De la naturaleza y uso de las Monedas



Juan Bautista Say

Este es el capítulo XXI del
Tratado de Economía Política o Exposición sencilla del modo con que se forman, se distribuyen y se consumen las riquezas


Según la traducción que Juan Sánchez Rivera
hizo y publicó en Madrid en 1921.
Alojado en "100 textos de Economía"
http://www.eumed.net/cursecon/textos/
El texto completo del 'Tratado' está accesible en la 
Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes
http://www.cervantesvirtual.com/


Capítulo XXI
De la naturaleza y uso de las Monedas.

- I -
Consideraciones generales.


En una sociedad, por poco civilizada que esté, no produce cada individuo, todo lo que exigen sus necesidades; y aun sucede muy rara vez que una sola persona llegue a crear un producto completo; pero aun cuando cada productor hiciese por sí solo todas las operaciones productivas indispensables para completar un producto, sus necesidades no se limitan a una sola cosa, sino que son sumamente variadas: y así cada productor se ve obligado a proporcionarse todos los demás objetos de su consumo, cambiando lo que le sobra de aquello que produce en un solo género, por los demás productos que le son necesarios.

Se puede observar aquí de paso que no conservando cada persona para su uso sino la parte más pequeña de lo que produce; el hortelano, por ejemplo, la parte más pequeña, de las legumbres que coje, el panadero la parte más pequeña del pan que cuece, et zapatero la parte más pequeña, del calzado que hace, y así de los demás; se puede observar, digo, que la mayor parte o casi todos los productos de la sociedad se consumen a consecuencia de un cambio.

Por esta razón se ha creído falsamente que los cambios eran el fundamento, esencial de la producción de las riquezas, y sobre todo, del comercio, cuando solo hacen un papel accesorio; de suerte que si cada familia, (como se ve en algunos establecimientos del Oeste en los Estados Unidos) produjese la totalidad de los objetos de su consumo, podría pasar así la sociedad aunque no se hiciese en ella ninguna especie de cambios.

En lo demás, sólo hago esta observación con el fin de que se formen ideas exactas sobre los primeros principios.

La prueba de que conozco bien cuan favorables son los cambios para extender la producción, es que ha comenzado por establecer que son indispensables en el estado de adelantamiento de las sociedades.

Establecida la necesidad de los cambios, detengámonos un momento y consideremos cuán difícil sería a los diferentes miembros de que se componen nuestras sociedades, y que por lo común son productores en un sólo ramo u a lo sumo en un corto número de ellos, cuando aun los más indigentes son consumidores de una multitud de productos distintos; cuán difícil sería, digo, que cambiasen lo que producen por las cosas que necesitan, si fuese preciso hacer estos cambios en especie.

Iría el cuchillero a casa del panadero, y le ofrecería cuchillos por pan; pero el panadero los tiene, y lo que necesita es un vestido: busca al sastre, quisiera pagarle con pan; pero el sastre ha hecho ya su provisión y tiene necesidad de carne. Estos ejemplos pudieran multiplicarse sin fin.

Para allanar esta dificultad, no pudiendo el cuchillero, hacer aceptar al panadero una mercancía de que no tiene necesidad, procurará por lo menos ofrecerle otra que le sea fácil cambiar por todos las géneros que puedan hacerle falta. Si hay en la sociedad una mercancía que sea apetecida no por razón de los servicios que pueda prestar por sí misma, sino a causa de la facilidad que se encuentra en cambiarla por todos los productos necesarios para el consumo, una mercancía de que pueda darse una cantidad cuyo valor sea exactamente proporcionado al de la cosa que se quiere adquirir, aquella será únicamente la que el cuchillero trate de proporcionarse en cambio de sus cuchillos, porque le ha enseñado la experiencia que con ella le será fácil, por medio de otro cambio adquirir pan o cualquiera otro género que pueda necesitar.

Esta mercancía es la moneda.

Las dos cualidades pues que en igualdad de valor hacen que se prefiera la moneda corriente del país a cualquiera otra especie de mercancía son:

1.º Que puede, como admitida para que sirva de intermedio en los cambios, convenir a todos los que tienen que hacer algún cambio u alguna compra, esto es, a todo el mundo. No habiendo nadie que no esté seguro de que ofreciendo moneda, ofrece una mercancía que convendrá a todos, está seguro por el mismo hecho de poder adquirir con un sólo cambio todos los objetos de que puede tener necesidad; al paso que si tuviese en su poder cualquiera otro producto, no podría estar seguro de que este acomodaría al poseedor del producto que él quisiese adquirir.

2.º Que puede subdividirse de modo que forme exactamente un valor igual al que se quiere comprar: y así es que conviene a todos los que tienen que hacer compras, esto es, a todo el mundo. Se procura pues cambiar por numerario el producto de que hay un sobrante (que es en general el que se fabrica) porque además del motivo de que se acaba de hablar, se tiene la seguridad de poder adquirir, con el valor del producto vendido, otro producto igual solamente a una fracción o bien a un múltiplo del valor del objeto vendido; y porque se pueden comprar como se quiera, en muchas veces y en diversos lugares, los objetos que se trata de recibir en cambio del que se ha vendido.

En una sociedad muy adelantada, en que las necesidades de cada individuo son muchas y muy diferentes, y en que las operaciones productivas están repartidas en muchas manos, son los cambios aun más indispensables, llegan a hacerse más complicados, y por consiguiente es mayor la dificultad de efectuarlos en especie. Si un hombre, por ejemplo, en vez de hacer un cuchillo entero, no hace más que los mangos, como sucede en las ciudades en que hay grandes fábricas de cuchillería, este hombre no produce una sola cosa que pueda serle útil; porque nada podrá hacer de un mango de cuchillo sin hoja. Él no puede consumir la más pequeña parte de lo que produce: con que forzosamente habrá de cambiarlo todo por las cosas que le son necesarias, esto es, por pan, carne, lienzo, &c.; pero ni el panadero, ni el carnicero, ni el tejedor tienen necesidad, en ningún caso, de un producto que sólo puede convenir al fabricante de cuchillos, el cual no puede dar en cambio carne o pan, pues que no lo produce: es pues necesario que dé una mercancía que, según la costumbre del país, se pueda esperar cambiarla fácilmente por la mayor parte de los demás géneros.

Así, es tanto más necesaria la moneda cuanto más civilizado está el país, y más adelantada la separación de las ocupaciones. Sin embargo, ofrece la historia ejemplos de naciones bastante considerables, en que fue desconocido el uso de la mercancía-moneda como sucedió entre los Mexicanos, los cuales aun en la época en que fueron subyugados por los Españoles, empezaban a emplear como moneda en su comercio menudo granos o almendras de cacao.

He dicho que era la costumbre y no la autoridad del gobierno la que daba la calidad de moneda a cierta mercancía más bien que a otra, pues aunque la moneda esté acuñada en forma de escudos, el gobierno no obliga a nadie, (a lo menos en los tiempos en que se respeta la propiedad) a dar su mercancía por escudos. Si al hacer un ajuste se conviene en recibir escudos en cambio de otro género, no es por razón del sello. Se da y se recibe moneda tan libremente como cualquiera otra mercancía, y se cambia, siempre que se juzga más conveniente, un género por otro por un tejo de oro u por una barra de plata. Se reciben pues con preferencia a cualquiera otra mercancía, por la única razón de que se sabe por experiencia que convendrán los escudos a los propietarios de las mercancías que podrán necesitarse. Esta libre preferencia es la sola autoridad que da a los escudos el uso de moneda: y si hubiese razones para creer que con una mercancía distinta de los escudos, con trigo, por ejemplo, se podrían comprar más fácilmente las cosas de que se supone que se podrá tener necesidad, no se querría dar las mercancías por escudos, se pediría trigo en cambio de ellas, y entonces vendría el trigo a ser moneda; como ha sucedido cuando era de papel la moneda reconocida por el gobierno, y no se tenía confianza en su valor.

Es pues la costumbre y no la ley de un país la que hace que cierta mercancía, inclusos los escudos, sea moneda más bien que otra mercancía cualquiera.

Repitiéndose con más frecuencia que otro alguno el cambio de cualquier producto por mercancía-moneda se le ha dado un nombre particular. Recibir moneda en cambio es vender, darla es comprar.

Tal es el fundamento del uso de la moneda. No se crea que estas reflexiones son una especulación meramente curiosa. Todos los raciocinios, todas las leyes y reglamentos relativos a esta materia, deben estribar en estos principios. El edificio que se levantase sobre otra basa, no tendría hermosura ni solidez, y correspondería mal al objeto de su destino.

A fin de ilustrar las cualidades esenciales de la moneda y los principales accidentes que pueden tener relación con ella, trataré de estas materias en párrafos particulares, y procuraré que a pesar de esta división se pueda seguir fácilmente, prestando una atención regular, el hilo que las une, y combinarlas después de tal modo que se comprenda el juego total de este mecanismo, y la naturaleza de los desórdenes que suelen causar en él las necedades de los hombres o los acontecimientos casuales.
 

- II -
De la materia con que se hacen las monedas.


Si, como se ha visto en el párrafo anterior se limita el uso de las monedas a servir de intermedio en el cambio de la mercancía que se quiere vender por la que se quiere comprar, poco importa la elección de la materia de las monedas. No se busca la moneda para servirse de ella como de un alimento, de un mueble o de un abrigo, sino, para revenderla, por decirlo así, para volver a darla en cambio de un objeto útil, así como se recibió en cambio de otro objeto útil. No es pues la moneda un objeto de consumo: se expende sin alteración sensible; y puede ser indiferentemente de oro, de plata, de cuero y de papel, sin que por eso, deje de servir para los mismos fines.

Sin embargo, es necesario para este efecto, que tenga un valor propio, porque cuando el vendedor se desprende de un objeto que tiene un valor, quiere recibir otro objeto que tenga un valor igual.

Hay algunas otras cualidades menos esenciales que aumentan todavía la comodidad de las monedas: La substancia que no reune todas estas diversas cualidades es de un uso incómodo, y por lo mismo no se puede esperar que este uso llegue a hacerse muy general ni dure mucho tiempo.

Dice Homero que la armadura de Diomedes había costado nueve bueyes. Si un guerrero hubiese querido comprar una armadura que sólo hubiera valido la mitad que aquella ¿cómo le habría sido posible pagar cuatro bueyes y medio? Es pues necesario que la mercancía que sirve de moneda, pueda proporcionarse, sin alteración, a los diversos productos que se trate de adquirir en cambio, y dividirse en fracciones tan pequeñas que el valor que se da pueda igualarse perfectamente con el valor de lo que se recibe.

Cuentan que en Abisinia sirve de moneda la sal. Si hubiese en Francia el mismo uso, sería necesario que el que fuese al mercado llevase consigo una montaña de sal para pagar sus provisiones. Es pues preciso que la mercancía que sirve de moneda no sea tan común que no se pueda cambiar sino transportando masas enormes de ella.

Dicen que en Terra-Nova se sirven del bacalao como de moneda, y Smith habla de una aldea de Escocia donde se usa de clavos para el mismo efecto. Además de los muchos inconvenientes a que están expuestas estas materias, se puede aumentar rápidamente, su masa casi tanto como se quiera, lo que produciría en poco tiempo gran variación en su valor; y nadie está despuesto a recibir corrientemente una mercancía que de un momento a otro puede perder la mitad o las tres cuartas partes de su valor. Es pues necesario que la mercancía que sirve de moneda sea de una extracción bastante difícil para que aquellos que la reciben no teman verla envilecida en muy poco tiempo.

En las Maldivas, y en algunas otras partes de la India y de África, se sirven en lugar de moneda, de una especie de conchas llamadas cauris, que no tienen ningún valor intrínseco, sino es en algunas poblaciones que las usan como adorno. Esta moneda no podría bastar para naciones que traficasen con una gran parte del globo, pues sería demasiado incómoda para ellas una mercancía-moneda que no tuviese curso fuera de los límites de cierto territorio; y tanto mayor es la disposición para recibir en cambio una mercancía, cuanto mayor es el número de parajes donde esta misma mercancía es también admitida del mismo modo.

No se debe pues extrañar que todas las naciones comerciantes del mundo se hayan decidido a elegir los metales para que les sirviesen de moneda; y una vez que lo ejecutaron así las más industriosas y comerciantes, hubo de convenir a las demás hacer lo mismo.

En las épocas en que eran raros los metáles que hoy son los más comunes, se contentaban con ellos los pueblos. La moneda de los Lacedemonios era de hierro, y la de los primeros Romanos de cobre; pero al paso que se fue sacando de la tierra mayor cantidad de hierro y de cobre, tuvieron estas monedas los inconvenientes anexos a los productos de demasiado poco valor, y hace mucho tiempo que los metales preciosos, esto es, el oro y la plata, son la moneda más generalmente adoptada.

Son singularmente a propósito para este uso, porque se dividen en tantas pequeñas porciones como necesitamos, y se reúnen de nuevo sin perder sensiblemente en el peso ni en el valor; de modo que se puede proporcionar su cantidad al valor de la cosa que se compra.

En segundo lugar, los metales preciosos son de una calidad uniforme en toda la tierra. Un gramo de oro puro, ya se saque de las minas de América o de Europa, o ya de los ríos de África, es exactamente igual a otro gramo de oro puro. Ni el tiempo, ni la humedad, ni el aire alteran esta cualidad, y el peso de cada parte de metal es por consiguiente una medida exacta de su cantidad y de su valor comparado con cualquiera otra parte. Dos gramos de oro tienen cabalmente doble valor que un gramo del mismo metal.

La dureza del oro y de la plata, sobre todo por medio de la liga que admiten, hace que resistan a una frotación bastante considerable, por lo que son a propósito para una circulación rápida, bien que en esta parte son inferiores a muchas piedras preciosas.

No son tan escasos, ni por consiguiente tan caros que la cantidad de oro y de plata equivalente a la mayor parte de la mercancías se oculte por su pequeñez a la acción de los sentidos; ni son todavía tan comunes que se necesite transportar una inmensa cantidad de ellos para transportar un valor considerable. Quizá dentro de muchos siglos estarán expuestos a este inconveniente, sobre todo si se descubren nuevas y abundantes minas. Entonces podrá suceder que se haga moneda con platina o con otros metales que todavía no conocemos.

En fin, el oro y la plata son susceptibles de recibir marcas y sellos que certifiquen el peso de las piezas y el grado de su pureza.

Aunque los metales preciosos que sirven de moneda tengan por lo común una liga de cierta cantidad de un metal más común, como el cobre, se desprecia el valor del metal común con que se hace aquella liga, no porque este metal común no tenga ningún valor en sí mismo, sino por que si se tratase de separarle, esta operación costaría más de lo que pudiera valer el metal común que se sacase. Por esta razón no se considera en una pieza de metal precioso que tiene liga, sino la cantidad de metal precioso puro que contiene.

 

- III -
Del valor que añade a una mercancía la cualidad de ser moneda.


Resulta de lo que precede que se recibe la moneda en los cambios, no por la autoridad del gobierno, sino porque es una mercancía que tiene un valor propio. Si, eli igualdad de valor, se recibe en los cambios con preferencia a cualquiera otra mercancía, es a causa de sus propiedades como moneda, las cuales le dan una ventaja particular, que es la de servir generalmente para el uso de todos: supuesto que teniendo todos necesidad desde el más pobre hasta el más rico, de hacer cambios, de comprar los objetos que le son preciosos nadie hay que deje de ser consumidor de moneda, o en otros términos que deje de necesitar de la mercancía que sirve para los cambios, de la mercancía que generalmente está reconocida como la más a propósito, y la que más se emplea en este uso. El hombre que tiene cualquiera otra mercancía, por ejemplo, alhajas que ofrecer en cambio de lo que necesita, no puede cambiarlas por el objeto que le hace falta, a no ser que encuentre un consumidor de alhajas, al paso que el que tiene moneda, está seguro de que ésta convendrá a la persona que posea lo que él desee comprar, supuesto que esta misma persona tendrá por su parte necesidad de hacer otras compras. Con la mercancía-moneda se puede obtener todo lo que se quiere por medio de un solo cambio, que se llama compra: con cualquiera otra mercancía se necesitan dos, la venta y la compra; y éste es el resumen de sus ventajas como moneda; ¿pero quién no advierte que la preferencia que de aquí resulta a favor de la moneda proviene de sus usos?

Ahora añadiré que el hecho de adoptar una mercancía para que sirva de moneda aumenta considerablemente su valor intrínseco, u sea su valor como género de consumo. Éste es un nuevo uso que se ha hallado en este género, y que multiplica el número de sus consumidores; es un empleo que absorbe gran parte de él, la mitad, o acaso las tres cuartas partes, y por consiguiente hace que escasee y cueste más caro.

Si con la cantidad de oro y plata que existe actualmente, no sirviesen estos metales sino para la fabricación de algunos utensilios y adornos, abundarían, y estarían mucho más baratos de lo que están; quiero decir, que cambiándolos por cualquier género que fuese, se necesitaría en este cambio dar más metal a proporción. Mas como una gran parte de estos metales sirve de moneda, y no se emplea en ningún otro uso, queda menos cantidad que emplear en muebles y alhajas; y esta escasez aumenta su valor. Del mismo modo, sino sirviesen jamás para muebles y alhajas, quedaría mayor porción de ellos para el uso de moneda, y ésta bajaría de precio, quiero decir, que se necesitaría dar mayor porción de ella para comprar la misma cantidad de mercancía. El uso de los metales preciosos en alhajas de oro y plata les hace más escasos y más caros como moneda, así como su uso en clase de moneda les hace más escasos y más caros para convertirlos en alhajas de oro y plata.

De este hecho resulta que habiendo llegado a ser estas materias de un precio mayor que el que permite su uso en muebles y utensilios, a causa de su cualidad de moneda, conviene menos, por razón de esta circunstancia, emplearlas como muebles; porque esta mercancía tiene más coste que utilidad. En consecuencia ha desaparecido enteramente el uso de muebles de oro macizo algo considerables, sobre todo en los países donde un comercio activo y un gran movimiento de riquezas han hecho muy precioso el oro como moneda. Las gentes más ricas se contentan con muebles dorados, en los cuales no entra más que un ligerísimo baño de oro; y sólo se hacen ya de oro macizo alhajas muy pequeñas, en que el arte del lapidario ha hallado además el medio de que sea menor el valor del metal que el del trabajo de labrarle. En Inglaterra son muy ligeras las vajillas de plata, y aun las personas más acomodadas se sirven del cobre u acero plateado u dorado. Los ricos fastuosos que por vanidad quieren ostentar una vajilla considerable, pierden anualmente el interés de un gran capital.

El aumento del valor de los metales en general, que tiene algunos inconvenientes, por cuanto sube el precio de algunos utensilios muy cómodos, como platos, cucharas de plata, &c, de modo que las facultades de muchas familias no les permiten su compra, no tiene ningún inconveniente, cuando sube su precio como moneda; antes bien hay más comodidad en transportar, ya sea que se trate de cambios o de una mudanza, menor cantidad de plata que la que sería necesario transportar si este metal fuese más común.

El uso de una mercancía como dinero en cualquier lugar de la tierra aumenta su valor en todas partes. Si la plata dejase de ser admitida como moneda en Asia, no hay duda en que el valor de este metal disminuiría en Europa, y que se necesitaría dar en ella más plata en cambio de cualquier otro género; porque uno de los usos de la plata de Europa consiste en poder emplearse en Asia.

Esta facultad de servir de moneda no fija el valor de los metales preciosos, el cual puede variar de un lugar a otro, u de un tiempo a otro, como el de cualquiera otra especie de mercancía. Con media onza de plata se adquieren en la China géneros útiles o agradables, equivalentes a los que tendrían en Francia el coste de una onza de plata, y en Francia con una onza de plata se adquieren en general más cosas que en América con la misma cantidad de este metal. La plata vale más en la China que en Francia, y en Francia más que en América.

Es visto que la moneda, a la cual llaman algunos numerario, es una mercancía cuyo valor se establece según las reglas comunes a todas las demás mercancías; es decir, que sube en razón de la necesidad que hay de ella, combinada con su abundancia. Es tal esta necesidad que ha bastado para dar a un pliego de papel que servía de moneda, un valor igual al oro acuñado, como se ha visto en Inglaterra.

No se crea que el papel-moneda de Inglaterra (Bank-notes) recibe su valor del reembolso que se le ha prometido; porque este reembolso se prometió en la época de la suspensión de pagos del banco en 1797, y ni se ha efectuado jamás, y hay muchas personas que le miran como imposible. No se puede adquirir oro en cambio de cédulas de banco sino por un convenio voluntario, y sacrificando un agio, esto es, pagando más libras esterlinas en cédulas que las que se reciben en oro. Sin embargo de esta alteración en el valor de las cédulas de banco, tienen estas un valor muy superior al de su materia, la cual no es más que un despreciable trapo viejo. ¿Pues de dónde reciben su valor? De la necesidad que hay en una sociedad muy adelantada e industriosa, de un agente o intermedio para los cambios.

En el estado en que se halla la Inglaterra necesita para las ventas y compras que en ella se hacen, de un agente cuyo valor se suponga igual al que tendrían, 1.284.000 libras de oro, u lo que es lo mismo, 1.200 millones de libras de azúcar, o si se quiere, 60 millones de libras esterlinas en papel (suponiendo que haya en circulación 30 millones de cédulas del banco de Inglaterra, y otros 30 de los bancos de provincia): y he aquí la razón porque los 60 millones de cédulas, aunque sin valor intrínseco, valen por la sola necesidad que hay de ellas tanto como 1.284.000 libras de oro, y como 1.200 millones de libras de azúcar.

En prueba de que estas cédulas tienen un valor que les es propio, se ha visto que cuando se ha aumentado su número, sin que su descrédito fuese mayor que el que tienen ahora, ha decaído su valor a proporción de su superabundancia, del mismo modo que hubiera sucedido con el de cualquiera otra mercancía: y como todas las demás mercancías subían a proporción de la degradación de las cédulas, su valor total no equivalía nunca más que a 1.284.000 libras de oro, u a 1.200 millones de libras de azúcar, porque no se necesita un valor superior a ésta para que puedan realizarse todos los contratos que se hacen en Inglaterra. Ningún gobierno puede aumentar sino nominalmente la suma de la moneda de un país, puesto que si aumenta su cantidad, disminuye su valor, et vice versa.

Como la moneda que circula en un país, cualquiera que sea su materia, tiene un valor propio, un valor que nace de sus usos, forma parte de las riquezas de aquel país, del mismo modo que el azúcar, el añil, el trigo, y todas las mercancías que posee. Varía de valor como las demás mercancías, y se consume también, aunque más lentamente que la mayor parte de ellas. Por tanto no se puede aprobar el modo con que la representa Mr. Garnier cuando dice que «mientras permanece la plata en forma de moneda, no es propiamente riqueza, según el sentido estricto de esta palabra, porque no puede satisfacer directa e inmediatamente una necesidad o un goce.» Hay una multitud de valores que no son capaces de satisfacer una necesidad o un goce mientras conservan su forma actual. Tiene un negociante un almacén enteramente lleno de añil, que no puede servir en especie para alimentar ni para vestir, y no por eso deja de ser riqueza, la cual será transformada cuando quiera su dueño, en otro valor inmediatamente a propósito para el uso. Por consecuencia, la plata en escudos es riqueza, del mismo modo que el añil en zurrones. Además de esto ¿no satisface la moneda, por medio de los usos que se hacen de ella, una necesidad de las naciones civilizadas?

Verdad es que el mismo autor confiesa en otra parte «que el numerario encerrado en las arcas de un particular es una riqueza verdadera, una parte integrante de los bienes que posee, y que puede destinar a sus goces; pero que, con relación a la Economía política, este numerario no es más que un instrumento de cambio, totalmente distinto de las riquezas que pone en circulación».

Creo que he dicho bastante para probar la analogía completa que hay entre el numerario y todas las demás riquezas. Lo que es riqueza para un particular, lo es para la nación, la cual se compone de la reunión de los particulares, y lo es igualmente con respecto a la Economía pública, que

no debe discurrir sobre valores imaginarios, sino sobre lo que cada particular o todos los particulares reunidos miran no en sus discursos, sino en sus acciones, como verdaderos valores.

Esta es una nueva prueba de que no hay dos órdenes de verdades en esta ciencia, así como no los hay en las demás: lo que es verdadero con respecto a un individuo, lo es con respecto a un gobierno y a una sociedad. La verdad es una; y sólo hay diferencia en las aplicaciones.
 

                                                                           - IV -
                       De la utilidad del cuño de las Monedas y de los gastos de fabricación.


Hasta ahora no he tratado del valor que añaden a las monedas el cuño y la fabricación. El oro y la plata tienen casi en todas partes un valor como mercancías útiles y agradables; y en su utilidad he comprehendido la de servir de moneda. Pero aun hay más.

En los países en que el oro y la plata sirven de moneda, los expone esta cualidad a sufrir cambios frecuentes. Pocas personas hay que en el discurso del día no hagan muchas compras o ventas; y sería incomodo ir siempre con el peso en la mano a comprobar la cantidad de plata que seda o se recibe. ¡Cuántos errores y disputas nacerían de la torpeza de las gentes, o de la imperfección de los instrumentos!

Poco importaría esto. El oro y la plata pueden padecer, por su mezcla con otros metales, una alteración que no es posible conocer con sólo el auxilio de la vista. Para asegurarse de su pureza, se necesita una operación química, delicada y complicada. ¡Cuánto más cómodos son los cambios, cuando un cuño fácil de conocer testifica a un mismo tiempo el peso del pedazo de metal y su calidad!

El arte del monedero es el que reduce los metales a una ley conocida, y el que los divide en piezas cuyo peso es igualmente conocido.

Por lo común se reserva el gobierno en todos los estados el ejercicio exclusivo de este género de manufactura, ya sea que por medio del monopolio quiera lograr una ganancia más considerable que si esta industria fuese libre para todos; o más bien, que se proponga ofrecer a sus administrados una garantía más digna de su confianza que la que les daría una fábrica perteneciente a particulares. En efecto, la garantía de los gobiernos a pesar de que ha sido fraudulenta con demasiada frecuencia, conviene a los pueblos más que una garantía particular, ya a causa de la uniformidad de las piezas, y ya también porque acaso sería más difícil de conocer el fraude, si fuese cometido por particulares.

El monedaje o braceaje añade incontestablemente un valor al metal amonedado o acuñado; es decir, que un pedazo de plata acuñada en una pieza de 5 francos vale algo más que la misma cantidad de este metal en barra, por la sencilla razón de que la forma dada a la plata evita al que la recibe en cambio los gastos que le ocasionaría el haber de ensayarla y pesarla, además de la incomodidad y la pérdida de tiempo, que deben también incluirse en los gastos. Por eso vale más un vestido hecho que la tela de que se hizo. Así, suponiendo que fuese libre la industria de sellar moneda, y que la autoridad pública se limitase a fijar la ley, el peso y el sello que debiese tener cada pieza, la persona que sólo se hallase con barras de plata habría de pagar al fabricante la hechura del metal que quisiese emplear como moneda, porque de lo contrario le sería difícil cambiarla, y aun quizá tendría que experimentar en este cambio una pérdida mayor que lo que le costase la hechura de las piezas de moneda.

No confundamos el valor así añadido a los metales preciosos por medio del monedaje con el que adquieren como mercancía que sirve de moneda. Este último valor es común a la masa total del oro y de la plata; pues un vaso de plata vale más que si la plata no sirviese para hacer moneda del mismo modo que para hacer vasos, al paso que el valor añadido por la fabricación de las piezas es peculiar de ellas, como la hechura lo es del vaso, y es un aumento del valor que les dan los diversos usos de aquella mercancía.

En Inglaterra paga el gobierno todos los gastos de fabricación, y devuelve en guineas el mismo peso que se le entrega en tejos de la misma ley que las guineas, de modo que hace un presente al pueblo, como consumidor de moneda, de los gastos de fábrica, los cuales exige después del mismo pueblo, como contribuyente, por medio de los impuestos. Sin embargo, el oro reducido a guineas tiene evidentemente una ventaja, que no es la de estar ya pesado, supuesto que se toman la molestia de volver a pesarle siempre que le reciben, sino la de estar ensayado. Por consiguiente sucedía algunas veces, antes de la invención del papel-moneda que se llevaban tejos a la casa de moneda, no para convertirlos en piezas, sino sólo para hacer constar la ley del metal, y servirse de esta certificación en el país o fuera de él. En efecto, cuando hay que enviar oro al extranjero, se debe preferir enviar guineas, que son tejos ya ensayados más bien que tejos que no llevan ningún certificado de este ensaye.

Por otra parte al extranjero que tiene que remitir oro a Inglaterra, le es indiferente enviar guineas o tejos, porque, en igualdad de ley y de peso, no tienen allí más valor aquellas que éstos, supuesto que la casa de moneda da gratuitamente guineas por tejos. Al contrario, tiene interés el extranjero en reservar las guineas, que son un metal a que acompaña siempre el certificado de ensaye, y enviar a Inglaterra tejos, a los cuales se dará sin ningún gasto el mismo certificado. Es visto que este método presenta motivos para extraer del país el metal amonedado, y no para hacer que entre en él.

Se precavían en parte estos inconvenientes por una circunstancia puramente accidental, que no había entrado en los cálculos del legislador. La casa de moneda de Londres, que es la única que hay en Inglaterra, se hallaba tan recargada de trabajo que no podía entregar la moneda fabricada hasta después de muchas semanas y algunas veces de muchos meses de haberle llevado el oro en tejos. De aquí resultaba que cuando el dueño del oro dejaba allí su metal para que le acuñasen, perdía el interés de su suma todo tiempo que se conservaba en la casa de moneda: lo que equivalía a un corto derecho de fabricación que subía el valor del oro en moneda algo más que en tejos. Bien se deja conocer que este valor habría sido exactamente el mismo, si no hubiese habido que hacer más que llegar y recibir de pronto guineas por oro al peso.

Tal es el efecto de la legislación inglesa sobre est punto.

En todos los demás estados de Europa sino me engaño, se quedan los gobiernos con una ganancia más que suficiente para cubrir los gastos de fabricación. El privilegio exclusivo de acuñar moneda, que se han reservado justamente, y las penas severas a que están expuestos los monederos clandestinos, les permitirían aumentar mucho esta ganancia, limitando la cantidad de moneda que entregasen al público, porque el valor de la moneda, como el de cualquiera otra cosa, está siempre en razón directa de la necesidad que hay de ella, y en razón inversa de la cantidad que circula.

En efecto, cuando la plata amonedada escasea tanto y es tan cara que con 90 francos amonedados se puede comprar tanta plata de ley en barras como la que hay en 100 francos amonedados, es prueba de que el público da el mismo valor a 9 onzas de plata amonedada que a 10 onzas de plata no amonedada. En tal caso puede el gobierno, acuñando sus piezas, dar a 9 onzas el valor de 10, y gana diez por ciento. Pero si la plata amonedada es más común; si es necesario dar mayor cantidad de ella para comprar plata en barras, quizá será preciso pagar 95 francos en lugar de ciento para adquirir el mismo peso de plata de ley contenida en 100 francos amonedados: y siendo este el curso de las barra, no podrá ganar el gobierno más que 5 francos por ciento comprando barras y transformándolas en moneda.

Si para gozar el gobierno de un derecho más considerable, no comprase por sí mismo la materia de las monedas, y se limitase a exigir un derecho de 10 por ciento, por ejemplo, sobre las materias que se le llevaran para adquirir plata amonedada, no se la llevaría el público, porque tendría que pagar 10 por 100 por una transmutación que sólo añadiría 5 por 100 al valor del metal. No tendría pues el gobierno nada que fabricar, ni por su propia cuenta ni por la de los particulares o del público: y así es que no puede a un mismo tiempo fabricar mucho y ganar mucho en la fabricación.

Resulta de aquí que el derecho de fabricación y el de señoraje, de que tanto se ha hablado, son absolutamente ilusorios; que los gobiernos no pueden, en virtud de sus ordenanzas, determinar la ganancia que les quedará en la fabricación de la moneda, y que esta ganancia depende siempre del curso voluntario de las materias de oro y plata, el cual depende por su parte de las cantidades existentes de materias amonedadas y en barras, a proporción de la necesidad que hay de ellas.

Conviene advertir que al público, en calidad de consumidor de plata amonedada, le es indiferente que este género sea caro u barato; porque con tal que su valor no esté expuesto a variaciones repentinas, siempre le despacha por el mismo valor en que le recibió.

Cuando la fabricación de la moneda no es gratuita, y sobre todo cuando se paga sobre el pie de una fabricación exclusiva, es del todo indiferente al estado que se funda o se exporte la moneda, porque no se puede fundir o exportar sino después de haber pagado bien la hechura, que es el único valor que se pierde en la fundición o en la exportación. Al contrario, no es menos ventajosa su exportación que la de cualquiera otra mercancía manufacturada. Es un ramo de platería; y no hay duda en que una moneda acuñada con tal perfección que fuese difícil falsificarla; una moneda ensayada y pesada con precisión, podría llegar a ser de un uso corriente en muchos países, y el estado que la fabricase hallaría en ello una ganancia nada despreciable. Esto es lo que sucede con respecto a los ducados de Holanda, que son buscados en todo el Norte, dando por ellos un valor superior a su valor intrínseco, y con respecto a los pesos fuertes de España, que fabricados en México, en Lima o en la Península, lo han sido siempre de un modo tan constante y tan fiel que corren como moneda no sólo en toda la América, inclusa la república de los Estados Unidos, sino también en una parte considerable de Europa, África y Asia.

Los pesos fuertes ofrecen también un ejemplo curioso del valor que da el cuño al metal. Cuando los americanos de los Estados Unidos quisieron fabricar sus dolares, que son unos verdaderos pesos fuertes, se contentaron con pasar sobre éstos su volante, de modo que sin variar nada su peso ni su ley borraron el cuño español para estampar el suyo. Desde aquel momento no quisieron ya los chinos ni los demás pueblos de Asia recibirlos en la misma forma que antes; de suerte que no se compraba con cien dolares la misma cantidad de mercancía que con cien pesos. El gobierno americano echaba a perder cuidadosamente estas monedas, y les quitaba una parte de su valor poniéndoles un sello más bonito. Quiso valerse de esta circunstancia para impedir las exportaciones de monedas que sus conciudadanos hacían al Asia, y ordenó que todas estas exportaciones se hiciesen en dolares de los Estados Unidos, lisonjeándose de que mediante esta providencia se preferiría exportar mercancías producidas por los Estados de la Confederación; de manera que después de haber disminuido el precio de los pesos fuertes, lo cual tenía pocos inconvenientes con respecto a los que quedaban en el país, quiso que se hiciese de ellos el uso menos favorable, esto es, el de emplearlos en las relaciones comerciales que existían con los pueblos que los desestimaban.

Era necesario dejar que se llevase al extranjero, en cualquier forma que fuese, el valor que hubiese de producir retornos más considerables; y esta empresa podía fijarse muy bien al interés particular.

¿Y qué diremos del gobierno español, cuya fidelidad en el cuño de los pesos fuertes le permite cambiarlos ventajosamente en el extranjero, esto es, por un valor superior a su valor intrínseco, y sin embargo prohíbe un género de comercio que le es tan ventajoso; un comercio por el cual vende un producto de su suelo, que lleva bien pagado el trabajo personal empleado en su fabricación?

Aunque el gobierno sea fabricante de moneda, y no esté obligado a fabricarla gratuitamente, no puede sin embargo deducir con justicia los gastos de fabricación de las sumas que paga en cumplimiento de sus contratas. Si por ejemplo, se ha obligado a pagar la suma de un millón por suministros que se le hayan hecho, no tendrá razón para decir al asentista: «es verdad que me obligué a pagar a vd. un millón; pero haciendo este pago con moneda que acaba de salir de debajo del volante, retengo y rebajo a vd. veinte mil francos, poco más o menos, por gastos de fabricación.»

En efecto, el sentido de todas las obligaciones contraídas por el gobierno u por los particulares, es este: Me obligo a pagar tal suma en moneda fabricada, y no tal suma en barras. El cambio que sirve de basa a este contrato se hizo a consecuencia de que uno de los contratantes daba por su parte un género algo más caro que la plata, esto es, plata acuñada.

Está pues obligado el gobierno a dar plata amonedada; y debió en consecuencia comprar, esto es, obtener más mercancía que si se hubiese obligado a pagar con plata en barras: en cuyo caso percibe los gastos de fabricación en el momento en que celebra el convenio, u en que obtiene mayor cantidad de mercancía que si hubiese hecho sus pagos en barras.

Cuando se le lleva metal para reducirle a moneda, es cuando debe hacer pagar, o retener en dinero los gastos de fabricación.

De todo lo que se acaba de decir resulta que la fabricación de la moneda en piezas acuñadas aumenta su valor a proporción del aumento de comodidad que produce a los que hacen uso de ella; y nada más, cualesquiera que sean los gastos y derechos que se le quieran añadir; que reservándose el gobierno la facultad de fabricar exclusivamente las piezas de moneda, puede aprovecharse de todo el valor que se añade de este modo al metal; que le es imposible ganar más que esto en los pagos que hace a consecuencia de las contratas libremente celebradas con él; y que en cuanto a los pagos que hace en virtud de contratas anteriores, no puede ganar más sin hacer bancarrota.

En fin, es evidente que por lo que toca a las ventas y compras entre particulares, tiene aun menos facultad el Soberano para dar por medio del cuño, a la mercancía que sirve de moneda, un valor superior a su valor intrínseco, aumentado con el de la hechura. Por más que mande el Soberano que una onza de plata en que se haya estampado su cuño valga cien francos, nunca se comprará con ella más de lo que puede comprarse con una onza de plata así acuñada.

                                                                       - V -
                                              De la alteración de las Monedas.


Se puede observar ante todas cosas que la potestad pública ha tenido casi siempre la pretensión de designar la mercancía que había de servir de moneda. Esta pretensión por sí misma ha tenido pocos inconvenientes, porque los intereses del Soberano estaban aquí perfectamente de acuerdo con los del pueblo. El gobierno que ofreciese una moneda de poca aceptación, siempre haría compras nada favorables, y el pueblo se serviría poco a poco de otra cosa.

Así Numa, que fue el primero que acuñó moneda para los Romanos, la hizo de cobre; y esta materia era la que más convenía en aquella época, porque antes del tiempo de Numa se servían ya los Romanos de cobre en barras. Así también los gobiernos modernos han elegido el oro y la plata, que serían sin duda elegidos por los particulares, aunque los gobiernos no interviniesen en ello.

Habiéndose persuadido los Príncipes de que su voluntad era necesaria y suficiente para que tal o tal mercancía corriese como moneda, llegaron a persuadirlo a pueblos ignorantes, al mismo tiempo que guiados éstos por el interés personal se gobernaban por principios enteramente opuestos; porque cualquiera que no se hallaba contento con la moneda del Príncipe, o no vendía, o buscaba otros medios de disponer de sus mercancías.

Este error produjo otro mucho más grave, que lo embrolló todo.

Creyó la autoridad pública que podía aumentar o disminuir a su arbitrio el valor de las monedas, y que en el cambio de una mercancía por una pieza de moneda, se compensaba el valor de la mercancía con el valor imaginario que daba el Príncipe a su moneda, y no con el que la necesidad que había de este agente, combinada con su cantidad, podía darle naturalmente.

Así, cuando Felipe I, Rey de Francia, mezcló una tercera parte de liga en la libra de plata de Carlo Magno, que pesaba 12 onzas de plata, y dio el nombre de libra a un peso de solas 8 onzas de plata fina o de ley, creyó sin embargo, que valía tanto su libra como la de sus predecesores; pero no valió más que dos tercios de la libra de Carlo Magno, supuesto que por una libra de moneda no fue ya posible comprar más que dos tercios de la cantidad de mercancía que se adquiría antes por una libra. Los acreedores del Rey y los de particulares no sacaron de sus créditos más que dos tercios de lo que debían sacar, ni produjeron los arriendos más que dos tercios de las rentas pagadas anteriormente a los propietarios de tierras, hasta que haciéndose nuevos contratos se pusieron las cosas en un pie más razonable.

Es claro que se cometieron y autorizaron muchas injusticias; pero no se consiguió que valiese una libra de 8 onzas de plata pura tanto como una libra de 12 onzas.

En el año 1113, lo que se llamaba libra no contenía más que 6 onzas de plata fina, y al principio del reinado de Luis VII, cuatro solamente. S. Luis dio el nombre de libra a una cantidad de plata de peso de dos onzas, 6 dracmas y 6 granos. Por fin en la época de la revolución francesa, lo que se llamaba con el mismo nombre no era más que la sexta parte de una onza, de modo que la libra tornesa no tenía más que la 72.ª parte de la cantidad de plata fina que contenía en tiempo de Carlo Magno.

No trato ahora de la diminución que ha tenido el valor de la plata fina, la cual, en igualdad de peso, y cambiada por cosas útiles, apenas vale más que la cuarta parte de lo que valía entonces. Hablaré de este punto en otra parte, porque su examen no corresponde al párrafo presente.

Se ve que el nombre de libra tornesa se ha aplicado sucesivamente a cantidades muy diversas de plata fina. Unas veces se ha hecho esta mudanza disminuyendo el tamaño y el peso de las piezas de plata de la misma denominación, otras alterando su ley, esto es, poniendo en ellas más liga y menos plata fina; y otras aumentando la denominación de una misma pieza, y dando, por ejemplo, el nombre de 4 libras a una pieza que antes sólo era de 3. Como aquí no se trata sino de la plata fina, porque es la única mercancía que tiene algún valor en la moneda de plata, la alteración hecha de cualquiera de estos modos ha producido el mismo efecto, pues ha disminuido la cantidad de plata a que se da el nombre de libra tornesa. Esto es lo que nuestros escritores llaman muy ridículamente, conforme al estilo de las ordenanzas, aumento de la moneda, porque semejante denominación aumenta su valor nominal; pero sería más justo llamarla disminución de la moneda, pues que disminuye la cantidad del único metal que la constituye.

Aunque esta cantidad ha ido disminuyendo desde Carlo Magno hasta nuestros días, sin embargo muchos Reyes la han aumentado en diversas épocas especialmente desde el tiempo de San Luis. Las razones que tenían para disminuirla son bien evidente. Es más cómodo pagar con menor cantidad de dinero lo que se debe. Pero los Reyes no son solamente deudores, sino que en muchos casos son también acreedores, y se hallan con respecto a los contribuyentes en la misma situación en que se halla un propietario con respecto a su arrendador. De consiguiente, cuando todos estaban autorizados para pagar con menor cantidad de plata, el contribuyente pagaba sus contribuciones, del mismo modo que el arrendador su arrendamiento, con menor cantidad de este metal.

Al paso que el Rey recibía menos plata, gastaba tanta como antes, porque las mercancías subían nominalmente de precio a proporción de la diminución de la cantidad de plata, contenida en la libra. Cuando se llamaba 4 libras la cantidad de plata llamada antes 3, daba el gobierno 4 libras por lo que antes le hubiera costado 3; y se veía obligado a aumentar los impuestos o a establecer otros nuevos, es decir que para recaudar la misma cantidad de plata fina, se pedía a los contribuyentes mayor número de libras. Pero este medio, siempre odioso, aun cuando realmente no hace que se pague más, era algunas veces impracticable. Entonces se acudía a lo que llamaban moneda fuerte: y como la libra contenía mayor peso de plata, pagando los pueblos el mismo número de libras, daban en efecto más plata.

Por eso vemos que los aumentos de metal fino contenido en las monedas son con corta diferencia de la misma época que es establecimiento de los impuestos permanentes. Antes de aquel tiempo no habían tenido interés los Reyes en acrecentar el valor intrínseco de las piezas que acuñaban.

Se engañaría cualquiera que creyese que estas numerosas variaciones en la cantidad de metal fino contenida en las monedas eran tan sencillas y claras en la ejecución como yo las presento aquí para comodidad del lector. Unas veces no se confesaba la alteración y se ocultaba todo el tiempo que se podía: de donde se originó el bárbaro guirigay adoptado en este género de manufactura. Otras se alteraba una especie de moneda, sin hacer novedad en las demás; y en una misma época la libra representada por ciertas piezas de moneda contenía más plata fina que la libra representada por otras piezas. En fin para oscurecer más la materia se obligaba casi siempre a los particulares a contar ya por libras ya por sueldos, ya por escudos, y a pagar en piezas que ni eran libras, ni sueldos, ni escudos, sino solamente fracciones o múltiplos de estas monedas de cuenta. Los Príncipes que se valieron de tan miserables recursos no pueden considerarse sino como unos falsarios armados de la fuerza pública.

Fueron tales los perjuicios que de aquí debían resultar a la buena fe, a la industria, y a todos los de la prosperidad, que en varias épocas de nuestra historia las operaciones monetarias desterraron completamente toda especie de comercio. Felipe el Hermoso ahuyentó de nuestras ferias a todos los mercaderes extranjeros, obligándolos a recibir en pago su moneda desacreditada, y prohibiéndoles contratar en otra que les inspiraba más confianza. Felipe de Valois hizo lo mismo con respecto a las monedas de oro, y resultó el mismo efecto. Un historiador de aquel tiempo dice que casi todos los mercaderes extranjeros dejaron de venir a traficar en el reino; que aun los franceses, arruinados con tan frecuentes alteraciones en las monedas y con la incertidumbre de sus valores, se retiraron a otros países; y que los otros súbditos del Rey. Nobles y plebeyos, no se hallaron menos empobrecidos que los mercaderes: por cuya causa, añade el historiador, no había quien amase al Rey.

Aunque los ejemplos que he puesto, los he tomado de las monedas francesas, ha habido las mismas alteraciones en casi todos los pueblos antiguos y modernos: ni se han conducido en esta parte los gobiernos populares mejor que los otros. Los romanos hicieron bancarrota en las épocas más felices de su libertad, variando el valor intrínseco de sus monedas. En la primera guerra púnica el as que debía ser de doce onzas de cobre, pesó dos solamente, y una en la segunda.

La Pensilvania, que aun antes de la guerra de América, procedía en esto como estado independiente, ordenó en 1722 que la libra esterlina pasase por 1 libra y 5 sueldos esterlines; y los Estados Unidos, no menos que la Francia, lo hicieron mucho peor después de haberse declarado repúblicas.

«Si hubiesen de referirse por menor (dice Steuart) todos los artificios inventados para embrollar las ideas de las naciones con respecto a las monedas, a fin de disfrazar o de presentar como útiles, justas o razonables las alteraciones que han hecho en ellas casi todos los Príncipes, se podría escribir un tomo bien abultado.» Pudiera haber añadido Steuart que este tomo serviría de la menor ilustración, ni impediría que al día siguiente se pudiese practicar un nuevo artificio. Lo que importa aclarar es el fango donde germinan estos abusos; porque si se logra transformarle en una agua limpia y pura, no habrá abuso que no se pueda descubrir y frustar luego que nazca.

No se crea que pierden los gobiernos una ventaja preciosa al perder la facultad de engañar. La astucia no les sirve más que por un tiempo muy corto, y al fin es mayor el perjuicio que les causa que el provecho que habían sacado de ella. Ninguna cosa excita tanto la inteligencia del hombre como el interés personal: este es el que da talento a los más rudos; y así, entre todos los actos y providencias del gobierno, ningunos están más lejos de poder engañar que aquellos en que se halla comprometido el interés personal. Si se dirigen a proporcionar recursos al estado por medio de arterías, no serán cogidos en el lazo los particulares; si hacen un agravio de que éstos no pueden eximirse, como cuando encierran una violación de la fe pública, por grande que sea la destreza con que esté disfrazado, se echará de ver muy pronto: en la opinión que se forme de semejante gobierno, se asociará la idea del ardid a la de la fidelidad, y desaparecerá la confianza con la cual se hacen mucho mayores cosas que con un poco de plata adquirida fraudulentamente. Añádase a esto que no pocas veces son los agentes del gobierno los únicos que se aprovechan de la injusticia que se ha cometido con el pueblo; de manera que el gobierno pierde la confianza, y ellos perciben la utilidad, y cogen el fruto del oprobio que difunden sobre la autoridad pública.

Lo que más conviene a los gobiernos es proporcionarse recursos realmente fecundos e inagotables, no facticios, vergonzosos y funestos. Se les hace pues un servicio útil cuando se les indican aquellos, y se los aleja de éstos.

El efecto inmediato de la alteración de las monedas es una reducción de las deudas y obligaciones pagaderas en metálico; de las rentas perpetuas o reembolsables, pagaderas por el Estado y por los particulares; de los sueldos y pensiones, de los alquileres y arrendamientos; en fin, de todos los valores expresados en metálico: reducción que hace ganar al deudor lo que hace perder al acreedor. Es una autorización concedida a todo deudor cuya deuda lleva la cláusula expresa de haber de pagarse con cierta cantidad de moneda, para que haga bancarrota del importe de la diminución del metal fino empleado bajo la misma denominación.

Así, el gobierno que recurre a esta operación, no se contenta con lograr una ganancia ilegítima, sino que excita a todos los deudores sujetos a su autoridad a lograr la misma ganancia.

Sin embargo, al disminuir o aumentar nuestros Reyes la cantidad del metal fino contenido bajo una misma denominación, no quisieron siempre, que en las relaciones que tenían los súbditos entre sí, se aprovechasen de esta circunstancia para su utilidad particular. Es verdad que el gobierno se ha propuesto siempre pagar menos o recibir más plata fina que la que debía pagar o recibir; pero algunas veces ha obligado a los particulares, en el momento de una alteración, a pagar y a recibir en moneda antigua, o bien en nueva al curso que se establecía entre las dos monedas.

Los Romanos habían dado un ejemplo de esto, cuando en la segunda guerra púnica redujeron a una onza de cobre el as que pesaba dos. La república pagó en ases, esto es, no pagó más que la mitad de lo que debía. En cuanto a los particulares, sus obligaciones se estipulaban en denarios. El denario no había valido hasta entonces más que 10 ases; y se dio un decreto por el cual debía valer 16. Fue necesario pagar 16 ases a 16 onzas de cobre por un denario, y antes se hubieran pagado 20, esto es, 10 ases de a dos onzas cada uno por cada denario. La república hizo bancarrota en una mitad, y no autorizó a los particulares para hacerla más que en un 5º.

Se ha mirado algunas veces la bancarrota hecha por la alteración de las monedas como una bancarrota simple y franca, que lleva consigo una reducción de la deuda. Se ha creído que era menos duro al acreedor del estado recibir una moneda alterada, que puede dar por el mismo valor en que la recibió, que ver reducido su crédito una cuarta parte, la mitad, &c. Distingamos.

De ambos modos pierde el acreedor en las compras que hace después de la bancarrota; y le es indiferente que sus rentas se hayan disminuido una mitad, o que tenga que pagarlo todo doble más caro.

Verdad es que paga a sus acreedores en la misma forma, en que a él le pagó el tesoro público; ¿pero con qué fundamento, se cree, que los acreedores del estado hayan de ser siempre deudores con respecto a los demás ciudadanos? Sus relaciones privadas son las mismas que las de las otras personas; y hay sobradas razones para creer que en general se debe tanto a los acreedores del estado por los demás particulares como se debe a éstos por los acreedores del estado. Así, la injusticia que se les autoriza a cometer queda compensada con aquella a que se les expone, y la bancarrota que procede de la alteración de las monedas no les es menos funesta que cualquiera otra.

Pero tiene gravísimos inconvenientes, que son fatales a la propiedad y al bien estar de las naciones.

Ocasiona un transtorno en los precios de los géneros, el cual se verifica de mil modos, según cada circunstancia particular, lo que desconcierta las especulaciones más útiles y mejor combinadas; y destruye toda confianza para prestar y tomar a préstamo, porque no se presta de buena gana cuando hay riesgo de recibir menos de lo que se prestó; y se repugna tomar a préstamo, se teme que haya necesidad de devolver más de lo que se recibió. En consecuencia no pueden los capitales buscar un uso productivo; y el máximum y las tasas de los géneros, que suelen seguirse a la degradación de las monedas, dan también un golpe funesto a la producción.

No padece menos la moral del pueblo con las variaciones monetarias, porque estas confunden siempre por cierto tiempo sus ideas acerca de los valores; y en todos los ajustes dan al bribón astuto una ventaja que no logra el hombre honrado y sencillo; en fin, autorizan con el ejemplo y con el hecho el robo y el despojo, y establecen una lucha entre el interés personal y la probidad, entre la autoridad de las leyes y los movimientos de la conciencia.



 

- VI -
La moneda no es signo ni medida.



La moneda sería solamente signo, si no tuviese valor por sí misma; pero muy lejos de esto, lo único que se considera en ella cuando se hace una compra o una venta, es su valor intrínseco. Al vender una mercancía por una pieza de cinco francos, no se cambia por la figura o por el nombre de esta pieza, sino por la cantidad de plata acuñada que consta haber en ella.

Es esto tan cierto que si el gobierno acuñase escudos de estaño, no valdrían tanto como los de plata. Aun cuando su denominación fuese la misma, sería muy diferente el número de ellos que se pidiese por un mismo género; y si no fuesen más que un signo, valdrían tanto unos como otros.

Si la fuerza, el arte, o circunstancias políticas extraordinarias han sostenido alguna vez el valor corriente de las monedas, cuando declinaba su valor intrínseco, nunca ha sucedido esto sino durante un espacio de tiempo muy corto. El interés personal llega muy pronto a descubrir si la mercancía que recibe vale menos que la que da, y encuentra siempre medios para evitar los perjuicios de un cambio desigual.

Aun cuando la necesidad absoluta que hay de un intermedio para la circulación de los valores obligase a dar precio a un agente sin valor intrínseco y sin prenda, el valor dado al signo por razón de la necesidad sería un valor propio, nacido de sus usos, y que le convertiría en una verdadera mercancía. Una cédula del banco de Inglaterra no vale como si representase un valor real, porque no representa ninguno, puesto que es una promesa sin prenda, de un banco que le ha prestado al gobierno sin prenda, y sin embargo esta cédula de banco tiene en Inglaterra, por razón de su utilidad, un valor tan real como una pieza de oro u de plata.

Lo que sí es un signo, es una cédula de banco pagadera a la vista; porque es el signo del dinero que se puede recibir cuando se quiera, con la presentación de este efecto. Pero la moneda de plata que se recibe en la caja, no es el signo, sino la cosa significada.

Cuando se vende pues una mercancía, no se cambia por un signo, sino por otra mercancía llamada moneda, en la cual se supone un valor igual a la que se vende.

Cuando se compra, no se da solamente un signo, sino que se da una mercancía que tiene un valor real igual a la que se recibe.

Este primer error ha dado origen a otro que se ha reproducido frecuentemente. De que la moneda era el signo de todos los valores, se ha inferido que el valor de todas la monedas, cédulas de banco, papeles de crédito &c, era en cada país igual al valor de todas las mercancías: opinión que recibe una apariencia de verosimilitud del hecho, que acredita que el valor relativo de la moneda disminuye cuando su masa va en aumento, y aumenta cuando, su masa disminuye.

Pero ¿quién no ve que esta variación se verifica del mismo modo en todas las demás mercancías? Cuando la cosecha de vino ha sido doble en un año, su precio bajará una mitad que en el año anterior. Por la misma razón se puede suponer que si llegase a duplicarse la masa de la moneda que circula, se duplicaría también el precio de todas las cosas, es decir, que para adquirir el mismo objeto sería necesario dar doble cantidad de dinero. Mas este efecto no indica que el valor total del dinero es siempre igual al valor total de las demás riquezas, así como no indica que el valor total de los vinos es igual a todos lo demás valores reunidos. La variación ocurrida en el valor del dinero del vino, en ambas suposiciones, es una consecuencia de la relación de estos géneros entre sí, y no de su relación con la cantidad de los demás géneros.

Hemos visto que el valor total de la moneda de un país no llega con mucho a la masa entera de sus valores, aunque se le agregue el de todos los metales preciosos que posee. De consiguiente, el valor representado sería superior al signo, que le representa, y no bastaría este signo para adquirir la cosa significada.

No con mayor fundamento, pretende Montesquieu que el precio de las cosas depende de la relación que hay entre la cantidad total de los géneros y la cantidad total de las monedas. ¿Por ventura el vendedor y el comprador saben lo que existe de un género que se pone en venta? Y aun cuando lo supiesen ¿produciría esto, con respecto al mismo género, alguna alteración en la cantidad que se ofrece y en la que se pide? Todas estas opiniones nacen evidentemente de haber ignorado la naturaleza de las cosas y el orden que siguen los hechos.

Con alguna más apariencia de razón, aunque no con más fundamento, se ha dado al numerario u moneda el nombre de medida de los valores. Se puede apreciar el valor de las cosas; pero no es posible medirle, esto es, compararle con un tipo invariable y conocido, porque no le hay.

Por parte del gobierno sería una empresa desatinada querer fijar una unidad de valor para determinar cuál es el valor de las cosas. Mandará que Carlos, poseedor de un costal de trigo le dé a Marcial por 24 francos; pero también puede mandar que Carlos le dé por nada. Con esta orden habrá despojado a Carlos en beneficio de Marcial; mas no habrá establecido que 24 francos sean la medida del valor de un costal de trigo, así como no establecería que un costal de trigo no tiene valor, obligando a darle por nada.

Una toesa o un metro son verdaderas medidas, porque presentan siempre a mi espíritu la idea de un mismo tamaño. Aunque me halle al cabo del mundo estoy seguro de que un hombre de cinco pies y seis pulgadas (medida de Francia) tiene la misma estatura que un hombre de cinco pies y seis pulgadas en Francia. Si me dicen que la gran pirámide de Ghicé tiene cien toesas de ancho en su base, puedo medir en París un espacio de cien toesas, y formar una idea exacta de aquella base; pero si me dicen que un camello vale en el Cairo 50 cequíes, que hacen unos 2.500 gramos de plata, o 500 francos, no tengo una idea precisa del valor de aquel camello, porque los 500 francos de plata valen sin duda alguna en París menos que en el Cairo, sin que pueda yo decir cuánta es esta inferioridad de valor.

Lo más que se puede hacer se reduce a valuar las cosas, esto es, a declarar que una vale tanto más o menos que otra, en el momento y en el lugar en que se hace esta valuación, sin poder determinar cuál es absolutamente el valor de una y otra. Dícese que una casa vale 20.000 francos; pero ¿qué idea de valor me da una suma de 20.000 francos? La idea de todo lo que puedo comprar por este precio: ¿qué idea de valor me dan todas las cosas compradas por este precio? La idea de un valor igual al de aquella casa, mas no la idea de ninguna cantidad de valor fijo o independiente del valor comprado de las cosas.

Cuando se comparan dos cosas de valores desiguales con diversas fracciones de un producto, de la misma naturaleza, tampoco se hace más que valuar la relación de sus valores. Cuando se dice: esta casa vale 20.000 francos y la otra 10.000, lo que dice la frase en realidad es que: esta casa vale dos veces tanto como la otra. Como se compara una y otra con un producto, que puede dividirse en muchas porciones iguales (con una suma de dinero) es más fácil, a la verdad, formar idea de la relación de valor de las dos casas, porque cuesta poco trabajo comprehender la relación de 20.000 unidades con 10.000; pero no se puede decir, sin cometer un círculo vicioso, lo que vale cada una de estas unidades.

No hallo inconveniente en que esto no se llame medir, pero se debe observar que tiene la misma propiedad cualquiera otra mercancía divisible, aunque no sirva de moneda. La misma idea se tendrá de la relación que hay entre el valor de las dos casas, cuando se diga: la una vale mil hectolitros de trigo candeal y la otra no vale más de quinientos.

Una vez comprehendida esta materia, observaré que la medida común de dos valores (si se le da este nombre) no presenta idea alguna de la relación que hay entre ellos por poca que sea la distancia o el espacio de tiempo que los separe. En efecto, 20.000 francos, o mil hectolitros de trigo no pueden servirme para comparar el valor de una casa de otros tiempos con el de una casa de ahora, porque el valor de los escudos y del trigo no es rigurosamente ahora lo que era en otros tiempos.

Una casa de 10.000 escudos en París, en tiempo de Enrique IV, valía mucho más que una casa que valiese ahora 10.000 escudos. Una casa de 20.000 francos en la Bretaña-baja tiene mucho más valor que una casa de 20.000 francos en París; del mismo modo que una renta de 10.000 francos en la Bretaña-baja es mucho más considerable que una renta de igual suma en París.

Esto es lo que imposibilita la comparación que se ha intentado hacer algunas veces de las riquezas de dos épocas o de dos naciones diferentes. Este paralelo es la cuadratura, del círculo de la Economía política, porque no hay ninguna medida común para establecerle.

La plata y aun la moneda de cualquier materia que esté compuesta, no es más que una mercancía cuyo valor es arbitrario y variable como el de todas las mercancías, y se arregla en cada contrato que se hace, por un convenio entre el vendedor y el comprador. La plata vale más cuando se compran con ella muchas mercancías que cuando se compran pocas. No puede pues servir de medida, supuesto que las funciones de ésta son conservar la idea de un tamaño. Así, cuando dijo Montesquieu hablando de las monedas: «nada debe estar tan exento de variación como lo que debe ser la medida común de todo, cometió tres errores en dos líneas. En primer lugar, no se puede pretender que la moneda sea la medida de todo, sino de todos los valores: además, ni aun es la medida de los valores; y en fin, es imposible hacer su valor invariable. Si Montesquieu quería persuadir a los gobiernos que no alterasen las monedas debía servirse de buenas razones supuesto que las hay, y no de rasgos brillantes que seducen, y contribuyen a acreditar falsas ideas.

Sin embargo, muchas veces sería cosa muy curiosa, y en ciertos casos útil, poder comparar dos valores separados por tiempos y lugares, como en los casos en que se trata de estipular un pago que ha de efectuarse lejos, o una renta que ha de durar muchos años.

Smith propone el valor del trabajo como menos variable, y por consiguiente más a propósito para dar la medida de los valores que no se tienen presentes. He aquí las razones en que se funda.

«Dos cantidades de trabajo, dice, cualquiera que sea el tiempo y el lugar, son de igual valor para el que trabaja. En el estado ordinario de su salud y vigor, de su aptitud y destreza, la anticipación que en ambos casos hace de su trabajo, debe ser para él la misma. El precio que paga es por consiguiente el mismo cualquiera que sea la cantidad de cosas que reciba en cambio. Si recibe mayor u menor cantidad lo que varía es el valor de las cosas, y no el valor del trabajo con que las compra. En todos tiempos y lugares es caro lo que se obtiene con mucha molestia y afán, y es barato lo que cuesta poco trabajo. No variando jamás éste en su valor, es por consiguiente la única medida real con que puede compararse y apreciarse en todos tiempos y lugares el valor de todas las mercancías.»

De que cierta cantidad de trabajo tenga siempre el mismo valor para el que ejecuta este trabajo, no se sigue por más que diga Smith, que haya de tener siempre el mismo valor permutable. Del mismo modo que cualquiera otra mercancía, puede el trabajo ser más o menos ofrecido, más o menos buscado; y su valor, que como cualquiera otro, se fija por el debate contradictorio que se suscita entre el vendedor y el comprador, varía según las circunstancias.

La calidad del trabajo no influye menos en su valor. Et trabajo del hombre robusto e inteligente, vale más que el hombre débil y estúpido. El trabajo vale más en un país que prospera y en que hay falta de trabajadores, que en un país recargado de población. Un jornalero gana en los Estados Unidos tres veces más que en Francia; ¿y hemos de creer por eso que el dinero vale allí tres veces menos? La prueba de que el jornalero de los Estados Unidos está realmente mejor pagado, es que come y viste mejor y tiene una habitación más cómoda. Quizá es el trabajo uno de aquellos géneros cuyo valor varía más, porque en ciertos casos se busca extraordinariamente y en otros se ofrece con instancias molestas, como sucede en una ciudad que ha quedado sin industria.

No puede pues traer más ventajas su valor que el de cualquiera otro género para medir dos valores separados por grandes distancias a por un largo espacio de tiempo. No hay realmente ninguna medida de los valores, porque para esto sería necesario que hubiese un valor invariable, el cual no existe.

A falta de medida exacta, es menester contentarse con valuaciones aproximativas. Entonces, siendo bien conocido el valor de muchas mercancías, puede dar una idea más o menos aproximada del valor de otra. Para saber, con corta diferencia, lo que valía una cosa entre los antiguos, sería necesario conocer que mercancía, en la misma época, debía valer con corta diferencia tanto como entre nosotros, y saber después, qué cantidad de este género se daba en cambio de aquella cuyo precio se quiere averiguar. No convendría pues tomar por objeto de comparación la seda, por ejemplo, supuesto que esta mercancía que en tiempo de César era preciso sacar de la China de un modo muy costoso, y que no se producía en Europa, debía ser mucho más cara que entre nosotros. ¿No habrá alguna mercancía que haya debido variar menos desde aquel tiempo hasta el nuestro? ¿Cuánto se daba de esta mercancía para adquirir una onza de seda? Esto es lo que se necesitaría saber. Si hubiese un género cuya producción estuviese casi igualmente perfeccionada en las dos épocas, y cuyo consumo fuese de tal naturaleza que se extendiese al paso que es más abundante, es probable que este género habría variado poco en su valor, el cual podría en consecuencia venir a ser un término medio de comparación bastante regular de los demás valores.

Desde los primeros tiempos históricos, el trigo es el alimento del mayor número en las principales naciones de Europa; y la población de los estados ha debido por consiguiente proporcionarse a su escasez o a su abundancia más bien que a la cantidad de cualquiera otro género alimenticio. El pedido pues de este género, con respecto a su cantidad ofrecida, ha debido ser uno mismo en todos tiempos con muy corta diferencia. Además, no veo ningún otro cuyos gastos de producción deban haber variado menos. Los métodos de los antiguos en materia de agricultura valían tanto como los nuestros en muchas cosas, y en algunas les eran quizá superiores. Es verdad que era más caro el uso de los capitales pero esta diferencia es poco sensible, por cuanto entre los antiguos cultivaban mucho los propietarios por sí mismos y con sus capitales, y empleados estos en empresas agrícolas podían reclamar menores ganancias que invertidos en otros usos, sobre todo si se considera que los antiguos tenían por más honroso el ejercicio de la industria agrícola que el de las otras dos, y por lo mismo debían acudir a ella los capitales y el trabajo con más actividad que a las fábricas y al comercio.

En la edad media, en que tanto degeneraron todas las artes, se mantuvo el cultivo del trigo en un grado de perfección no muy inferior al que tiene actualmente.

De estas consideraciones concluyo que el valor de una misma cantidad de trigo debió ser el mismo, con corta diferencia, entre los antiguos, en la edad media, y en nuestro tiempo. Pero, como la abundancia de las cosechas ha variado siempre prodigiosamente de un año a otro; como ha habido hambres en un tiempo, y en otro se han dado los granos a un precio ínfimo, se deberán valuar éstos por su valor medio, siempre que se tomen por basa de algún cálculo.

He aquí lo que conviene tener presente en cuanto a la estimación de los valores en distintas épocas.

No es menos difícil su estimación en dos lugares distantes; porque el alimento más general, y por consecuencia aquel cuyo pedido y cantidad permanecen más comúnmente en una misma proporción relativa, varía de un clima a otro. Este alimento, es el trigo en Europa, y el arroz en Asia: el valor de uno de estos géneros no tiene ninguna relación en Asia y en Europa; y aun el valor del arroz en Asia no la tiene con el del trigo en Europa. El arroz tiene incontestablemente menos valor en las Indias que el trigo entre nosotros, porque su cultivo es menos costoso, y las cosechas son dobles. Ésta es en parte la razón de que en las Indias y en la China sean tan baratos los jornales.

Por consiguiente, el género alimenticio, de uso más general es mala medida para los valores cuando median grandes distancias. Tampoco ofrecen una medida más perfecta los metales preciosos, supuesto que valen incontestablemente menos en la América meridional y en las Antillas que en Europa, y más sin dada alguna en toda el Asia, adonde van a parar constantemente. Sin embargo, atendiendo a la gran comunicación que hay entre estas partes del mundo, y a la facilidad de transportarlos, se puede suponer que es la mercancía que varía menos en su valor al pasar de un clima a otro.

Por fortuna, no es necesario para las operaciones comerciales, comparar el valor de las mercancías y de los metales en dos climas distantes, sino que basta conocer su relación con los demás géneros en cada clima. Al negociante que envía a la China media onza de plata, no le importa que esta media onza valga más o menos que una onza en Europa. Lo único que le interesa es saber que con esta pinta podrá comprar en Cantón una libra de té de cierta calidad, que traída a Europa, se venderá por dos onzas de plata. Sabiendo, conforme a estos datos que, concluida la operación tendrá en este objeto la ganancia de onza y media de plata, calcula si esta ganancia después de cubiertos los gastos y los riesgos de ida y vuelta, le deja un beneficio suficiente; y no se cuida de otra cosa.

Si envía mercancías en lugar de dinero, le basta saber la relación entre el valor de ellas y el del dinero en Europa, esto es, lo que cuestan; la relación entre el valor de las mismas y el de los géneros chinos en aquel país, esto es, lo que se obtendrá en cambio; y finalmente, la relación entre estos últimos y el dinero en Europa, esto es, en cuánto se venderán, cuando hayan llegado. Claro está que en estos casos no se trata más que de valores entre dos o muchos objetos en un mismo tiempo y lugar.

En los usos comunes de la vida, esto es, cuando sólo se intenta comprar el valor de dos cosas que no está separadas por un largo espacio de tiempo ni por una gran distancia, casi todos los géneros que tienen algún valor pueden servir de medida; y si para designar el valor de una cosa, aun cuando no se trata de venta ni de compra, se prefiere para esta apreciación el valor de los metales preciosos o de la moneda, es porque el valor de cierta cantidad de moneda es más generalmente conocido que cualquiera otro. Pero cuando se estipula para tiempos remotos, como cuando se constituye una renta perpetua, vale más estipular en trigo, porque el descubrimiento de una sola mina pudiera hacer que decayese muy considerablemente el valor del dinero, al paso que el cultivo de toda la América septentrional no haría bajar de un modo sensible el valor del trigo en Europa; porque la América se poblaría entonces de consumidores al mismo tiempo se cubriese de mieses. De todos modos, la estipulación de valores para tiempos remotos es necesariamente vaga, y no puede dar ninguna seguridad del valor que se recibirá.

No habría peor estipulación que la que se hiciese en moneda nominal; porque pudiendo aplicarse este nombre a valores diversos, sería estipular un vocablo más bien que un valor, y exponerse a ser pagado en palabras.

Me he detenido en impugnar ciertas expresiones inexactas, porque me parece que están demasiado extendidas, porque bastan algunas veces para hacer que se formen ideas falsas; porque éstas llegan a ser frecuentemente la base de un sistema falso, y en fin, porque de un sistema de esta naturaleza resultan las malas operaciones.


 

- VII -
De una circunstancia que se debe tener presente al valuar las sumas de que se hace mención en la historia.



Los historiadores más ilustrados se contentan, cuando valúan en moneda de nuestro tiempo las sumas de que se hace mención en la historia, con reducir a moneda corriente la cantidad de oro u de plata efectiva indicada por la suma antigua.

No basta esto; porque la suma actual, la denominación actual de esta cantidad de metal, no nos da ninguna idea del valor que tenía entonces, y esto es sin embargo lo que tratamos de saber. Es pues necesario atender también a la variación que haya experimentado el valor del metal mismo, lo que se entenderá mejor con algunos ejemplos.

Dice Voltaire en su Ensayo sobre la historia universal que el Rey Carlos V declaró que los Príncipes de Francia tendrían una dotación de 12.000 libras de renta; y valuando esta suma en 100.000 libras de nuestra moneda, observa con bastante razón que no era gran cosa para los hijos de un Rey.

Veamos el cálculo en que fundó Voltaire su valuación. Supone que el marco de plata fina valía unas 6 libras en tiempo del Rey Carlos V 12.000 libras hacen, según esta cuenta, 2.000 marcos de plata, que por la tasa que tenían cuando escribía Voltaire, dan en efecto una suma de cien mil libras poco más o menos. Pero 2.000 marcos de plata fina en tiempo del Rey Carlos V, valían mucho más que en tiempo de Luis XV. Para convencernos de ello, bastará comparar el valor medio del trigo, como uno de los menos variables, con el de la plata pura en estas dos épocas.

Dupré de San Mauro, que ha escrito una obra llena de doctas investigaciones sobre el valor de las cosas, cree que desde Felipe Augusto, que murió en 1223, hasta por los años de 1520, valía comúnmente el sextario de trigo (mediada de París) tanto como la novena parte de un marco de plata fina: que son 512 granos de plata de la misma ley.

Valiendo el marco de plata, por los años de 1536, trece libras tornesas, o por mejor decir, teniendo la denominación de 13 libras tornesas, el precio común del sextario de trigo era de 3 libras tornesas con corta diferencia, esto es, del marco de plata, o un valor igual al de 1.063 granos de plata fina.

Siendo de 22 libras el marco de plata fina en 1602 eu tiempo de Enrique IV, el precio común del sextario de trigo era de 9 libras, 16 sueldos y 9 dineros, o valía tanto como 2.060 granos de plata fina.

Desde aquel tiempo ha valido siempre el sextario de trigo, en un año común, casi la misma cantidad de plata fina. Siendo en 1789 el marco de plata de 54 libras y 19 sueldos, y el precio común del trigo, según la valuación de Lavoisier de 24 libras, valía el sextario 2.012 granos de plata fina.

He despreciado las fracciones de granos, porque en todo, esto no se puede tratar sino de aproximación, en vista de que aun el sextario de trigo, que se valúa aquí con respecto a las cercanías de Parí,. no es más que una aproximación bastante vaga.

Resulta de estos cotejos que el sextario de trigo, cuyo valor comparado con los demás géneros ha variado poco desde 1520 hasta nuestros tiempos, se ha cambiado, a saber:

En 1520, por 512 granos de plata pura.

En 1536, por 1.063.

En 1602, por 2.060.

En 1789, por 2.012;

lo que indica que el valor de la plata pura ha experimentado una variación considerable desde la primera de estas épocas, supuesto que ahora es necesario en los cambios dar casi cuatro veces tanto como se daba hace tres siglos por la misma cantidad de mercancía.

En otra parte veremos por qué razón el descubrimiento de las minas de América, que ha derramado en el mundo casi diez veces más plata que la que había antes, no ha hecho sin embargo que baje su valor más que en la proporción de 4 a 1.

Apliquemos estos conocimientos a la dotación de los hijos del Rey. Si la plata pura valía cuatro veces más en tiempo del Rey Carlos V que en la época en que escribía Voltaire, los 2.000 marcos que formaban aquella dotación valían tanto como 8.000 de los nuestros, esto es, más de 400.000 francos de estos tiempos.

En tal caso ya no es tan exacta la reflexión de Voltaire sobre la cortedad de la dotación de que se trata.

Sin embargo de haber escrito Raynal sobre materias comerciales, comete el mismo error cuando valúa las rentas públicas del reinado de Luis XII en 36 millones de francos de estos tiempos, fundándose en que llegaban a 7.650.000 libras a II libras el marco de plata. En efecto contenía esta suma 695,452 marcos de plata; pero no bastaba reducir estos marcos a libras según la tasa o precio que hoy tienen supuesto que valían tanto como cuatro veces la misma cantidad de plata en el día; sino que antes de reducirlos a libras actuales era necesario multiplicarlos por cuatro, y lo que es lo mismo, hacer la multiplicación después de haber hecho la reducción: y conforme a este cálculo resultará que en el reinado de Luis XII ascendían las rentas públicas a la suma de 144 millones de francos de estos tiempos.

Leemos en Suetonio que César regaló a Servilia una perla de seis millones de sestercios; y los traductores valúan esta suma en un millón y doscientos mil francos. Pero vemos un poco más adelante, en el mismo Suetonio, que César vendió en Italia por plata amonedada tejos de que había robado en las Galias, y que los vendió a razón de 3.000 sestercios por libra de oro: lo que demuestra que está valuada muy imperfectamente la perla de Servilia. La libra de los romanos pesaba, según Le Blanc, 10 2/3 de nuestras onzas; y 10 onzas 2/3 de oro en tiempo de César valían tanto como valen ahora 32 onzas de oro, porque se cree fundadamente que el valor del oro ha bajado en la proporción de 3 a 1. Treinta y dos onzas de oro valen ahora unos 3.036 francos. Luego es este el valor actual de tres mil sestercios; y así valía la perla 6 millones 72 mil francos, y el sestercio algo más de un franco: lo cual excede mucho a la valuación que se hace de ella comúnmente.

Cuando César se apoderó del erario de Roma, a pesar del tribuno Metelo dicen que encontró en él 4.130 libras de oro, y 80.000 de plata. Vertot valúa esta presa, sin que sepamos con qué fundamento, en 2.911.100 libras tornesas. Si se quiere formar una idea algo más exacta del tesoro de que se apoderó César en el momento de su usurpación, se reducirán 4.130 libras de oro a onzas francesas a razón de 10 onzas 2/3 por cada libra romana: lo que dará 44.052 onzas. Pero como esta cantidad valía entonces tres veces tanto como ahora, tendremos 132.156 onzas, esto es, 12.530.346 francos, suponiendo aquel oro de la misma ley que nuestras monedas.

Por lo tocante a las 80.000 libras de plata, valían entonces tanto como valdrían ahora 320.000, esto es, cerca de 20.915.735 francos, no contando más que 10 onzas por libra, y suponiendo, la ley igual a la de nuestras monedas.

El oro y la plata que robó César componían pues una suma igual a 33.446.081 francos de moneda actual; y ya se ve cuánta diferencia hay entre esta valuación y la que hace Vertot de unos 3 millones de la misma moneda.

¡Con cuánta más razón deberemos desconfiar de las valuaciones hechas por historiadores menos ilustrados que estos! En la historia antigua de Rollin y en la eclesiástica de Fleury se aprecian los talentos, las minas y los sestercios conforme a la valuación hecha por algunos sabios durante el ministerio de Colbert. Pero estas valuaciones presentan de un modo muy problemático la cantidad de metales preciosos contenida en las sumas antiguas; primer origen de errores. El valor de estos metales preciosos ha variado considerablemente desde los tiempos antiguos hasta el de Colbert; segundo origen de errores. La reducción que se hizo de ellos durante aquel ministerio estaba calculada a razón de 26 libras y 10 sueldos por cada marco de plata, que era el precio a que se recibía entonces la plata fina el la casa de la moneda, y este precio y tasa no era ya el mismo en tiempo de Rollin; tercer origen de errores: y en fin ha subido mucho el mismo precio después del tiempo de aquel escritor, y una libra tornesa nos presenta ahora la idea de menos plata que en su tiempo; cuarto origen de errores. De suerte que cualquiera que lea ahora a Rollin, y se refiera a las valuaciones que en él se encuentran, formará las ideas más falsas de las rentas y gastos de los estados antiguos, como también de su comercio, de sus fuerzas y de toda su economía.

No pretendo que ningún historiador pueda tener datos bastante seguros para ofrecer a sus lectores una valuación siempre exacta de todas estas cosas; pero creo que para alejarse mucho menos de la verdad que lo que se ha hecho hasta ahora en la reducción de las sumas de los antiguos y aun de las de la edad media, a moneda actual, es necesario tratar de conocer ante todas cosas por medio de los anticuarios (que es lo que se practica) la cantidad de metal de plata u oro que expresaban; y después, hasta el tiempo del Emperador Carlos V, esto es, hasta por los años de 1520, se debe multiplicar esta cantidad por 4, si se trata de plata, y por 3, si de oro, porque el descubrimiento de las minas de América ha disminuido el valor de la plata en la proporción de 4 a 1 poco más o menos, y el del oro en la de 3 a 1 solamente En fin es necesario reducir esta cantidad de oro u plata a moneda corriente al curso de la época actual.

Desde el año 1520 fue disminuyendo siempre el valor de la plata hasta el fin del reinado, de Enrique IV, esto es, hasta los primeros años del siglo XVII. Esta diminución de valor se puede graduar por el aumento del precio de un mismo género, como lo he demostrado en el párrafo anterior. Para tener una idea exacta del valor del marco de plata en aquella época, es necesario aumentarle tanto menos cuanto más va subiendo el precio de los géneros, por ejemplo, del trigo, no nominalmente, sino en metal.

Como desde el principio del siglo XVII parece que no ha decaído sensiblemente el valor de la plata (supuesto que por la misma cantidad de plata fina se ha podido comprar la misma cantidad de casi todos los géneros), después de haber reducido a marcos de plata las sumas de esta época, no se les debe dar ningún aumento, ni se hará más que valuarlas en moneda corriente actual, según el curso del día con respecto al marco de plata fina.

Así, por ejemplo, vemos en las memorias de Sulli que este ministro había acumulado en los soterráneos de la Bastilla 36 millones de libras tornesas para llevar a efecto los grandes designios de Henrique IV contra la casa de Austria.

A fin de conocer el valor actual de esta suma, es menester saber desde luego la plata fina que contenía. Veinte y dos libras tornesas eran entonces la expresión, en libras, del marco de plata; y así, 36 millones de libras equivalían a 1. 636.363 marcos y 5 onzas de plata. El valor de este metal no ha variado sensiblemente desde la época de que se trata supuesto que con aquella cantidad de metal se compraba la misma porción de trigo que se compraría ahora; y es constante que en estos tiempos 1.636.363 marcos y 5 onzas, o que es lo mismo 399.588.018 libras y 5 gramos de plata fina reducida a moneda hacen 88.797.315 francos.

No se ejecutarían en el día de hoy grandes designios con esta suma; pero es necesario considerar que se hace la guerra de muy distinto modo, y que es mucho más costosa no solamente en el nombre, sino también en la realidad.