Principios de Economía Política

Por el Doctor
D. Manuel Colmeiro
Catedrático de la Universidad de Madrid


Alojado en "Textos selectos de Economía"
http://www.eumed.net/cursecon/textos/

 

PARTE PRIMERA. - De la producción de la riqueza.

CAPÍTULO XXV. Del comercio interior.

Divídese el comercio en interior y exterior: el primero abraza las contrataciones de los habitantes de un mismo imperio ó señorío, y el segundo se dilata por los mercados extranjeros. El uno es propio de cada nación ó estado y no traspasa los confines de su territorio, y el otro lleva los géneros y frutos a las partes más remotas del globo.

El comercio interior se subdivide en comercio al por mayor y por menor; aquél consiste en comprar y vender por junto ó en grueso, y éste en expender las mercaderías al menudeo, ajustándose a las necesidades del diario consumo.

De cualquier modo que consideremos el comercio, siempre resultará que su esencia estriba en el cambio recíprocamente útil. Las clasificaciones anteriores se recomiendan por el método que introducen en la exposición de las doctrinas; mas no significan ninguna diferencia radical en cuanto a la teoría.

La grandeza y extensión del comercio exterior nos sorprenden y admiran, porque observamos sus operaciones en globo, y seguimos con la vista las naves abrumadas con el peso de ricas mercaderías, y contemplamos los estados y relaciones de los inmensos valores importados y exportados por las aduanas de los imperios más poderosos de la tierra. Y sin embargo de esta opulencia, el comercio interior presta en la oscuridad y con delicada modestia más importantes servicios a los pueblos. Su actividad es de todos los días y todas las horas. En los campos y en las ciudades, ya tratando las personas en las lonjas y almacenes, ya comprando a los mercaderes ambulantes, ya juntándose las gentes en las ferias y mercados, ora cerrando sus tratos sin intervención de ningún extraño, ora valiéndose de medianeros ó corredores, pasan los productos de mano en mano y recibe un continuo impulso la circulación de la riqueza.

El comerciante compra al labrador los frutos de su cosecha, y en cambio le suministra los fondos necesarios para sostener el cultivo: desocupa los depósitos del fabricante, y éste emplea los valores realizados en materias primeras y jornales que rinden nuevos valores: acude al mercado cuando las cosas están baratas, y estorba con su demanda la ruina de los productores: vuelve con ellas cuando las cosas están caras, é impide con su oferta el sacrificio de los consumidores: provee a las gentes de los artículos indispensables a los usos ordinarios de la vida y de los objetos de comodidad y de lujo, buscando el tiempo, el lugar y la ocasión favorable: proporciona la cantidad al deseo y a los medios de cada uno, y en fin, dando por distintos caminos salida a los productos, fomenta todos los ramos de la riqueza pública y privada.

La sociedad civil (lo hemos dicho) estriba en una serie infinita de cambios; y como las relaciones entre los particulares se multiplican en proporción que aumenta la división del trabajo, resulta que la prosperidad común da cada vez mayor impulso y extensión al comercio interno. Si con motivo de una guerra se hallase tal nación imposibilitada de continuar haciendo su comercio exterior, padecería grande quebranto, pero aun tendría fuerzas para resistir al infortunio; mas si la falta de seguridad real ó personal, los vicios de la ley ó los abusos del gobierno aniquilasen ó debilitasen mucho su comercio interior, la miseria llegaría a tal extremo, que esta nación retrocedería al estado salvaje, ó desaparecería de la haz de la tierra.

Todos los economistas reclaman a una voz la libertad más amplia y completa del comercio interior. Todos reconocen que el interés privado es el guía más seguro, y la libre concurrencia el único régimen admisible para fomentar por este medio la riqueza de las naciones.

Una doctrina tan obvia y sencilla en nuestro tiempo fue ignorada y combatida en siglos no muy remotos.

Entonces cuidaban las autoridades de proveer a los pueblos de mantenimientos, y la policía de los abastos formaba una parte muy principal del gobierno. Temíase que el interés individual no fuese bastante solicito, ó se mostrase demasiadamente codicioso en daño de los consumidores a quienes se favorecía con providencias encaminadas a procurar la abundancia y baratura de los artículos de primera necesidad en grave perjuicio de los productores. Cuanto más duros y prolijos eran los reglamentos, tanto más ahuyentaban el comercio, y los mercados estaban mal abastecidos, y el precio de todas las cosas era precio de monopolio.

Babia lugares señalados para comprar y vender, personas obligadas a surtir los pueblos de comestibles estancos de diversas especies de ordinario consumo, prohibiciones de sacar pan, vino y demás artículos de uso común de un pueblo a otro pueblo, ordenanzas municipales y leyes hechas en Cortes, penas severas, jueces ya blandos, ya rigorosos, y oficiales públicos encargados de perseguir a los contraventores.

Cuando las ciudades gozaban de aquel sumo grado de independencia que casi formaban pequeñas repúblicas dentro del reino, abrigaban pensamientos tan 1imitados como el horizonte del territorio sujeto a su jurisdicción. No consultaban la utilidad del estado, ni podían consultarla, porque no existía el vínculo de las ideas ó intereses que constituye la comunidad, y sólo se procuraba el bien de la ciudad ó villa con tan poca aprensión de los vecinos, que las providencias relativas a los abastos llevaban profundamente impreso el sello del egoísmo local. Añadíase a esto que en la edad media la agricultura y la industria no estaban florecientes a tal punto que inspirase confianza la actividad de los particulares, y así merece disculpa el celo indiscreto de la autoridad. Pero cuando llegó el día de erigir un gobierno central y la riqueza fue en aumento, sobre todo desde el siglo XVI en adelante, la policía de los abastos sólo se explica por la ignorancia ó la malicia de los hombres, es decir, por el imperio de las preocupaciones vulgares ó la codicia de multitud de personas, cuerpos y clases bien halladas con los abusos.

La segunda causa del entorpecimiento del comercio interior eran las aduanas de tierra, los derechos de portazgo y los arbitrios municipales, que encareciendo sobremanera las mercaderías atenuaban su venta y consumo. Cada ciudad ó villa en otro tiempo establecía aduanas, fijaba derechos de entrada y salida y decretaba prohibiciones, con lo cual levantaba murallas que impedían la libre circulación de los géneros y frutos del reino. Apagada la vida municipal prevaleció una política más elevada y generosa, y concibió el gobierno el pensamiento de suprimir las aduanas interiores, que no sólo castigaban las mercaderías a su paso de una a otra provincia y de un pueblo a otro pueblo, pero también atormentaban al mercader con mil molestias y vejaciones permitidas a los aduaneros; y por eso llamaron algunos políticos las aduanas puertas de la muerte.

Así se aumenta el precio de los artículos de primera necesidad, suben las materias brutas y los jornales y resulta tan cara la producción, que ni basta el sumo interior para alimentarla, ni puede venir en su auxilio el comercio exterior, porque no hay medio de competir con la industria extranjera exenta de trabas. Siempre es dañoso dictar reglamentos ó consentir providencias que anulan las franquicias del comercio y encarecen las manufacturas propias, haciéndolas de peor condición que las extrañas.

Análoga a esta causa es la tercera ó sean los tributos inconsiderados que embargan la circulación de la riqueza, de los cuales tenemos en España un ejemplo notable en la alcabala que se exigía de todas las cosas que se vendiesen 6 permutasen y carga muy pesada, pues crecía y se multiplicaba tantas veces cuantas se repetían los contratos. No sin razón dijeron muchos escritores españoles y extranjeros que la alcabala ejerció un funesto influjo en la suerte de nuestra patria: opinión que pudiéramos hacer extensiva a los demás derechos de consumo cuyo conjunto formaba las rentas llamadas provinciales.

La cuarta causa del aniquilamiento del tráfico interior es la prohibición de comprar para revender, cosa lícita y honesta, y sin embargo reprobada por las leyes hasta una época muy cercana. Los moralistas y jurisconsultos condenaban el oficio de la regatonería y denunciaban a los regatones al odio de todo el mundo como agavilladores de los mantenimientos y fautores de la carestía. Llamábanlos polilla y peste de la república, y decían que su ganancia era torpe y su ejercicio vil y abominable, y añadían que ganaban la vida con peligro de su conciencia é infamia de sus personas. Las justicias de los pueblos cuidaban de ahuyentarlos de los mercados con el temor de la pena, y el vulgo los perseguía como a gente aborrecible que tenia pacto con el hambre.

El oficio de los regatones es mediar entre el comprador y el vendedor con provecho de ambos, bien hagan acopio de mercaderías para expenderlas al pormenor, ó bien las pongan en reserva hasta que los precios mejoren. En el primer caso favorecen al productor dando salida inmediata a sus géneros y frutos, y al consumidor proporcionándole las cosas según las necesidades del tiempo ó ajustando la cantidad a la medida de su deseo; y en el segundo asimismo los favorecen conservando el nivel natural de los precios, porque compra el regatón en la abundancia y vende en la escasez, con lo cual ni la baratura quebranta la producción, ni la carestía debilita el consumo. Puesto que añade utilidad y valor a las cosas, su ganancia es lícita y honesta, y la ley que prohíbe el tráfico de reserva ó a la menuda, no solamente crea delitos imaginarios, sino que disminuye la concurrencia de los revendedores hasta el extremo de hacer posible la confabulación y fácil el monopolio.

Así pues, el ejercicio de la regatonería modera el precio de las cosas y hace veces de justicia distributiva en los mercados, acudiendo en auxilio de los vendedores y compradores según el tiempo y la ocasión. Si logran hoy ganancias envidiables, mañana experimentan pérdidas no menores. Todo se compensa y todo contribuye a fundar la concordia de los productores, consumidores y medianeros entre la producción y el consumo dentro del régimen de la libertad de los cambios.

Por último, entorpecía el comercio interior la tasa ó la intervención de la autoridad a titulo de moderar el precio de las cosas más comunes y necesarias, persuadida de que era un derecho y un deber suyo poner coto a la desordenada codicia de los vendedores y dispensar su protección a los compradores, corno si de oficio y por ministerio de la ley se acertara a resolver el problema de la vida barata.

Los precios, en medio de la mayor libertad, no son arbitrarios, sino que se determinan por el coste de la producción y la proporción entre la oferta y la demanda. De aquí se sigue que la tasa no puede ser perpetua, por lo mismo que no son fijas las causas reguladoras de los precios; y debiendo ser temporal, necesita la autoridad tener cuenta con los más leves accidentes del mercado, tantear las esperanzas ó los temores que inspira la próxima cosecha, y guardar las llaves del sol y de la lluvia para que la naturaleza no derribe a cada paso la obra de los hombres. Las tasas perpetuas son injustas, y las mudables imposibles.

Era muy común tasar los frutos y dejar en libertad las demás mercaderías faltando a la justicia distributiva, y reformar la tasa apenas puesta, esforzándose la autoridad a enmendar con nuevos agravios los agravios antiguos. Otras veces se tasaban los artículos de primera necesidad y no los de fausto y ostentación, inconsecuencias que ponen de manifiesto los vicios y errores de aquel sistema.

Cuando la ley fija el precio de las cosas, si la tasa no oprime al vendedor es inútil, y perjudicial si le oprime. En este caso el labrador y el fabricante se retraen de concurrir al mercado y se aumenta la carestía. Si la ley promete larga vida, el productor abandona una industria sin esperanza, porque no hay compensación de las pérdidas del año bueno con las ganancias del malo; y en vez de una crisis leve y pasajera, hiere a los pueblos el azote de una miseria permanente. Basta el temor a la tasa para alejar a los comerciantes de toda especulación lucrativa y labrar la ruina de la agricultura y las artes, porque así como el cuerpo humano desfallece sin la circulación de la sangre, así se aniquila toda industria sin la circulación de la riqueza.

Todavía van más lejos las consecuencias de la tasa. Para combatir la resistencia a vender que suelen mostrar los dueños de los acopios, se practican visitas domiciliarias, se abren de orden de la autoridad las trojes y los almacenes, y se obliga a los labradores y mercaderes a la venta de los frutos por la vía rigorosa del apremio. De esta manera se consuma un violento despojo y se da un escándalo ruidoso, burlándose el gobierno de la libertad y propiedad por su ciego deseo de fiar la justicia natural de los precios, no a la contratación libre, sino a reglamentos arbitrarios.

Toda providencia encaminada a favorecer ya a los compradores, ya a los vendedores, ora a los naturales, ora en fin a los extranjeros, turba la paz de los intereses económicos y rompe la concordia de los derechos particulares, suscitando numerosas dificultades al comercio.

Reinan todavía algunas preocupaciones vulgares acerca de la tasa, y no falta quien la solicite par el pan, como si las leyes de la Economía política no fuesen constantes y uniformes. Subsistió en Francia hasta ahora que acaba de abolirse, y no tanto como una providencia tutelar a fin de impedir la carestía, cuanto como cautela política por conjurar el peligro de asonadas y motines.

Pero si con la libertad viene la baratura, mayor eficacia tienen para conservar la tranquilidad y el orden público la libre fabricación y venta del pan, que los mejores reglamentos. Por otra parte, la intervención de la autoridad la constituye responsable de las malas cosechas, y así la acusan los descontentos, y con razón, de todas sus miserias y privaciones.

Nada ha contribuido tan poderosamente al atraso comparativo del arte de elaborar el pan allí donde la tasa ha prevalecido largo tiempo, como la tasa misma. El fabricante que no recoge los beneficios del adelantamiento de la industria, la abandona a su rudeza primitiva, y los consumidores pagan este descuido hijo de la indiscreta y oficiosa tutela del estado.

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