Apología del economista



A. C. Pigou

Teoría y realidad económica, Fondo de Cultura Económica, México, 1942. pp. 9-30

Gracias a la invitación de la Universidad de Londres, voy a dar algunas conferencias, que no son para especialistas sino que están destinadas a interesar a todos los estudiantes no graduados de Economía Política. En la primera de ellas trataré esta tarde de hacer una relación amplia y general acerca de qué es lo que un economista tiene que hacer, algo que se podría llamar, si se quisiera, la apología del economista.

En cierto modo no soy la persona indicada para disertar sobre este tema. El mejor apologista de cualquier cosa es el hombre para el que no existe otra cosa como ella, para el que se campo propio de estudio se presenta como siendo indiscutiblemente la cosa más importante del mundo. No soy de ellos. No puedo pretender el considerar la búsqueda del conocimiento de la economía política como la actividad más importante del mundo. No puedo ni siquiera pretender el considerar en esa categoría la búsqueda de ninguna clase de conocimiento.

Sabiduría, no somos enemigos,
Te busco asiduamente;
Pero el mundo se hincha con un fuerte viento
Lleno de luz, no viene de ti.

La búsqueda del saber es una valiosa forma de actividad; pero no es la única ni la más importante a mi modo de ver.

No es esto lo peor de mi confesión. Dentro del campo limitado de la investigación y del conocimiento, la parte asignada al economista no es, a mi juicio, muy elevada. Cuando yo era muchacho estaba de moda donde me eduqué trazar una rígida división entre las profesiones y los negocios y considerar a cualquiera que ejercía el comercio, o aun a aquel cuyo padre o abuelo lo había ejercido, como un ser esencialmente inferior. Esta curiosa actitud mental ha desaparecido en su mayor parte, aunque aún sobrevive en algunos de sus sacerdotes, y, en mayor numero, en algunas sacerdotisas. Desaparecido o desapareciendo, este sentimiento puede servir para ilustrar mi tesis presente. La economía es un mercader entre las ciencias; tiene poco atractivo romántico; no desmenuza átomos ni pesa estrellas; no bate desesperadamente sus alas en la tenue atmósfera de la alta filosofía; es gris, es plebeya; no tiene ni la libertad del cielo ni de los mares; está atada y encadenada a la tierra con sórdidas cadenas. ¿Cual es pretensión que pueda tener entonces? ¿Qué premio se ofrece a sus cultivadores?

En la introducción a su libro “Muscular Movement in Man” el profesor A. V. Hill nos cuenta que después de ofrecer una conferencia a Filadelfia, titulada “El mecanismo del músculo”, fue desafiado por un indignado oyente de edad madura a que explicase la utilidad que encontraba en su intrincada de investigación en la ciencia de la fisiología. Su respuesta: “Para decirle la verdad, no la hacemos porque sea útil, sino porque es divertida.” El auditorio aplaudió ruidosamente y al día siguiente los periódicos aparecieron con encabezamientos aprobatorios de “Los sabios cultivan la ciencia porque es divertida.” Para los estudiantes de algunas ramas de la ciencia, es esta una respuesta admirable y suficiente. Estos hombres de ciencia desean saber por el saber mismo; no dan ni necesitan dar una justificación extraña de su ocupación:

Maestro, somos los peregrinos
seguiremos siempre más lejos, quizás
más allá de la distante montaña azul,
coronada de nieve más allá del mar en furia,
o resplandeciente

Sin embargo ¿puede un economista adoptar esta actitud con dignidad? Hasta cierto punto, sí, indudablemente. Entender la complicada interdependencia del mundo económico en su eterna búsqueda de equilibrios que nunca se alcanzan en un desafío intelectual. Los sistemas de ecuaciones en que Walras y Pareto tratan de agrupar las partes relacionadas entre sí en un todo unificado, tienen un atractivo estético. Pero creo que esto es muy secundario. Nuestra disciplina no se presenta a triunfos de razonamiento puro. En ese aspecto nuestros problemas son demasiado fáciles. En realidad, para los periodistas el análisis que a veces es conveniente emprender en lo que Marshall ha llamado un pequeño cálculo de cacerola, parece de una dificultad aterradora. Para su exigua visión habitamos una región inasequible al hombre de la calle: “caminamos en compañía de la muerte y de la mañana, en las colinas silenciosas.” Pero para el estudiante de física teóricamente o de matemáticas puras, que nos observa desde el Everest, los más austeros de los llamados economistas matemáticos no son sino moscas que se arrastran trabajosamente hacia la cúspide de una loma insignificante. Visto como conocimiento en sí mismo, es pobre el espectáculo que ofrece la economía política.

Pero no es sólo en buscar el conocimiento por sí mismo con lo que se justifican las ciencias, pues para muchas de ellas hay también una segunda apología, si se decidiera hacerla. El conocimiento que a menudo alcanzan, y algunas veces por caminos sorprendentes e inesperados, conduce a lo que los políticos y los reyes del comercio llaman “resultados de utilidad práctica.” Las investigaciones de hombres como el profesor A. V. Hill son de grandes consecuencias prácticas, no obstante el poco motivo utilitario directo que puedan tener. La importancia de la fisiología para la practica de la medicina es demasiado evidente para que no baste el mencionarla; pero, en otros campos, una investigación a primera vista casi notoriamente inútil ha demostrado ser la progenitora de prácticas futuras. Nada digo acerca de la fama que ha alcanzado la química como proveedora de gases venenosos y de bombas altamente explosivas. Muchos beneficios menos dudosos debe el mundo a la ciencia pura. La fuente original de la telegrafía inalámbrica no fue la obra experimental de Marconi, sino las ecuaciones fundamentales -prima fase totalmente desprovistas de importancia práctica- desarrolladas por Clerk Maxwell. Es sobre este aspecto de su trabajo, más bien sobre su promesa de fruto que sobre su promesa de luz, sobre el que debe construir su apología un economista.

Pero aquí es conveniente hacer una pausa para decir unas palabras de advertencia contra posibles inferencias equivocadas. Si bien se concede que la justificación del estudio de la economía está principalmente en su utilidad práctica, esto implica que los economistas deban limitarse a problemas prácticos inmediatos. Una época como ésta en la que todo el mundo está económicamente desajustado, en la que las cosechas de un país que podrían alimentar a los que se mueren de hambre en otro se queman para disminuir la superabundancia, y en la que en nuestro propio país más de dos millones de gentes buscan todavía trabajo sin poderlo encontrar, representa en realidad para todos nosotros un poderoso aliciente y hace concentrar nuestros pensamientos en la patología. Pero la patología debe construirse sobre la fisiología y sería un mal servicio a la medicina el descuidarla. El cultivador de fruta no sólo cuida de la fruta misma, sino que también vigila las raíces de sus árboles. La experiencia de las ciencias naturales suministra pruebas abundantes de que es siempre el estudio de los problemas prácticos inmediatos lo que más ayuda a la practica. Mas remota, fundamental y teórica, por así decirlo, la investigación procura a veces las más grandes cosechas. Los estudios de Clerk Maxwell que acabo de mencionar son un ejemplo notable de esto. Un economista cuya obra se encuentra en una región remota en apariencia, con la condición de que sea verdadera y seria y no simple casa de muñecas frívolas, tiene el mismo derecho a considerarse cultivador potencial de frutos que el que pertenece apegado a los detalles de la vida real.

Antes de que examinemos con más atención lo que es este fruto, hay que hacer otra observación preliminar. Algunas características especiales de la materia de que se ocupa el economista le ponen en grandes aprietos. La primera y más importante puede exponerse de esta manera. Es posible dividir los asuntos a estudiar en dos grandes clases, según que la maquinaria mental empleada en ellos sea principalmente privada o pública. En un asunto como la crítica literaria, el instrumental es privado -el gusto educado y la delicada percepción del critico individual-. En física teórica, hay un complicado aparato público de técnica matemática. En una materia de estudio donde se emplea un mecanismo público de naturaleza compleja, no hay inconveniente en que los estudiantes serios emprendan sus trabajo sin el asesoramiento de personas bien intencionadas que no han tenido experiencia en él. En la física teórica, sobre todo, la horripilante forma del cálculo de tensores lo impide. ¡Ni aun el político de más aplomo, ni el mismísimo Winston Churchill, se atreve a pasar frente a ese dragón! Las ciencias en que el mecanismo público del pensamiento representa un papel menos importante, en que su aspecto es menos impotente, no son tan afortunadas. Los biólogos se enteran algunas veces por la prensa de que si se coloca a una vaca próxima a partir en un medio rojo, el becerro, al nacer, será rojo. Pero el mecanismo público empleado en la economía política es menos aparatoso aún que el empleado en biología. Sin embargo -y este es un caso curioso-, cuando un economista hace uso de una técnica formal, aun algo tan inocente como el cálculo diferencial elemental , el hombre de la calle, en vez de sentir respeto, como cuando un físico emplea una fórmula que no entiende, afirma sin más que el economista es premeditada y alevosamente oscuro. Por lo visto cree que debe comprender cualquier libro de economía sin necesidad de esfuerzo, mientras descansa tranquilamente en su sillón. Como consecuencia de este estado de cosas los economistas tienen que hacer frente, no sólo a la tarea de buscar soluciones justas a sus problemas, sino también, a veces, a la tarea extra de quitar del camino grandes montones de basura: son como alpinistas en una ladera empinada, que tienen que afrontar continuamente, además de las dificultades naturales de ascenso, avalanchas desencadenadas por rebaños de cabras que los acompañan, si se permite la expresión.

Una segunda característica especial de la materia de que se ocupa el economista -en gran parte responsable de la situación que ha venido describiendo- es que el argumento económico está continuamente desempeñando un papel cada vez más importante en los debates políticos secretarios. Los políticos sectarios -uso el término deliberadamente para que cada quien pueda eliminar a sus favoritos de la calumnias que voy a levantar- los políticos secretarios, digo, acostumbran a decir primero lo que quieren hacer y buscan después los argumentos en favor de ello. Para ellos, el razonamiento económico no es un medio de alcanzar la verdad, sino una especie de tejoleta, útil a veces para hacer daño a sus oponentes. Se cuenta de un Ministerio de Hacienda que, habiendo sido elegido un año para decretar determinado impuesto y el siguiente para quitarlo, pidió a sus consejeros que le suministraran los argumentos en favor de esta segunda actitud; se vieron obligados a informarle de que en sus discursos del año anterior en favor de la política contraría ya habían incluido antídotos para todos los argumentos que ahora solicitaba. Esta actitud de los partidistas políticos hacia el razonamiento económico pone a los economistas en un peligro constante -el mismo a que los físicos teóricos están expuestos en manos de los secretarios teológicos- : el peligro de que se abuse de ellos. En cierta ocasión me sucedió a mi mismo algo por el estilo: escribí apresuradamente en The Times algo acerca de un proyecto de legislación que implicaba un punto de análisis económico. El Primer Ministro de entonces, a quien sin duda había informado su secretario de que mi argumento era favorable a su política, pronunció un discurso en el cual salió a relucir, para admiración de todos, “el gran economista de Cambridge.” Ocurrió que la opinión del secretario del Primer Ministro de que mi argumento apoyaba su política estaba equivocada, y me vi en la triste necesidad de señalarlo, por lo cual, en el siguiente discurso de aquel hombre eminente, desapareció “el gran economista de Cambridge” y en su lugar surgió ese “simple teórico académico.” Por supuesto que para los estudiantes de espíritu independiente estas cosas son divertidas e inofensivas. Pero es natural que un joven tenga la ambición de desempeñar un papel importante en asuntos trascendentales y puede ser mucha la tentación de hacer ligeros ajustes en sus puntos de vista económicos, de tal manera que concuerden con la política de uno o de otro partido. Como economista conservador, liberal o laborista, tiene más oportunidades de colocarse cerca del centro de acción que las que tienen como economistas sin adjetivos. Pero para el estudiante el ceder a esa tentación es un crimen intelectual, es vender su primogenitura en el templo de la verdad por un plato político de lentejas. Más bien debía apuntar y tener siempre presentes las dignas palabras de Marshall:

“Los estudiantes de ciencias sociales deben temer la aprobación popular; cuando todo el mundo los alaba, el mal está con ellos. Si hay algún conjunto de opiniones por la defensa de las cuales un periódico puede aumentar sus ventas, entonces el estudiante....está obligado a insistir en las limitaciones, defectos y errores, si los hay, de ese grupo de opiniones, nunca defenderlas incondicionalmente, aun en discusiones ad hoc. Es casi imposible que un estudiante sea un verdadero patriota y al mismo tiempo goce de la reputación de serlo”.

La obra del economista tiene una tercera característica: su disciplina es, en último término, la vida económica en toda su concreción, es un proceso móvil, palpitante, que tiene lugar entre hombres y mujeres reales, en sus fábricas y en sus hogares; pero la gran mayoría de los economistas son, por la naturaleza misma de su ocupación, personas más o menos enclaustradas. En su mayor parte, su contacto con lo que estudian no es directo, sino a través de páginas impresas y, por lo tanto, carecen de esa compenetración, de ese sentimiento de la realidad, que es indispensable para una comprensión total. Hay elementos en la primera línea de combate que un oficial de estado mayor que trabajo en la retaguardia nunca puede comprender por completo; en la imagen que se presenta de ellos habrá inevitablemente cierta dureza y rigidez de contornos. Me di cuenta de que esto es una cosa muy importante no en el curso de mi labor económica, sino con la lectura de un libro sobre alpinismo de un escritor americano. Cualquiera que haya tenido alguna experiencia personal en este arte, observará en seguida que la obra es una recopilación, un producto sacado enteramente de los libros. No era simplemente que el escritor cometiera errores de hecho -afirmaba que el Matterhorn era mil pies más alto de lo que es en realidad y así sucesivamente-, sino que todo estaba equivocado. Aunque lo que el libro decía hubiera sido totalmente cierto, hubiera seguido siendo evidente que la experiencia personal del escritor acerca del verdadero alpinismo era nula. Para el alpinista, por lo tanto, el libro no tenía ningún interés -excepto, quizás, en algunos lugares, el rasgo cómico no buscado-. Ahora bien, el economista académico que estudia la vida económica sufre con frecuencia de las mismas desventajas que el escritor de ese libro. No puede escribir con apego a la realidad porque carece de la experiencia personal necesaria y, si no se propone escribir con apego a la realidad, sino que se limita a un análisis de carácter general, del cual está excluido del detalle, su tarea se quedara sólo a mitad del camino. Por lo tanto -doy ahora consejos que yo mismo he dejado evidentemente de seguir-, corresponde al economista, cuando es joven y su mente es plástica, aprovechar cualquier oportunidad que se le pueda ofrecer para adquirir el conocimiento directo de la vida de los hombres y las mujeres, en las fábricas y en los campos; para entender las máquinas, para ver sí mismo, de la primera mano, cómo se organizan y manejan los negocios. Marshall tuvo en su juventud lo que él llama su Wanderjahr. En cierta ocasión me dijo que si le hubiera colocado en una isla desierta, creía que podría haber dibujado la gran mayoría de las máquinas importantes de uso habitual, con excepción de las eléctricas. Acostumbrada a ir a las fábricas y estudiar el trabajo que hacía hasta poder adivinar, con aproximación de pocos chelines, el tipo de salario que ganaban los hombres que veía. De esa manera -y si volvéis a leer, como yo lo he hecho últimamente, los primeros capítulos de La riqueza de las naciones, observaréis que éste es ante todo el método de Adam Smith- , así y no sentados ante nuestras mesas de trabajo como hemos hecho algunos de nosotros, es como se prepara para su trabajo el economista verdaderamente grande.

Vamos ahora a reflexionar, de manera más directa, acerca de la clase de fruto que los economistas tratan de cosechar. En su reciente discurso presidencial en The Royal Economic Association, el profesor Edwin Cannan -cuyos escritos aprendí a admirar por primera vez cuando era estudiante y sigo admirando desde entonces- hablaba de la necesidad, como él la entendía, de una economía política más sencilla. En un mundo caótico, en el que una legislación desatinada estrangula el comercio, en el que los gobiernos, sin comprender lo que significa el progreso, suprimen el beneficio del adelanto técnico por medio de subsidios y cuotas, una de las tareas esenciales del economista no es tanto la de buscar nuevos conocimientos como la de difundir por todas partes, y en todas las ocasiones posibles, verdades económicas amplias y elementales que desatienden de continuo quienes nos dirigen.

“Pido especialmente -concluye el profesor Cannan- a los profesores más jóvenes que piensen qué clase de futuro pueden esperar si los periódicos populares ingleses continúan haciendo creer a sus lectores que la libra esterlina puede valer al mismo tiempo 20 vigésimas partes de ella misma en Londres y en Lisboa, 31 vigésimas partes en Madrid y solamente 14 vigésimos en París. No permitáis que se contenten con taparse las narices y apartar los ojos de la repugnante confusión, ni que corran a refugiarse en las pulcras ecuaciones y en el álgebra elegante, para encontrar paz y consuelo.”

Es fácil reforzar este alegato haciendo extractos de los discursos de los hombres públicos. Por ejemplo, hace poco tiempo se argüía en contra del Ministro de Agricultura que el detener las importaciones de tocino por medio de un contingente, afecta a los consumidores precisamente de la misma manera que excluyéndolas por un derecho de importación, pero que, en tanto que con este derecho las sumas extras pagadas van a la tesorería, con un contingente van a los bolsillos de los productores extranjeros o de las casas importadoras. Hubiera sido fácil para el Ministro, en su contestación, admitir esta verdad evidente y después argüir que, sin embargó, el contingente era un conjunto más satisfactorio, porque es un instrumento más flexible que el arancel, más fácilmente ajustable a condiciones que cambian con rapidez; pero no se contentó con esto; afirmó que de hecho era ventajoso para este país pagar precios altos por el tocino extranjero, porque así los extranjeros compran artículos británicos. ¿Puede imaginarse algo más grotesco? Sin duda no me beneficia que me roben a pesar de que el ladrón, así enriquecido, pueda comprar más ejemplares de mi Theory of Unemployment y de mi Economics of Welfare que antes de robarme. Recordemos otra anécdota, todavía más notable, porque provienen de un Primer Ministro. El orador deseaba imponer derechos arancelarios sobre las importaciones y descubrió, en sus estudios de estadística, que en épocas de prosperidad de los precios son siempre altos. Ahora bien, los derechos a las importaciones elevarían los precios; en consecuencia los derechos a las importaciones promoverían la prosperidad. En la época en que se dijo semejante necedad, era yo joven y dinámico y me producía escalofríos de placer poner en ridículo a los hombres eminentes. A ese fin construí un paralelo a este argumento: la investigación estadística revela que, en la gran mayoría de los casos, cuando hay un salero en una mesa hay un pimentero también, de lo que resulta, por un proceso de razonamiento exactamente análogo al de este Primer Ministro, que si en este momento saco yo de bolsillo un salero y lo coloco en la mesa, se escuchara un zumbido en el aire y un pimentero aparecerá ante mí, fiel a su compañero inseparable.

Pero no son falacias burdas y palpables como ésta las únicas que demuestran la urgencia de extender el conocimiento económico. Si así fuera, los estudiantes serios bien podrían replicar que disertar acerca del alfabeto es trabajo para nodrizas, no para ellos. Además de estos absurdos hay también innumerables falacias de índole más sutil, pensamientos digeridos a medias, tanto más insidiosos porque son verdaderos en parte, que penetran el pensamiento popular e influyen en la acción pública; embrollos, confusiones y errores en los que pueden caer incluso personas de gran inteligencia, que no han sido adiestradas en nuestra disciplina. A mi modo de ver, las trampas en donde caen más víctimas son las que tienen el cebo de la estadística. Como ésta es una institución cultural, honremos al Ministro de Educación. El 18 de julio último, en la Cámara de los Lores, Lord Halifax replicaba a la insinuación de que, si se estimula la construcción de casas en gran escala, los fabricantes de materiales de construcción podrían elevar indebidamente sus precios. Según The Times,el Ministro de Educación declaró:

“la experiencia no siempre ha demostrado que un gran desarrollo en las construcciones tenga el efecto de elevar los costos (aplausos)... En marzo de 1924 el número total de casas construidas fue de 86,000, en tanto que en marzo de 1934 el numero total fue de 266,000, o sea más de tres veces aquella cifra; sin embargo, los precios de materiales eran, en lo general, mucho más elevados en 1924 que en 1934. Estas cifras demostraron que un aumento en el volumen de las construcciones no trajo necesariamente consigo una elevación de precios, como alguna gente temió”.

Ahora bien estaréis conformes en que éste es un argumento muy fuerte. Todo lo que dice es correcto al pie de la letra; el secretario del ministro no engaño a su jefe. Pero que después de que algo ha sucedido, en un precio no será necesariamente más elevado que antes, es una proposición hasta evidente para hacer mención de ella. Lo que el ministro intentó sugerir -si intentó algo-, sólo pudo haber sido que los precios de los materiales no tendrían necesariamente que ser más elevados si aumentaban las construcciones, de lo que la serían si otras cosas permanecían iguales y las construcciones no se desarrollan. Para fundar esto indica que el precio de los materiales en 1934 no era más alto que en 1924, sin observar que el nivel general de los precios de mayoreo, según los calcula el Board of Trade, era menos de dos tercios que diez años antes. Ni por un momento insinúo que el Ministro, o aun su secretario, suprimieran este hecho deliberadamente; simplemente no se les ocurrió que la situación general de los precios tuviera relación con su argumento. Y, sin embargo, ¡el método estadístico elemental es una rama -humilde, sin duda, pero de todas maneras una rama- del gran árbol de la educación en que se sienta el señor ministro! Aquí va un segundo ejemplo, tanto más oportuno para mi argumento porque la persona que a mi pesar dio el resbalón es un hombre de un alto espíritu público y gran inteligencia. En su último libro acerca de la campaña en contra de las viviendas insalubres, Sir Ernest Simon estaba interesado en demostrar -lo que sin duda es completamente cierto- que la disminución del número de personas de la familia normal hace imperativo que el número de casas habitables aumente más que proporcionalmente a la población. Para demostrar esto presenta cuadros en los que compara el número de casas y el de familias registradas en los censos de 1921, en una serie de ciudades. Los cuadros pretenden demostrar que las nuevas construcciones emprendidas y llevadas a cabo desde 1921 han estado contrarrestadas casi enteramente por el crecimiento del número de familias, de tal manera que la escasez de alojamiento que existía a la terminación de la guerra, apenas se ha reducido. Ahora bien, cualquiera que observe estos cuadros con ojo estadístico no puede menos de ver que hay gato encerrado en ellos: la correspondencia entre el número de casas nuevas construidas y el aumento en el número de familias es demasiado estrecha; sospechará automáticamente que aquí hay una trampa, y la hay en efecto, Una familia, a los fines del censo, no es una familia en el sentido vulgar: es “un grupo de personas que ocupa independientemente una casa o parte de una casa”. De esto se desprende que la construcción de cada casa nueva supone, por definición, una nueva familia con tal de que esté ocupada. No es, pues, extraño que el número de casas construidas y el aumento de familias de acuerdo con el censo, hayan coincidido estrechamente en todas partes. Es evidentemente imposible derivar de esta corrección ninguna conclusión acerca de la relación que hay entre el aumento que ha tenido lugar en las construcciones y el aumento que ha habido en el número de familias naturales -familias tal y como en tendemos el término corrientemente-. Aquí va un ejemplo más -un error elaborado en mi propio taller para esta ocasión- y que, lamento decirlo, no ha sido cometido todavía, que yo sepa, por ningún hombre público. Las cifras del censo de Inglaterra y Gales para 1921 registran la existencia de 7’450,000 maridos no viudos ni divorciados y de 7’590,000 esposas no viudas ni divorciadas; esto es: un exceso de 140,000 en el número de esposas sobre el de maridos. Solamente una conclusión es posible: en ese momento debe haber habido en este país no menos de 140,000 maridos con dos mujeres cada uno o, monstruo inconcebible y repugnante, ¡un marido con no menos de 140,000 mujeres! Para el censo de 1930, debido sin duda al tratamiento brutal que recibieron, 26,000 mujeres del monstruo desapareciendo de su harén. Dejo a vuestra consideración el resolver estos misterios o, si lo preferís, preparado en seguida un enérgico memorial para sus Eminencias el Arzobispo de Canterbury y el de York. Podría, naturalmente, seguir poniendo ejemplos de esta clase indefinidamente; pero no es necesario. Nadie negará que una difusión más amplia de los conocimientos económicos hoy existentes y del pensamiento crítico ducho en asuntos económicos, es una necesidad pública urgente y que, hasta donde los economistas puedan contribuir a ello, suministraran, a su época y a su generación, frutos de verdadero valor.

Pero, ¿nos vamos a limitar a esto? ¿Vamos a ser simples educadores, propagandistas de los resultados y métodos que ya nos son bien conocidos? Confieso que para mi esta actividad es una parte pequeña y secundaria, en todo caso, de la tarea de los economistas académicos. Los estatutos de mi Colegio incluyen entre sus propósitos, junto con la educación, la investigación. Es correcto y adecuado que la Universidad eduque y dé al mundo personas competentes como economistas prácticos, por así decirlo, al igual que nuestra escuela de medicina da hombres preparados como médicos. A estos hombres incumbe el aplica al manejo de los negocios el conocimiento científico que han adquirido aquí. Pero, tras los prácticos en asuntos ya conocidos, debe haber investigadores cuya tarea sea el acrecentar lo ya conocido hasta donde sean capaces. La profesión médica descansa en la ayuda y en el trabajo de exploración de los fisiólogos y los bioquímicos, cuyo lugar está en la Universidad. Aun así, a modo de ver existente un lugar para los economistas de laboratorio cuya tarea más importante es el progreso del conocimiento, no su venta al menudeo.

Nadie compare el estado de la economía política como ciencia, con el estado, digamos, de la física o de la química, negará la necesidad urgente de este trabajo. Nuestra ciencia es todavía una ciencia nueva. No obstante los progresos que se han hecho en los métodos estadísticos y el aumento de datos estadísticos, sus análisis son todavía en su mayor parte, como observó Marshall hace casi cincuenta años, cualitativos, no cuantitativos. Con esta limitación, quizá tengamos una idea bastante aproximada del carácter genial de las tendencias a largo plazo; pero del proceso del cambio, del paso de una situación de equilibrio a otra, del orden de los sucesos durante ese paso, de las condiciones en que ese movimiento es acumulativo y, por así decirlo, se autopropaga, sabemos muy poco. Lo que a veces se llama con propiedad la economía de plazo corto es un campo todavía tan escasamente laborado que su cultivo bien puede producir rendimientos crecientes. Hay grandes problemas de análisis general; hay la tarea de vestir los huesos desnudos de la teoría con una envoltura apropiada de hechos estadísticos; hay problemas más concretos, privativos de determinadas industrias o lugares. En verdad, los economistas de laboratorio tienen una gran labor por realizar.

Quienes se esfuerzan por atravesar este laberinto no necesitan de mis consejos. Sin embargo, desearía decir algo en pro de la catolicidad y de la tolerancia. La controversia llevada hasta cierto punto sirve, sin dudad alguna , para estimular y aclarar el pensamiento; pero la controversia por sí misma es una perdida de tiempo; particularmente la controversia acerca de los métodos de estudio -el método histórico ver sus el método matemático y así sucesivamente- debía hacerse tirado hace tiempo al cubo de la basura. Los métodos divergentes son socios, no rivales:

¡Hay sesenta y nueve maneras de construir
y todas y cada una de ellas son correctas!

No sería discreto que sentáramos aún las reglas más generales para cada uno, pues bien pronto podríamos vernos obligados a infringir esas reglas nosotros mismos. No hace mucho tiempo uno de mis más distinguidos colegas urgió a los demás economistas a “evadir los tratados, aprovechar el tiempo, lanzar planfletos al viento” [Keynes]. Pocos años después él mismo ofreció, y nosotros recibimos con agradecimiento, una obra con el título de Tratado y que comprendía dos pesados tomos. Sugiero que aún es menos diplomático persuadirnos a nosotros mismos de nuestra propia inteligencia vituperando la obra de otros. Se ha criticado a Marshall por su lealtad a los grandes escritores clásicos; por interpretar su pensamiento quizá con exceso de generosidad; por ver siempre la contribución positiva que han aportado pasando por alto sus defectos e imperfecciones. Si la generosidad de esa clase puede ser un defecto, es un defecto de gran hombre, no de hombre mezquino. Mejórese por todos los medios la hecho; constrúyase sobre ello; fortalézcance y pónganse a prueba sus fundamentos; pero no se utilice y desprecie. Por supuesto no sugiero que los economistas deban adoptar ese acuerdo que entre médicos prohibe cualquier crítica adversa de un compañero; pero semejante crítica adversa bien podría ocupar un lugar mucho mas pequeño del que ocupa en nuestros estudios y en nuestro interés.

Y aún más. ¿Estamos, en lo íntimo de nuestro corazón, totalmente satisfecho con la manera o maneras como se llevan a cabo algunas de nuestra controversia? Hace un año o dos, después de la publicación de un importante libro, apareció una critica detallada y cuidadosa de cierto número de pasajes concretos de él. ¡La contestación del autor consistió, no en refutar las críticas; sino en atacar con violencia otro libro que el crítico mismo había escrito algunos años antes ! Lucha cuerpo a cuerpo! ¡El método del duelo! Esto es una equivocación, y lo es no sólo en sentido general y abstracto, sino también por una fuerte razón de estado. Los economistas de este país carecen de la influencia que -en su propia opinión- deberían tener, en gran parte porque el público cree que están en desacuerdo absoluto sobre todos los problemas. Las controversias llevadas a la manera de los gastos de Kilkenny no lo ayudan a disipar esta opinión. Y, sin embargo, en realidad la opinión es errónea en gran parte. Entre estudiosos serios los puntos de acuerdo sobre problemas fundamentales son muchos más numerosos que los controversia. Los economistas que toman diferente partido en asuntos prácticos, generalmente están mucho más cerca uno de otro, en lo sustancial de su pensamiento, de lo que cualquiera de ellos está de partidarios no bien informados de su propio bando. No puede beneficiar a nadie que la mala educación en las controversias oscurezcan este hecho.

No puede beneficiar a nadie por la siguiente razón: concédase al economista que en su ciencia, como en las otras, la verdad no surge siempre de su asidua búsqueda; pero no es suficiente encontrar la verdad, si la justificación final de su obra es fruto de la práctica, el beneficio que su conocimiento proporcione al bienestar humano. Hay que transportar de alguna manera la verdad de la sala de estudio al mercado. De alguna manera la verdad debe llevarse el espíritu de aquellas que dirigen los negocios y utilizarse en su obra. No podemos esperar que esto suceda rápidamente. El hombre práctico no es, como se ha dicho rudamente, el hombre que practica los errores de sus antepasados; pero es inevitable que la mayor parte de su capital intelectual consista en lo que aprendió en su juventud, antes de que las actividades prácticas lo absorbieran. En una compleja comunidad moderna el tiempo que media entre el pensamiento y la acción tiene que ser grande; pero el economista, buscando lo mejor que puede, a través de caminos tortuosos, una meta incierta, cree, o cuando menos espera, que este tiempo no sea interminable, que al fin. quizás después de toda una generación, la humanidad empleará lo que ha conquistado. Esta es su profesión de fe. La garantía de esto será más firme si las diferencias que necesariamente existen entre estudiosos de una ciencia en continuo progreso, no se hace aparecer, por un énfasis equivocado, más grandes de lo que son en realidad.