a mayor precio.» Escobar había hallado razones que justificaban esta especie de usura. Pascal y todos los jansenistas se burlaban de él. Pero yo no sé qué hubieran dicho el satírico Pascal, el doctor Nicole y el invencible Arnaud, si el P. Antonio Escobar de Valladolid les hubiera presentado este argumento: «El arrendamiento en su contrato por el cual se adquiere un inmueble, en precio elevado y a crédito, para revenderlo al cabo de cierto tiempo a la misma persona y en mayor precio, sólo que, para simplificar la operación, el comprador se contenta con pagar la diferencia entre la primera venta y la segunda. O negáis la identidad del arrendamiento y del mohatra y os confundo al instante, o, si reconocéis la semejanza, habréis de reconocer también la exactitud de mi doctrina, so pena de prescribir al propio tiempo las rentas y el arriendo.»

A esta concluyente argumentación del jesuita, el señor de Montalde hubiera tocado a rebato exclamando que la sociedad estaba en peligro y que los jesuitas minaban sus cimientos.

Se roba: 14º. por el comercio, cuando el beneficio del comerciante excede del importe legítimo de su servicio. La definición del comercio es bien conocida. Arte de comprar por 3 lo que vale 6, y de vender en 6 lo que vale 3. Entre el comercio así definido y la estafa, la diferencia está no más en la proporción relativa de los valores cambiados; en una palabra, en la cuantía del beneficio.

Se roba 15º. obteniendo un lucro sobre un producto, percibiendo grandes rentas. El arrendatario que vende al consumidor su trigo y en el momento de medirlo mete su mano en la fanega y saca un puñado de grano, roba. El profesor a quien el Estado paga sus lecciones y las vende al público por mediación de un librero, roba. El funcionario, el trabajador, quien quiera que sea, que produciendo como 1 se hace pagar como 4, como 100, como 1.000, roba. El editor de este libro y yo, que soy su autor, robamos al cobrar por él el doble de lo que vale.

En resumen: La justicia, al salir de la comunidad negativa, llamada por los antiguos poetas edad de oro, empezó siendo el derecho de la fuerza. En una sociedad de imperfecta organización, la desigualdad de facultades revela la idea del mérito; la equidad sugiere el propósito de proporcionar al rnérito personal, no sólo la estimación, sino también los bienes materiales; y como el primero y casi único mérito reconocido entonces es la fuerza física, el más fuerte es el de mayor mérito, el mejor, y tiene derecho a la mayor parte. Si no se le concediese, él, naturalmente, se apoderaría de ella. De ahí a abrogarse el derecho de propiedad sobre todas las cosas, no hay más que un paso.

Tal fue el derecho heroico conservado, al menos por tradición, entre los griegos y los romanos hasta los últimos tiempos de sus repúblicas. Platón, en el Gorgias, da vida a un tal Callides que defiende con mucho ingenio el derecho de la fuerza, el cual, Sócrates, defensor de la igualdad, refuta seriamente. Cuéntase que el gran Pompeyo, que se exasperaba fácilmente, dijo en una ocasión: ¿Y he de respetar las leyes cuando tengo las armas en la mano? Este rasgo pinta al hombre luchando entre el sentido moral y la ambición y deseoso de justificar su violencia con una máxima de héroe y de bandido.

Del derecho de la fuerza se derivan la explotación del hombre por el hombre, o dicho de otro modo, la servidumbre, la usura o el tributo impuesto por el vencedor al enemigo vencido, y toda esa familia tan numerosa de impuestos, gabelas, tributos, rentas, alquileres, etc., etc.: en una palabra, la propiedad. Al derecho de la fuerza sucedió el de la astucia, segunda manifestación de la justicia; derecho detestado por los héroes, pues con él nada ganaban y, en cambio, perdían demasiado. Sigue imperando la fuerza, pero ya no vive en el orden de las facultades corporales, sino en el de las psíquicas. La habilidad para engañar a un enemigo con proposiciones insidiosas también parece ser digna de recompensa. Sin embargo, los fuertes elogian siempre la buena fe. En esos tiempos el respeto a la palabra dada Y al juramento hecho era de rigor... nominalmente. Uti lingua nuncupassit, ita jus esto: como ha hablado la lengua, sea el derecho, decía la ley de las Doce Tablas. La astucia, mejor dicho, la perfidia inspiró toda la política de la antigua Roma. Entre otros ejemplos, Vico cita el siguiente, que también refiere Montesquieu: Los romanos habían garantizado a los cartagineses la conservación de sus bienes y de su ciudad, empleando a propósito la palabra civitas, es decir, la sociedad, el Estado. Los cartagineses, por el contrario, hablan entendido la ciudad material, urbs, y cuando estaban ocupados en la reedificación de sus murallas, y so pretexto de que violaban lo pactado, fueron atacados por los romanos que, conforme el derecho heroico, no creían hacer una guerra injusta engañando a sus enemigos con un equívoco.

En el derecho de la astucia se fundan los beneficios de la industria, del comercio y de la banca; los fraudes mercantiles; las pretensiones, a la que suele darse el nombre de talento y de genio, y que debiera considerarse como el más alto grado de la trampa y de la fullería, y, finalmente, todas las clases de desigualdades sociales.

En el robo (tal como las leyes lo prohíben), la fuerza y el engaño se manifiestan a la luz del día, mientras en el robo autorizado se disfrazan con la máscara de una utilidad producida que sirve para despojar a la víctima.

El empleo directo de la violencia y de la astucia ha sido unánimemente rechazado; pero ninguna nación se ha desembarazado del robo unido al talento, al trabajo y a la posesión. De ahí todas las incertidumbres de la realidad y las innumerables contradicciones de la jurisprudencia.

El derecho de la fuerza y el derecho de la astucia, cantados por los poetas en los poemas de la Ilíada y la Odisea, inspiran todas las leyes griegas y romanas, que, como es sabido, han pasado a nuestras costumbres y a nuestros Códigos. El cristianismo no ha alterado en nada ese estado de cosas. No acusamos de ello al Evangelio, que los sacerdotes, tan mal orientados como los legistas, no han sabido nunca explicar ni comprender. La ignorancia de los Concilios y de los pontífices, en todo lo que concierne a la moral, há igualado a la del foro y la de los pretores; y esta profunda ignorancia del derecho, de la justicia, de la sociedad, es lo que mata a la Iglesia y desacredita sus enseñanzas. La infidelidad de la Iglesia romana y de las demás iglesias cristianas es manifiesta. Todas han desconocido el precepto de Jesucristo; todas han errado en la moral y en la doctrina; todas son culpables de proposiciones falsas, absurdas, llenas de iniquidad y de crimen. Pida perdón a Dios y a los hombres esa, Iglesia que se reputa infalible y que ha corrompido la moral; humíllense sus hermanas reformadas, y el pueblo, desengañado, pero religioso y clemente, las rehabilitará.

El desenvolvimiento del derecho, en sus diversas manifestaciones, ha seguido la misma gradación que la propiedad en sus reformas. En todas partes la justicia persigue el robo y lo reduce a límites cada vez más estrechos. Hasta el presente las conquistas de lo justo sobre lo injusto, de la equidad sobre la desigualdad se han realizado por instinto y por la misma fuerza de las cosas. El último triunfo de nuestra sociabilidad será debido a la reflexión, so pena de caer de nuevo en el feudalismo. Aquella gloria está reservada a nuestra inteligencia, este abismo de miseria a nuestra indignidad. El segundo efecto de la propiedad es el despotismo. Pero como el despotismo se une necesariamente en el pensamiento a la idea de autoridad legítima, investigando las causas naturales del primero, se pone de manifiesto el principio de la segunda.

-¿Qué forma de gobierno es preferible? -¿Y aún lo preguntáis? -contestará inmediatamente cualquiera de mis jóvenes lectores-. -¿No sois republicanos? -Republicano soy, en efecto, pero esta palabra no precisa nada. Res pública es la cosa pública, y por esto quien ame la cosa pública, bajo cualquier forma de gobierno, puede llamarse republicano. Los reyes son también republicanos. -¿Sois entonces demócrata? -No. -¿Acaso sois monárquico? -No. -¿Constitucional? -Dios me libre. -¿Aristócrata? -Todo menos eso. -¿Queréis, pues, un gobierno mixto? -Menos todavía. -¿Qué sois entonces? -Soy anarquista. -Ahora os comprendo; os estáis mofando de la autoridad. -En modo alguno: acabáis de oír mi profesión de fe seria y detenidamente pensada. Aunque amigo del orden, soy anarquista en toda la extensión de la palabra. En las especies de animales sociales, «la debilidad de los jóvenes es la causa de su obediencia a los mayores, que poseen la fuerza. -La costumbre, que en ellos resulta una especie particular de conciencia, es la razón por la cual el poder es atributo siempre del de más edad, aunque no sea el más fuerte. Cuando la sociedad está sometida a un jefe, éste es casi siempre el más viejo del grupo. Y digo casi siempre, porque esa jerarquía puede ser alterada por pasiones violentas. En ese caso, la autoridad se transmite a otro, y habiendo comenzado a ejercerse por la fuerza, se conserva luego por el hábito. Los caballos salvajes caminan en grupos; tienen un jefe que va a la cabeza, a quien los demás siguen confiados, y él es quien les da la señal de la fuga y del ataque. El carnero que hemos criado nos sigue, pero también sigue al rebaño en que ha nacido. No ve en el hombre más que el jefe de su grupo... El hombre no es para los animales domésticos más que un miembro de su sociedad; todo su arte se reduce a hacer que le acepte como asociado, y pronto se convierte en su jefe por serles superior en inteligencia. El hombre no altera, pues, el estado natural de estos animales, como ha dicho Buffón: no hace más que aprovecharse de él. En otros términos, encuentra animales sociables y los convierte en domésticos, haciéndose él su asociado y su jefe. La domesticidad de los animales es, por tanto, un caso particular, una simple modificación, una consecuencia determinada de la sociabilidad. Todos los animales domésticos son, por naturaleza, animales sociables». (Flourens, Resumen de las observaciones de F. Cuvier.)

Los animales sociables siguen a un jefe por instinto. Pero (y esto no lo ha dicho F. Cuvier) la función que este jefe desempeña es puramente intelectiva. El jefe no enseña a los demás a asociarse, a reunirse bajo su dirección, a reproducirse, a huir ni a defenderse; sobre estos extremos sus subordinados saben tanto como él. Pero el jefe es quien, con su mayor experiencia, atiende a lo imprevisto, y con su inteligencia suple, en circunstancias difíciles, al instinto general. El es quien delibera, quien decide, quien guía; él es, en una palabra, quien con su mayor prudencia dirige al grupo en bien de todos.

El hombre, al vivir naturalmente en sociedad, sigue también naturalmente a un jefe. En su origen, este jefe era el padre, el patriarca, es decir, el hombre prudente, sabio, cuyas funciones son, por consecuencia, de reflexión y de inteligencia. La especie humana, como las demás razas de animales sociables, tiene sus instintos, sus facultades innatas, sus ideas generales, sus categorías del sentimiento y de la razón. Los jefes, legisladores o reyes, nunca han inventado ni ideado nada; no han hecho otra cosa que guiar a las sociedades según su experiencia, pero siempre adaptándose a las opiniones y creencias generales.

Los filósofos que, reflejando en la moral y en la historia su sombrío humor de demagogos, afirman que el género humano no ha tenido en su principio ni jefes ni reyes, desconocen la naturaleza del hombre. La realeza, la monarquía absoluta, es, tanto o más que la democracia, una forma primitiva de gobierno. El hecho de que en los tiempos más remotos no faltan héroes, bandidos y aventureros que conquistan tronos y se proclaman reyes, suele ser causa de que se confundan la monarquía y el despotismo. Pero la primera data de la creación del hombre y subsiste en los tiempos de la. comunidad negativa; el heroísmo y el despotismo se inician con la primera determinación de la idea de justicia, es decir, con el reinado de la fuerza. Desde el momento en que por la comparación de los méritos se reputó mejor al más fuerte, éste ocupó el lugar del más anciano y la monarquía se constituyó en despotismo.

El origen espontáneo, instintivo, y por decirlo así, fisiológico de la monarquía, le presta en sus principios un carácter sobrehumano; los pueblos la atribuyen a los dioses, quienes, según afirmaban, descendían los primeros reyes: de ahí genealogías divinas de las familias reales, las humanizaciones de los dioses, las fábulas del Mesías. De ahí la doctrina del derecho divino, que aún cuenta tan decididos campeones. La monarquía fue en un principio electiva, porque en el tiempo en que el hombre producía poco y apenas poseía algo, la propiedad era demasiado débil para sugerir la idea de la herencia y para garantizar al hijo el cetro de su padre. Pero cuando se roturaron los campos y se edificaron las ciudades, las funciones sociales, como las cosas, fueron apropiadas. De ahí las monarquías y los sacerdocios hereditarios; de ahí la herencia impuesta hasta en las profesiones más vulgares, cuya circunstancia implica la división de castas, el orgullo nobiliario, la abyección de todo trabajo físico, y confirma lo que he dicho del principio de sucesión patrimonial, qua es un medio indicado por la Naturaleza para proveer a funciones vacantes y proseguir una obra comenzada.

La ambición hizo que de tiempo en tiempo apareciesen usurpadores que suplantaran a los reyes, lo que obligó a distinguir a los unos como reyes de derecho, legítimos, y a los otros como tiranos. Pero no hay que atenerse exclusivamente a los nombres, porque ha habido siempre reyes malos y tiranos soportables. Toda monarquía puede ser buena cuando les la única forma posible de gobierno, pero legítima no lo es jamás. Ni la herencia, ni la elección, ni el sufragio universal, ni la excelencia del soberano, ni la consagración de la religión y del tiempo, legitiman la monarquía. Bajo cualquier forma que se manifieste, el gobierno del hombre por el hombre es ilegal y absurdo.

El hombre, para conseguir la más rápida y perfecta satisfacción de sus necesidades, busca la regia. En su origen, esta regla es para él viviente, visible y tangible; es su padre, su amo, su rey. Cuanto más ignorante es el hombre, más obediente es y mayor y más absoluta la confianza que pone en quien le dirige. Pero el hombre, cuya ley es conformarse a la regla, llega a razonar las órdenes de sus superiores, y semejante razonamiento es ya una protesta contra la autoridad, un principio de desobediencia. Desde el momento en que el hombre trata de hallar la causa de la voluntad que manda, es un rebelde. Si obedece, no porque el rey lo mande, sino porque el mandato es justo, a su juicio, puede afirmarse que no reconoce ninguna autoridad y que el individuo es rey de sí mismo. Desdichado quien se atreva a regirle y no le ofrezca como garantía de sus leyes más que los votos de una mayoría; porque, más o menos pronto, la minoría se convertiría en mayoría, y el imprudente déspota será depuesto y sus leyes aniquiladas.

A medida que la sociedad se civiliza, la autoridad real disminuye; es éste un hecho comprobado por la historia. En el origen de las naciones, los hombres no reflexionan y razonan torpemente. Sin métodos, sin principios, no saben ni aun hacer uso de su razón; no distinguen claramente lo justo de lo injusto. Entonces la autoridad de los reyes es inmensa, ya que no puede ser contradicha por los sometidos. Pero poco a poco la experiencia forma el hábito, y éste determina luego la costumbre, la cual se traduce en máximas, en principios, que al fin llegan a formularse en leyes, y ya el rey, la ley viva, se ve forzado a respetarlas. Llega un tiempo en que las costumbres y las leyes son tan numerosas, que la voluntad del príncipe está como atada a la voluntad general, en forma tal, que al tomar la corona tiene que jurar que gobernará con arreglo a ellas, siendo ya sólo el poder ejecutivo de una sociedad cuyas leyes se establecieron sin su concurso.

Hasta ese momento todo sucede de modo instintivo, sin que los interesados se den cuenta exacta de ello; pero veamos el término fatal de ese movimiento. A fuerza de instruirse y de adquirir ideas, acaba el hombre por adquirir la idea de ciencia, es decir, la idea de un sistema de conocimientos adecuados a la realidad de las cosas y deducidos de la observación. Investiga entonces en la ciencia el sistema de los cuerpos inanimados, el de los cuerpos orgánicos, el del espíritu humano, el del mundo; ¿y cómo no investigar también el sistema de la sociedad? Una vez llegado a este punto, comprende que la verdad, en la ciencia política es independiente por completo de la voluntad del soberano, de la opinión de las mayorías y de las creencias vulgares; y que reyes, ministros, magistrados y pueblos, en cuanto son voluntades, nada significan por la ciencia y no merecen consideración alguna. Comprende al mismo tiempo que si el hombre es sociable por naturaleza, la autoridad de su padre acaba desde el día en que, formada ya su razón y completada su educación, se convierte en su asociado; que su verdadero señor y,rey es la verdad demostrada; que la política es una ciencia y no un convencionalismo, y que la función del legislador se reduce, en último extremo, a la investigación metódica de la verdad.

Así, en una sociedad, la autoridad del hombre sobre el hombre está en razón inversa del desarrollo intelectual conseguido por esa sociedad, y la duración probable de esta autoridad puede calcularse en razón directa de la mayor o menor aspiración a un verdadero gobierno, es decir, a un gobierno establecido con arreglo a principios científicos. Así como el derecho de la fuerza y el de la astucia se restringen por la determinación cada vez mayor de la idea de justicia y acabarán por desaparecer en la igualdad, la soberanía de la voluntad cede ante la soberanía de la razón y terminará por aniquilarse en un socialismo científico. La propiedad y la autoridad están amenazadas de ruina desde el principio del mundo, y así como el hombre busca la justicia en la igualdad, la sociedad aspira al orden en la anarquía.

Anarquía, ausencia del señor, de soberano (El sentido que vulgarmente se atribuye a la palabra anarquía es ausencia de principio, ausencia de regla, y por esta razón se tiene por sinónima de desorden. (N. del A.)), tal es la forma de gobierno, a la que nos aproximamos de día en día, y a la que, por el ánimo inveterado de tomar el hombre por regla y su voluntad por ley, miramos como el colmo del desorden y la expresión del caos. Refiérese que allá por el siglo XVII un vecino de París oyó decir que en Venecia no había rey alguno, y tal asombro causó al pobre hombre la noticia, que pensó morirse de risa al oír una cosa para él tan ridícula. tal es nuestro prejuicio. Cada uno de nosotros desea tener, sin darse a veces cuenta de ello, uno o varios jefes, no faltando comunistas que sueñan, como Marat, con una dictadura.

La legislación y la política es objeto de ciencia, no de opinión; la facultad legislativa sólo pertenece a la razón, metódicamente reconocida y demostrada. Atribuir a un poder cualquiera el derecho del veto y de la sanción, es el colmo de la tiranía. La justicia y la legalidad son tan independientes de nuestro asentimiento como la verdad matemática. Para obligar, basta que sean conocidas; para manifestarse al hombre, sólo requieren su meditación y su estudio. ¿Y qué representa entonces el pueblo, si no es soberano, si no se deriva de él la facultad legislativa? El pueblo es el guardián de la ley, es el poder ejecutivo. Todo ciudadano puede afirmar: «Esto es verdadero, aquello es justo»; pero tal convicción sólo a él le obliga; para que la verdad que proclama se convierta en ley, es preciso que sea reconocida por todos. Pero ¿qué es reconocer una ley? Es realizar una operación matemática o metafísica, es repetir una experiencia, observar un fenómeno, comprobar un hecho. Solamente la nación tiene derecho a decir: Ordeno y mando.

El propietario, el ladrón, el héroe, el soberano, porque todos estos nombres son sinónimos, imponen su voluntad como ley y no permiten contradicción ni intervención, es decir, que intentan ejercer el poder legislativo y el ejecutivo a la vez. Por eso la sustitución de la voluntad real por la ley científica y verdadera no puede realizarse sin lucha encarnizada. Después de la propiedad, tal sustitución es el más poderoso elemento de la historia, la causa más fecunda de las alteraciones políticas. Los ejemplos de esto son demasiado numerosos y evidentes para que se detenga a enumerarlos.

La propiedad engendra necesariamente el despotismo, el gobierno de lo arbitrario, el imperio de una voluntad libidinosa. Tan esencial es esto en la propiedad, que para convencerse de ello basta recordar lo que la propiedad es y fijarse en lo que ocurre a nuestro alrededor. La propiedad es el derecho de usar y abusar. Por consiguiente, si el gobierno es economía, si tiene por único objeto la producción y el consumo, la distribución de los trabajos y de los productos, ¿cómo ha de ser posible con la propiedad? Si los bienes son objeto de propiedad, ¿cómo no han de ser reyes los propietarios, y reyes despóticos, según la proporción de sus derechos dominicales? Y si cada propietario es soberano en la esfera de su propiedad, rey inviolable en toda la extensión de su dominio, ¿cómo no ha de ser un caos y una confusión un gobierno constituido por propietarios?

Por tanto, no es posible gobierno, ni economía política, ni administración pública que tenga la propiedad por fundamento.

Grupo EUMEDNET de la Universidad de Málaga Mensajes cristianos

Venta, Reparación y Liberación de Teléfonos Móviles
Enciclopedia Virtual
Biblioteca Virtual
Servicios