Principios de Economía Política

Por el Doctor
D. Manuel Colmeiro
Catedrático de la Universidad de Madrid


Alojado en "Textos selectos de Economía"
http://www.eumed.net/cursecon/textos/

 

PARTE PRIMERA. - De la producción de la riqueza.

CAPÍTULO XXXI. - Sistema colonial de España.

No parece por demás dar aquí una sucinta noticia de nuestro sistema colonial, ya se considere este capítulo como una ampliación y confirmación de la doctrina expuesta en el anterior, ya se repare en la importancia del asunto y su influjo en la prosperidad ó decadencia de la monarquía de Carlos V y Felipe II. No es licito a un economista de estos reinos ignorar las cosas principales que pasaron entre nosotros, y mucho menos las relativas a un siglo en que nuestra nación era la mayor potencia mercantil del mundo; y cumple a los autores ilustrar la opinión, teniendo en cuenta que escriben en España y para los españoles.

Díjose que el sistema colonial de España descansaba en la idea de sacar partido de sus dominios de ultramar en beneficio del fisco, de la administración y del clero, mirando como interés secundario el fomento de la industria y del comercio de la metrópoli, al revés de otras naciones. No es cierto, antes las leyes de Indias, los tratados de comercio y los escritores políticos respiran a una el deseo y la esperanza de restablecer las fábricas y dilatar el tráfico y la navegación a favor del privilegio exclusivo de surtir tantos y tan grandes mercados como teníamos en América.

La policía y arreglo del comercio denotan que el sistema colonial de España, lo mismo que el de Portugal, Holanda, Francia é Inglaterra, partían del principio que la riqueza de los pueblos se funda en estancar el oro y plata del universo, según la doctrina de la escuela mercantil. Por eso el tráfico de las Indias fue primeramente un privilegio de los castellanos, no comunicado a los aragoneses hasta más adelante y por último a los catalanes. Los extranjeros estaban excluidos de la contratación con nuestras colonias, como nosotros de las suyas, aunque se relajó esta prohibición en favor de los habilitados con carta de naturaleza y licencia real, de los que ejercitasen oficios mecánicos, de los tolerados en premio de sus servicios y de los hijos de extranjero nacidos en España.

Al principio navegaron los españoles en naves sueltas a su riesgo y ventura: después se introdujo la novedad de navegar en flotas para ir en conserva y al abrigo de una armada por temor de los corsarios que infestaban los mares y de los enemigos.

Fue Sevilla el único puerto habilitado para el tráfico de las Indias. Allí se cargaban y descargaban las mercaderías de España y de otros reinos: allí tenia su asiento el Tribunal de Contratación que ejercía jurisdicción privativa sobre las personas y cosas tocantes al comercio, y allí había casa de moneda donde se acuñaba mucha parte del oro y la plata que venían de América para el rey y los particulares. Duró este monopolio de la ciudad de Sevilla desde el año 1493 hasta el de 1717 que pasó a Cádiz; y es uno de los mayores vicios de nuestro sistema colonial, porque el resto de los españoles no participaba de los beneficios del trato con las Indias que hubiera crecido sobremanera, si no estuviese encerrado en los angostos límites de una sola plaza y un solo puerto de la Península.

Las islas Filipinas empezaron a negociar con la China hacia el año 1576. Primeramente gozaron los españoles avecindados en Manila de amplia libertad para introducir los tejidos del Asia en América; pero creciendo este tráfico, y considerándolo el gobierno perjudicial a los intereses de la metrópoli en cuanto debilitaba el consumo de sus mercaderías, pareció conveniente limitarlo a dos únicos navíos de permiso y aun a uno solo llamado la nao de Acapulco.

Muchos y graves reparos tenemos que hacer a nuestro sistema colonial tan duro y represivo. Convertir las Indias en patrimonio de una sola ciudad del reino y excluir todas las demás que ocupaban el litoral del mar Cantábrico ó Mediterráneo, era un absurdo y una injusticia sin ejemplo. Que en l493 se hiciese así, cuando sólo poseíamos la isla Española, se concibe; pero perpetuar el privilegio después de los grandes descubrimientos y conquistas de Cortés y Pizarro y de incorporar en la corona tan dilatados dominios, no tiene disculpa.

La navegación por flotas y galeones que salían periódicamente de Sevilla, estancaba el comercio en pocas manos. ¿Qué valen un conjunto de 50 naves y un porte de 27,500 toneladas a que ascendían la flota y los galeones en 1686 en comparación del continuo ir y venir de una multitud de bajeles sueltos que van derramando la riqueza por donde pasan? La mejor prueba de que el comercio de las Indias se aniquilaba por momentos, es que la flota que salió de Cádiz en 1720 sólo componía 5 ó 6,000 toneladas.

Era condición del pacto colonial que la metrópoli gozase del privilegio exclusivo de abastecer los mercados de la colonia con sus géneros y frutos, llevando en retorno los suyos y consumiéndolos ó dándoles salida a reinos extranjeros. España no producía lo bastante a la provisión y surtido de sus inmensos dominios de América, y sin embargo se obstinó en conservar, aquel imposible monopolio. Al cebo de una ganancia que algunas veces subía al 500 por ciento, acudió con su diligencia acostumbrada el contrabando; y en vano se esforzaba el gobierno a impedirlo, teniendo que vigilar más de 4,000 leguas de costa. No llegaban a 40 las naves que en el siglo XVIII salían cargadas de nuestros puertos para los de América, y las de otras naciones pasaban de 300.

Con el objeto de no atenuar el consumo de los vinos de la metrópoli, prohibió nuestra legislación colonial el plantío de viñas en América; bien es verdad que la prohibición fue temporal y pasajera, y todavía, mientras subsistió, optaron las autoridades por la tolerancia. Más adelante, reinando Felipe III, se autorizó la cultura de viñas y olivares como lo había estado en tiempo de los Reyes Católicos. Los extranjeros nos motejan, y con razón, porque así debilitábamos la fuerza productiva de las colonias y las tiranizábamos obligando a sus habitantes a consumir los vinos de España con exclusión de los suyos propios; mas no reparan que algo nos disculpa la poca duración y mucha flojedad de esta providencia. Deberían asimismo recordar que el gobierno de la metrópoli no ponía obstáculo al establecimiento de fábricas en América, y que las hubo de tejidos de lana, seda, lino, cáñamo, pita y algodón en Méjico y el Perú, entretanto que Inglaterra desterraba las artes mecánicas de sus posesiones.

Estaba el comercio interior entorpecido con las aduanas de tierra y gravado con multitud de tributos y gabelas, de modo que los géneros y frutos de España llegaban ya caros a los puntos de embarque. Allí eran otra vez castigados por la mano del fisco con nuevos derechos, entre los cuales había el de palmeo, así llamado porque se cobraba por el bulto y no por el valor de la mercadería; método absurdo, porque más adeudaban por ejemplo, los paños bastos que los finos, y un palmo cúbico de bayetas que otro de encajes. Aumentábase el coste de las mercaderías con los gastos de transporte a las Indias, siendo carísimos los fletes de la navegación en conserva. ¿Cómo habían de competir los productos nacionales con los extranjeros más baratos y mejores? ¿Cómo el tráfico legal había de resistir al fraudulento?

Si consideramos los beneficios que la España reportó de la posesión de sus grandes y ricas colonias, hallaremos que sacó de ellas inmensos tesoros de la labor de sus minas: arroyos de oro y plata que pasaban humedeciendo y no fertilizando la tierra. Entraban de golpe gruesas sumas en moneda y pastas, y al cabo de poco tiempo se derramaban por el mundo y quedaba España barrida por el comercio exterior. Pudo la nación española saciarse de la estéril gloria de las conquistas: pudo el rey satisfacer su vanidad diciendo que el sol jamás se ponía en sus dominios; pero entretanto nuestra agricultura estaba postrada, las antiguas fábricas desaparecían, el comercio se debilitaba, la navegación huía de nosotros y se refugiaba en Holanda, Inglaterra y Francia, las cargas públicas iban en aumento, crecían los tributos y la deuda del estado, y a pesar de los tesoros de las Indias, el reino estaba pobre y el rey empeñado. Cuando llegaba una flota a Sevilla ya estaba su valor consumido.

Desde la mitad del siglo XVIII nuestro sistema colonial empezó a ceder al viento de la reforma. Fernando VI abolió la práctica de las flotas y galeones entablándose la navegación libre por el cabo de Hornos. Carlos III habilitó 13 puertos de la Península para el tráfico de América y 24 en nuestras posesiones del Nuevo Mundo como puertos de destino para las embarcaciones españolas y moderó los aranceles de aduanas. Fernando VII otorgó mayores franquezas al comercio de las Antillas; y si después de visto el resultado de estos ensayos y experiencias nos queda algo que pedir (y en efecto, queda la supresión de los derechos protectores), pediremos al gobierno que persevere y adelante en la senda de la libertad del comercio colonial.

No hay motivo para alabar la política de España con respecto a sus colonias, que en verdad se estancaron a la mitad del camino de su riqueza y prosperidad a causa del monopolio. No era este un error nacido en la metrópoli, sino una doctrina común derivada del sistema mercantil. Culpamos, si, a la España de haberse obstinado en exigir la observancia del pacto colonial, cuando otras naciones lo iban ya relajando.

Tampoco hay motivo para lastimar la fama de la nación española hasta el punto de pintarla cruel, sedienta de sangre, nunca harta de oro y plata, y en fin, denunciarla al odio de la posteridad como una horda de bárbaros ó una manada de bestias feroces. Fueron los españoles quienes introdujeron en las Indias el buey, el asno y el caballo, los ganados de cerda, lanar y cabrío y multitud de aves de corral: fueron ellos quienes trasplantaron la vid, el olivo, el granado, el naranjo y limonero y casi todos nuestros árboles frutales: ellos llevaron la caña dulce y fundaron los primeros ingenios de azúcar: ellos enseñaron el arte de criar la seda, sembraron el lino y el cáñamo y propagaron diversas hortalizas y legumbres: ellos enseñaron a los indios a domar el buey y arar la tierra: ellos establecieron fábricas y telares de lana, seda, lino, algodón y otras materias textóreas, y derramaron las artes y oficios mecánicos entre los naturales: ellos cultivaron las ciencias y las difundieron por aquel hemisferio fundado escuelas y universidades, abrieron caminos, construyeron puentes, levantaron edificios, y si no civilizaron tantos y tan diversos pueblos, derramaron a manos llenas las semillas de su futura civilización. No es justo recordar las faltas ó delitos de los españoles en América, y echar en olvido sus buenas obras (El lector que apetezca más extensas y circunstanciadas noticias, puede consultar la Historia de la Economía política en España, caps. LXXVIII y LXXIX (tom II págs. 375 y 424)

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