EL ORDEN ECONÓMICO NATURAL

EL ORDEN ECONÓMICO NATURAL

Silvio Gesell

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11. Las leyes que rigen la circulación monetaria actual

Si a la oferta y a la demanda se les instituye como árbitros supremos y exclusivos de los precios; si se admite ser una utopía el objetivo de la teoría del valor; si se ha constatado que la producción oscila en torno al precio como su punto de gravitación, y no a la inversa, entonces el precio y cuanto actúa sobre él constituirán el foco de nuestra atención, y cosas que hasta ahora nos parecían secundarias asumirán de súbito un rol trascendental.

Cito como ejemplo la circunstancia hasta ahora com         pletamente desapercibida de que debido a la cualidad tradicional del dinero la demanda (en consecuencia la oferta de dinero) puede aplazarse de un día para otro, de una semana para otra, y hasta de un año para otro sin que se experimenten pérdidas inmediatas, mientras que la oferta (oferta de mercancías) no puede detenerse un sólo día sin causar al poseedor gastos de toda clase.

La demanda de los 180 millones depositada en la torre de Julio, por ejemplo, no ha sido utilizada ni una sola vez durante más de 40 años, y los gastos causados al Estado por ese "titulado" tesoro de guerra provinieron unicamente del exterior y no del interior de la torre. La cantidad y la calidad del oro almacenado no han sido alteradas en lo más mínimo. Ni un centavo se perdió por deterioro del material. El soldado de guardia protegía ahí el oro no del moho ni de la polilla, sino de los ladrones. Sabía que mientras no se violara la puerta el tesoro podía darse por seguro.

En cambio, el "verdadero" tesoro de guerra acumulado en Berna, el llamado trigo federal, insumía en Suiza anualmente, además de los gastos de depósito, de guardia, de conservación, un 10% de merma en el grano, (sin contar los intereses, a los cuales se renunció como en el tesoro de la torre de Julio).

Los objetos que representan la oferta pierden de peso y de calidad, bajan de precio continuamente frente a los productos nuevos. Rotura, oxidación, podredumbre, humedad, polvo, calor, frío, viento, relámpagos, ratones, polillas, moscas, arañas, fuego, granizo, terremotos, enfermedades, accidentes, inundaciones y ladrones son elementos que conspiran activa y continuamente contra la cantidad y calidad de la mercadería. Pocas son las que ya no dan a los pocos días o meses señales bien marcadas de ataques de esta naturaleza. Precisamente las mercancías más importantes e indispensables, el vestido y los alimentos, resisten menos.

Como todo lo terrenal, las mercancías se hallan en continua transformación. Así como la herrumbre por la acción del fuego vuelve a convertirse en hierro puro, éste por el calor lento del aire se transforma de nuevo en herrumbre. La rica piel, convertida en millares de polillas, se nos va por la ventana; la madera de las casas cae en polvo por obra de los gusanos, y el mismo vidrio que resiste mejor que otras mercancías la influencia del tiempo sigue la transformación por lo menos con sus añicos.

Cada mercancía tiene, así, su enemigo especial; las polillas para las pieles, la rotura para el vidrio, la herrumbre para el hierro, toda clase de enfermedades para los animales, y a esos enemigos individuales añádanse, además, los enemigos comunes que conspiran contra todas las mercancías en general: el fuego, el agua, los ladrones, etc. y el oxígeno que quema todo lenta pero seguramente.
Quien quisiera asegurar sus mercancías contra todos estos riesgos ¿qué prima tendría que pagar? ¿Cuánto abona el comerciante sólo en concepto de alquiler para el depósito de sus mercancías?

Pero la mercancía, además de deteriorarse, suele quedar fuera de moda. ¿Quién compraría hoy una escopeta de cargar por la boca; quién una rueca para hilar? ¿Quién pagaría hoy por tales objetos siquiera el costo de la materia prima? El proceso de producción lanza continuamente nuevos, perfeccionados modelos al mercado, y apenas demostró el "Zeppelin" ser dirígible, cuando ya fué superado figurada y efectivamente.

¿Cómo puede protegerse el dueño de las mercancías contra tales pérdidas? Vendiéndolas cuanto antes. Pero para venderlas tiene que ofrecerlas. Las mercancías, su patrimonio, lo impulsan directamente a la oferta. Si se resiste a este ímpulso será castigado por su mismo patrimonio, por sus mercancías.

Es de recordar aquí que continuamente afluyen al mercado nuevas mercancías, que la vaca debe ser ordeñada con regularidad, diariamente; que el desposeído, forzado por el hambre inmediata, ha de trabajar todos los días. La oferta ha de ser pues mayor, más apremiante en la misma medida en que se reduce la venta, la colocación. Generalmente es el período del abandono de la fábrica por las mercancías el más apropiado para su venta y cuanto más se demore la venta, tanto menos favorables serán las condiciones del mercado.

¿Por qué corre y grita el diariero? Porque su mercancía resulta inútil a las pocas horas de aparecer. El lechero lleva atada al carro una campana de fuerte sonido, porque no debe perder el día, mejor dicho, la hora y el minuto para la venta. El verdulero madruga antes que nadie, despertando al gallo casero. Tampoco el carnicero ha de quedar pegado a las sábanas, y menos aún cerrar el negocio en día festivo, pues toda su carne se le echaría a perder. El panadero puede pretender por su mercancía el precio habitual a condición de que despache el pan fresco. Y el chacarero que ha sacado las papas del campo, las dejará allí expuestas a las heladas nocturnas? No, por cierto; las recogerá apresuradamente y las llevará al mercado para aprovechar el buen tiempo y evitar penosas cargas y descargas de su barata y pesada mercancía.

Y los ejércitos de innúmeros obreros, ¿no tienen, acaso, la misma prisa que el diariero, el verdulero y el campesino? Si no trabajan pierden a cada instante algo de su haber, parte de su fuerza de trabajo.

Vemos, pues, como el estado precario y temporario de la mercancía despierta a la mayoría de la población de su sueño, estimulándola y obligándola a presentarse al mercado a una hora determinada. Los propietarios reciben de sus mercancías la orden perentoria de llevarlas al mercado bajo amenaza de penas que ellas mismas ejecutan. La oferta de las mercancías proviene, pues, de las mismas mercancías, y no de sus poseedores. Raramente delegan aquellas su autoridad en el propietario, y cuando lo hacen es en forma harto limitada. Así, por ejemplo, el agricultor podría después de una buena cosecha almacenar su trigo en un galpón, a la espera de una buena oportunidad para la venta. La naturaleza del trigo le permite a su propietario dedicarse más a reflexiones de esta índole que la naturaleza de la verdura, de los huevos, de la leche, de la carne, de la fuerza de trabajo. Pero tampoco el agricultor va a meditar mucho tiempo, puesto que el trigo pierde de peso y de calidad; lo afectan los ratones y los gusanos y hay que asegurarlo contra incendio y otros peligros. Si el agricultor confía su trigo al elevador de granos, la operación le absorbe en 6 meses una buena parte del rendimiento, prescindiendo de los intereses.

De cualquier modo el trigo deberá venderse antes de la próxima cosecha, y este lapso de tiempo se ha reducido ahora a 6 meses con la llegada de remesas regulares del hemisferio Sud.

La señorita Zelie, del Teatro Lírico de Paris (1860), percibe en concepto de 860 localidades vendidas para un concierto en la isla Makea (en el Pacífico): 3 cerdos, 23 pavos, 44 gallinas, 500 cocos, 1.200 ananás, 120 cachos de bananas, 120 zapallos, 1.500 naranjas. Ella valúa su ingreso, de acuerdo con los precios de Paris, en 4.000 francos, y se pregunta: "¿Cómo voy a convertir todo esto en dinero? ¿He de comérmelo? Se me informa que un especulador de la Vecina isla Manyca me hará una oferta de compra en dinero contante y sonante. Mientras tanto doy de comer zapallos a mis cerdos, para mantenerlos en vida, y los pavos y las gallinas devoran las bananas y las naranjas. Estoy sacrificando, pues, la parte vegetal de mi haber para conservar la parte animal" (1)

Se puede afirmar, entonces, sin réplica, que la oferta está sometida siempre a una necesidad imperiosa diariamente creciente que vence todos los obstáculos; a una obligación que radica en la substancia y que es inherente a los objetos ofrecidos. La oferta no puede diferirse. Independientemente de la voluntad de los poseedores de las mercancías debe la oferta aparecer diariamente en el mercado. Que hiele, llueva, queme el sol o circulen rumores políticos inquietantes en la bolsa, la oferta es siempre igual a la existencia de mercancías. Y aun cuando el precio de éstas no es del todo satisfactorio, la oferta concuerda con las existencias. Sea que el precio implique ganancia o pérdida para el productor, las mercancías se ofrecerán, tendrán que ofrecerse, y, por lo general, de inmediato.

Por eso podemos considerar la oferta de las mercancías, es decir la demanda de dinero, como sinónimo de la misma mercancía y declararla independiente de toda acción humana. La oferta es una cosa, un objeto, una materia y no una acción. La oferta equivale siempre a la existencia de mercancía.

La demanda, en cambio, como ya se ha dicho, no está sujeta a todo este apremio. Elaborada de oro, un metal precioso que ocupa un lugar destacado entre las materias terrestres y puede ser considerado, por así decirlo, como cuerpo extraño en la tierra, resiste con éxito a las fuerzas destructoras de la naturaleza.

El oro no enmohece, ni se pudre, ni se rompe, ni perece. Resiste la acción de la helada, del calor, del sol, de la lluvia, del fuego. El dinero hecho de oro proteje al poseedor contra toda pérdida material. Tampoco la calidad se altera. Enterrando un tesoro áureo, aunque sea en un pantano y sin envoltura alguna, permanecerá inalterado aun después de 1000 años.

Al mismo tiempo, la extracción actual del oro es insignificante en relación a la masa acumulada desde los tiempos remotos; ella alcanzará apenas, en 3 o 6 meses, o quizás en un año, el 1 por mil de la existencia total.

La moda tampoco afecta al dinero de oro, puesto que la única variante experimentada en 4000 años fué el paso del bimetalismo al simple patrón oro.
Lo único que el precioso metal podría, quizás, temer, sería la invención de un papel-moneda conveniente, pero aun contra tal eventualidad estaría protegido el tenedor de oro, por el hecho de que tal papel-moneda, para introducirse, necesita la voluntad del pueblo, enemigo muy lerdo, que da tiempo para la fuga.

El poseedor de oro está así protegido de toda pérdida material, por las cualidades inherentes a este extraño cuerpo. El tiempo pasa inadvertido para el oro; es invulnerable al efecto destructor de los años. Su poseedor no está forzado a enajenarlo; puede aguardar. Cierto que pierde los intereses mientras espera. Pero, ¿acaso no debe el interés su origen precisamente al hecho de que el poseedor del oro puede esperar? En todo caso, también el poseedor de mercancías pierde intereses mientras aguarda la venta. Es más: pierde intereses y sufre deterioros en el material, aparte de los gastos de almacenaje y conservación, en tanto que el poseedor del oro desperdicia tan sólo una oportunidad de ganar.

El poseedor de oro puede, pues, diferir la demanda de mercancías; puede imponer su voluntad. Cierto que tarde o temprano ofrecerá su oro, por serle inútil de por sí, pero lo hará cuando y dónde le plazca.

La oferta puede medirse siempre exactamente por el stock de mercancías existentes; ella se cubre con las mismas. La mercancía ordena, no admite réplica. La voluntad de su poseedor es tan impotente que con razón podemos pasarla por alto. En cambio, en el caso de la demanda se hace valer la voluntad del poseedor de dinero; el oro es un servidor obediente de su amo quien lleva a la demanda de la soga como si fuese un perro, y el perro muerde cuando se le azuza. Pero, ¿contra quién podría azuzarse la demanda? O para usar el lenguaje figurado marxista: la demanda entra al mercado con porte marcial, pisando fuerte, como quién está acostumbrado a la victoria y viene a recoger laureles; oferta llega oprimida, modesta, encorvada, como quién viene a que lo desplumen. De una parte necesidad, de la otra libertad, y la concurrencia de ambas determina el precio.

¿Cuál es la causa de este comportamiento tan diferente? Que el uno tiene para vender oro indestructible, mientras el otro posee objetos deteriorables. El primero puede esperar, el segundo no. En tanto, aquél posee el instrumento de cambio, que es inalterable y le permite sin perjuicio personal diferir el canje, éste sufre con la postergación un daño inmediato, tanto más grave cuanto más se prolongue. Porque esta relación coloca al poseedor de mercancías en una situación de dependencia frente al poseedor de dinero, o para expresarlo en la forma clara y concisa de Proudhon: porque el oro no es la llave, sino el cerrojo del mercado (del intercambio de mercancías).

¿Y si la demanda, aprovechando su libertad, se alejara del mercado?

Entonces actúa la obligación a la que está sujeta la oferta, haciendo que esta misma vaya en busca de la demanda, la localice y trate de atraerla mediante alguna proposición ventajosa.

La oferta necesita de la demanda, y de una demanda inmediata, y ésta, por su parte, conoce bien la situación precaria o forzada de la oferta.

En consecuencia, podrá la demanda generalmente exigir una compensación especial a cambio de su privilegio de permanecer retraída del mercado.
¿ Y por qué no ha de exigir el poseedor del dinero tal tributo? ¿Acaso toda nuestra economía, la determinación del precio por la oferta y la demanda, no está basada en la explotación de los apuros del prójimo, como lo hemos demostrado con la extensión que merece el asunto?

Supongamos que el molinero y el herrero, separados por el espacio y el tiempo, quieran canjear sus productos, harina y clavos, respectivamente, y necesiten, al efecto, un dinero que Juan posee. Este, con su dinero, está en condiciones de facilitar de inmediato el intercambio, si así fuera su voluntad; pero puede también demorar, diferir, obstaculizar o simplemente impedir la transacción, puesto que su dinero le permite aguardar el momento más apropiado para el intercambio. ¿No es, entonces, natural que Juan se haga pagar tal poder, y que el molinero y el herrero convengan en hacer una reducción en sus pretensiones por la harina y los clavos? ¿Qué remedio les queda? Si se opusieran a la reducción mencionada, el dinero se retiraría sencillamente del mercado, debiendo, molinero y herrero, cargar otra vez sus productos y llevarlos, con nuevos gastos, a sus respectivas casas, sin haber conseguido su objetivo. El molinero y el herrero se verán, pues, igualmente necesitados como productores y como consumidores. En el primer caso, por el deterioro de sus productos, en el segundo, porque carecen de los objetos para cuya obtención llevaron sus mercancías al mercado.

Si en lugar de oro Juan poseyera alguna otra mercancía como medio de cambio, por ejemplo, té, pólvora, sal, ganado o libremoneda; las propiedades de estos medios de cambio no le hubieran permitido dilatar la demanda ni recabar un impuesto de las otras mercancias.

Podemos, pues, decir: nuestra moneda actual sólo facilita por lo general el intercambio de las mercancías mediante la deducción de un tributo. Si el mercado es la calzada en la que se intercambian las mercancías, el dinero es la barrera que se levanta mediante el pago de un derecho. Y este derecho, ganancia, tributo, interés o como quiera llamársele, es la presuposición fundamental del intercambio de las mercancías. Sin tal tributo es inconcebible el cambio.

Entendámonos bien aquí. No se trata de la ganancia mercantil, del pago al cual tiene el comerciante derecho y lo hace valer por su trabajo. Hablamos de la ganancia especial que el poseedor del dinero está en situación de exigir de los productores de mercancías, porqué puede obstaculizar el intercambio mediante la retención del dinero. Esto no tiene nada que ver con la ganancia comercial. Es un servicio especial que el dinero cobra, un tributo que el mismo recaba, porque se halla libre de la necesidad material de ofrecerse, a la que generalmente están sometidas las mercancías. Necesidad material, inherente a las mercancías, en cuanto a la oferta; libertad, arbitrio y autonomía completa del momento, del estado, en cuanto a la demanda; he aquí la razón determinante del tributo. La mercancía ha de pagar esta libertad al dinero irremisiblemente. Sin tal tributo no se ofrecerá dinero; sin pagar a éste el servicio de cambio ninguna mercancía llegará a su destino. Si por cualquier razón el dinero no percibe su tributo habitual, las mercancías permanecen en los depósitos, se deterioran, se pudren, perecen (crisis).

Si la percepción de un tributo es ya la premisa fundamental de la demanda, con mayor razón queda excluída la eventualidad de aparecer ésta en el mercado si la aguardan ahí pérdidas inmediatas. La oferta se presenta sin considerar en absoluto la ganancia o la pérdida. La demanda se retira a su fortaleza (eso es su invulnerabilidad) ante la perspectiva desfavorable, y aguarda allí con paciencia franciscana el momento más propicio para su aparición.
La demanda, mejor dicho, la oferta mercantíl del dinero contra mercancías es posible cuando las condiciones del mercado ofrecen:

1) seguridad suficiente contra pérdidas, y
2) un tributo al dinero.

El tributo mencionado se per cibe sólo mediante la venta de mercancías, y para ello se requiere el cumplimiento de una condición: que durante el período que transcurre entre la compra y la venta de la mercancía el precio de ésta no baje. El precio de venta ha de superar al de compra, dado que de la diferencia en más se abona el tributo. En períodos de prosperidad general (coyuntura ascendente), en que el índice general de los precios tiende a subir, la confianza de los comerciantes está generalmente justificada. La diferencia citada o sea la ganancia, cubre entonces los gastos del comerciante, más el tributo que exige el dinero. En momentos de coyuntura descendente (baja de precios) la percepción del tributo es dudosa, y con frecuencia hasta imposible. Basta la duda para inducir al comerciante a abstenerse de comprar... ¿Qué comerciante, especulador, empresario recurrirá al Banco para descontar un pagaré y obligarse a pagar intereses cuando teme que aquello que se propone adquirir con el dinero prestado baje de precio y corra el riesgo de no recuperar ni los gastos?

Desde el punto de vista de las premisas a las cuales el dinero subordina sus servicios de intermediario es matemáticamente imposible el comercio con precios en descenso. Pero es de notar aquí que sólo el poseedor de dinero habla de tal imposibilidad absoluta. Para el poseedor de mercancías ni las pérdidas mercantiles mas graves forman un obstáculo a la oferta; él no conoce, en este sentido, obstáculos insalvables. La mercancía está lista indefeniblemente para el cambio, haya perspectivas de ganancia o de pérdida. El dinero, empero, se declara en huelga cuando no se le asegura el tributo habitual, y ello sucede tan pronto como, por una causa cualquiera, se perturbe la relación entre la oferta y la demanda, y bajen los precios.

¡Alto ahí! ¿Qué acabamos de decir? Que al declinar los precios retrocedería la demanda, se haría calculadamente imposible la circulación monetaria. ¡Pero si los precios bajan precisamente por la escasez de dinero ofrecido! ¿Y porque la oferta de dinero es insuficiente para impedir un descenso de precios, se la reduce más aún? Seguramente que sí; no hay ningún error de imprenta en la frase. El dinero se retira efectivamente del mercado, la circulación monetaria se hace imposible tan pronto como sea insuficiente la oferta de dinero, y se inicie o se aproxime un descenso de precios.

Cuando después de instituído el patrón oro la emisión de dinero se redujo por el monto total de la extracción de plata y bajaron los precios, también se hizo imposible la circulación monetaria, amontonándose la moneda en los Bancos. El tipo de interés declinaba continuamente. Entonces, los bimetalistas iniciaron su cruzada contra el patrón oro, atribuyendo la imperante crisis económica al insuficiente suministro de dinero; pero los Bamberger y compañeros señalaban los grandes depósitos bancarios, el tipo bajo de interés, como prueba irrefutable de que en realidad había plétora de dinero. Ellos explicaban la baja de los precios por la reducción general de los gastos de producción (¿también del oro?), por una superproducción de mercancías. Los adeptos del bimetalismo, sobre todo Laveleye, desvirtuaron brillantemente tal afirmación, demostrando que sí el dinero no está en condiciones de circular comercialmente, se debe a que no es ofrecido en cantidad suficiente para impedir la baja de los precios. Los grandes encajes bancarios, el bajo tipo de interés serían la prueba concluyente de la escasa oferta de numerario.

Sin embargo, nuestros filósofos en cuestiones monetarias, perdidos en la nebulosa del "valor", jamás llegaron a comprender el alcance de la cuestión; ni la comprenden hoy, no obstante las numerosas pruebas aportadas por el desenvolvimiento de las relaciones monetarias a la veracidad de esta teoría bimetalista. Porque desde que la casualidad intervino en el hallazgo de grandes cantidades de oro y los precios experimentaron, en general, un poderoso repunte, desaparecieron los fuertes depósitos bancarios y el tipo del interés subió más que nunca. Queda, pues, demostrado que los Bancos le llenan, que el interés baja, porque escasea dinero; y al contrario, hay un drenaje en los Bancos, sube el interés, cuando se ofrece dinero en exceso.

Y bajan precisamente los precios porque es insuficiente la oferta de dinero.

Pero si ni siquiera es indispensable que los precios de las mercancías bajen efectivamente para que el dinero abandone el mercado. Es suficiente que se vislumbre la posibilidad de una baja general (con fundamento o sin él), para que se produzca un desconcierto en la demanda, se trabe la oferta del dinero, y por ende ocurra realmente lo que se sospechaba o se temía.

¿No habrá alguna revelación en esta frase? ¿No nos la pone acaso en evidencia la naturaleza de las crisis económicas, con una claridad que no se encuentra en ninguna de las voluminosas investigaciones sobre la materia? La frase nos señala cómo de súbito puede sobrevenir un "desastre", una crisis, un día fatal, que siembre muerte y miseria.

La demanda desaparece, se oculta, porque es insuficiente para realizar el intercambio de las mercancías a base de los precios hasta entonces vigentes. La oferta superaba a la demanda: de ahí que la demanda tenga que retirarse por completo. El comerciante que está preparando un pedido de cretona lo anula en el acto si se entera que la producción de cretona ha crecido. ¿No es esto divertido?

Pero si la producción lanza continuamente mercancías al mercado ¿no crecen, acaso, las existencias, por quedar estancada, entorpecida la salida? ¿No crecen, acaso, las aguas en el lecho del río si se cierran las compuertas?

La oferta se acrecienta, pues, se hace mas apremiante debido al titubeo de la demanda, y ésta titubea precisamente porque la oferta es demasiado grande en relación a la demanda.

Tampoco aquí hay un error de imprenta. El fenómeno de las crisis económicas, tan ridículo desde el punto de vista de los extraños a ella, ha de tener no más una causa ridícula: la demanda declina porque ya es demasiado reducida; la oferta crece porque ya es demasiado grande.

Pero la comedia se convierte pronto en tragedia. La oferta y la demanda determinan el precio, es decir, la relación en que se intercambian el dinero y las mercancías. Cuanto más mercancías se ofrecen tanto mayor es la demanda por dinero. Las mercancías que por el trueque o la vía de crédito llegan al comprador quedan excluídas de la demanda de dinero. Los precios, por consiguiente, suben cuando crecen las ventas a crédito, puesto que la masa de mercancías ofrecida contra dinero disminuye por el importe de esas ventas, siendo la oferta y la demanda las que determinan los precios, es decir, la relación en que se cambian el dinero y las mercancías.

De ahí que viceversa también tendrán que bajar los precios cuando declinan las ventas a crédito, porque las mercancías que se desplazaban hacia el comprador por vías laterales (crédito) vuelven entonces a unirse a la demanda de dinero en efectivo.

La oferta de mercancías a cambio de dinero en efectivo crece, pues, en relación inversa a las ventas a crédito.

Las ventas a crédito declinan cuando los precios bajan, cuando el precio de venta es inferior al de compra, cuando el comerciante pierde generalmente sobre sus stocks de mercancías, cuando cualquier pieza de sus existencias que ha adquirido por 1.000 puede comprarse hoy, en el día del balance, por 900, teniendo por lo tanto que asentarlo en el inventario respectivo a 900. La seguridad del comerciante sube y baja con los precios de sus mercancías, y de ahí que bajen o suban también las ventas a crédito con el descenso o ascenso de los precios.

Tan vulgar es el fenómeno; nada de extraordinario se encuentra en él. Y, no obstante, reviste un carácter singular.

Si suben los precios, es decir, si la demanda es superior a la oferta, afluye rapidamente el crédito, substrae al dinero una parte de mercancías y fuerza los precios más hacia arriba. Pero si los precios bajan, se retira el crédito y las mercancías se lanzan de nuevo sobre el dinero en efectivo, presionando más aún los precios hacia abajo.

¿Se requiere, acaso, algo más para explicar el problema de las crisis económicas?

Debido al perfeccionamiento de nuestros medios de producción, porque fuimos más activos, hábiles e ingeniosos, porque tuvimos buen tiempo y buena cosecha, por nuestra mayor prolificación, porque hemos cuidado la división del trabajo, madre de todo progreso, por todo eso aumentó la oferta de mercancías y la demanda de dinero; y como no opusimos a ella una mayor oferta de numerario bajaron los precios de las mercancías.

Ante este derrumbe de precios declinó la demanda, se escondió el dinero; y por declinación de la demanda y la falta de salida, las mercancías paralizadas formaron enormes montañas. La oferta rompe los diques, inunda los mercados, y las mercancías se liquidan a cualquier precio. Pero precisamente por la baja general de precios el comerciante no adquiere mercancias, pues teme que cuánto compre hoy a un precio tentador, se ofrezca mañana más barato a un competidor suyo quedando él en desventaja. Las mercancías se tornan invendibles por demasiado baratas, y porque amenazan bajar aún más de precio. ¡La Crisis!

Pero en razón, precisamente, del estallido de la crisis; en razón de la contracción del Haber (activo) de los comerciantes y del incremento del Debe (pasivo) en relación a aquél; debido a que todo el que ha contraído obligaciones de entregar dinero (2) no puede afrontarlas ante la baja de los precios (del activo), ya que se han producido cesaciones de pago y el comercio en general ha degenerado en especulación, por todo ello se restringen las ventas a crédito. Y entonces crece la demanda de dinero en efectivo por la cantidad total de mercancías hasta entonces realizadas por vía de crédito, ocurriendo esto en el preciso momento en que el dinero ya escasea y se esconde.

Así como el fuego origina la corriente de aire que luego aviva el incendio, así también la interrupción en la circulación monetaria refuerza aún más la demanda de dinero. En ninguna parte se ven actuar las fuerzas compensadoras tan mentadas. Por doquiera acentuación, no atenuación; no hay rastros de fuerzas reguladoras.

Esta compensación buscada cuando crece la demanda de dinero (oferta de mercancías) piensan hallarla todavía algunos en la circulación monetaria acelerada, pues suponen que el anhelo de comprar barato (3) ha de atraer al dinero en mayor proporción al mercado, reduciendo así las reservas. Pero sucede todo lo contrario. La elevación de precios, y no la baja, incita al comerciante a comprar: esta última sólo puede causarle perjuicios. El temor de que lo muy barato (3) de hoy pueda ofrecerse mañana más barato aún cierra todos los bolsillos y, en realidad, no vemos dinero en abundancia más que cuando se espera un repunte de precios. Por otra parte: ¿Dónde estarían estas famosas reservas? ¿Acaso en los Bancos? Los Bancos retiran sus fondos de la circulación cuando ésta ya no ofrece más seguridades a causa de la baja general; pero los millones que se substraen al mercado cuando más falta hacen en él no pueden considerarse como reservas. Si en época de sequía el juez embarga la vaca del campesino, no por eso aumentará el ganado. Los Bancos siempre están repletos cuando bajan los precios, es decir, cuando la oferta de dinero es insuficiente; están exhautos cuando los precios suben. Si sucediera lo contrario, entonces podría hablarse de reservas.

Si existieran, pues, reservas, habría que liquidarlas cuanto antes para fomentar el intercambio de mercancías, dado que su subsistencia sería una razon más para fluctuaciones de precios. Las reservas, o sea el atesoramiento, pueden formarse sólo mediante el retiro de dinero de la circulación, del mercado, del intercambio, de su destino; pero formarlas precisamente cuando ya existe penuria monetaria en el mercado obliga a calificarlas de veneno.

He aquí la ley natural de la demanda: que desaparece tan pronto como se nota su insuficiencia.

¿Pero qué ocurre cuando ella es excesiva en relación a la oferta, cuando suben los precios de las mercancías? Pues no está excluída tal eventualidad. Tambíén esto surge palpablemente de nuestro cuadro, y la historia económica de los últimos decenios lo comprueba. Es un hecho evidente que a pesar del sensible incremento de la producción han subido todos los precios, aproximadamente desde el año 1895.

¿Qué hace, entonces, el poseedor de dinero cuándo suben los precios, cuando prevé o sabe por experiencia que lo comprado hoy podrá venderlo más caro mañana, cuando el repunte de precios abarata todo, cuando la inversión de dinero rinde un beneficio creciente?

Respuesta: Adquirirá cuanto pueda, por todo su dinero y los préstamos conseguidos. Pues los comerciantes disfrutan de crédito mientras continua el alza de los precios, en tanto que el precio de venta es superior al de compra. Simultáneamente, el ambiente optimista creado por las elevadas ganancias de los comerciantes trae como consecuencia un ambiente favorable a las compras rápidas, sin detenerse a contemplar el dinero diez veces antes de gastarlo. La moneda circula con mayor velocidad en períodos de alza de precios: la circulación monetaria alcanza durante el auge comercial (coyuntura ascendente) la velocidad máxima que en general permiten las organizaciones comerciales.

La demanda es igual a la cantidad y a la velocidad de la circulación monetaria, y la oferta y la demanda determinan los precios.

Así, pues, el alza de los precios origina una creciente demanda de mercancías por la circulación monetaria acelerada y, simultáneamente, decrece la oferta de mercancías (a cambio de dinero efectivo) a causa del incremento de ventas a crédito. Los precios siguen repuntando, entonces, porque los precios suben. La demanda revive; crece por ser ya demasiado grande. El comerciante adquiere mercancías mucho más allá de sus necesidades inmediatas; trata de asegurarse, porque la oferta es demasiado reducida en relación a la demanda. Cuando la oferta aumentaba hasta resultar excesiva en relación a la demanda, el comerciante limitaba sus pedidos al mínimum, a lo que podía colocar de inmediato. No quería ni podía dejar transcurrir el tiempo entre la compra y la venta, puesto que en ese interín bien podría el precio de venta caer debajo del precio de compra. Pero ahora, que escasean las mercancías, no puede adquirir bastante; todo cuanto compra le parece poco, y quisiera acumular un stock enorme. Las deudas tal vez contraídas por él, se contraen diariamente en relación a su activo, el que por virtud del repunte de precios crece sin cesar; y el pasivo no le preocupa mayormente mientras siga el alza de aquellos.

¿No es esto también un fenómeno raro, propio de las curiosas manifestaciones de la coyuntura ascendiente?

La demanda de mercancías aumenta, ha de aumentar forzosamente mucho más allá del límite habitual, toda vez y todo el tiempo que escasee la oferta.

Sí; el patrón metálico, nuestro patrón oro apoyado en la ilusión del valor, se justifica. Lo demuestra claramente nuestra investigación. Origina una demanda creciente cuando ella ya es demasiado grande de por sí, y la restringe a las necesidades personales más indispensables de los pocos poseedores de dinero cuando ella es ya por demás insignificante. No se da de comer al hambriento porque es un hambriento, mientras que se alimenta al satisfecho hasta el hartazgo porque está saciado.

Habíamos demostrado en qué consiste la utilidad del dinero. Tal utilidad había pasado siempre desapercibida; de ahí que nadie concibiera una demanda por semejante dinero (papel-moneda), fabricado con un material sin valor. Algo debió haber existido para inducir a la gente a aceptar el dinero, y si no fué su utilidad como medio de cambio habrá sido la utilidad de su materia prima.

Cierto que el oro es, efectivamente, una materia que tiene aplicación industrial, que de no ser tan caro se habría intensificado. Sólo el alto precio del oro influye en que no se le utilice muchas veces en lugar de hierro, plomo o cobre.

Su carestía no es obstáculo, empero, para la utilización del oro, por lo menos, en joyería, donde no importa tanto la baratura. En efecto, el oro es la materia prima predilecta de la industria joyera; con él se fabrican pulseras, cadenas, relojes y otros adornos; se enchapan los cálices para el servicio religioso, copas para premios deportivos, marcos para cuadros, etc. También los fotógrafos y los dentistas utilizan mucho oro. Y todo este oro se substrae a la moneda porque es generalmente el oro amonedado la materia prima mas barata para los joyeros.

La aplicación del oro para estos fines industriales crece naturalmente con el amor al lujo, con el bienestar y con la riqueza, y ésta aumenta con la producción de mercancías, con el trabajo. En años prósperos trabajan los joyeros horas extraordinarias; en tiempos malos la población necesitada vende sus joyas como chafalonía.

De modo que cuanto más mercancías se producen, mayor es la demanda de dinero (de medios de cambio), mayor es la cantidad de monedas de oro que ruedan a la fundición de los joyeros para convertirse en alhajas.

¡Alto ahí! ¿Qué absurdo se ha vuelto a decir? ¿Será posible que cuanto más se trabaje y más mercancías se produzcan sea mayor la riqueza, y a medida que ésta aumente más monedas (medio de cambio para mercancías) van a parar a la fundición? Sí, esto es exactamente lo que se ha dicho. No hay aquí malentendido alguno; y lo digo con la calma con que el juez pronuncia la sentencia de muerte. Sé bien que en tan pocas palabras hay elementos suficientes para la condenación del patrón oro. ¡Que traigan a mi presencia al hombre capaz de rebatír lo dicho!

Repito: Cuanto más mercancías se produzcan mayor será el bienestar y la riqueza, y más se desarrollará el amor a lujo. El pueblo enriquecido por la producción de mercancías (oferta de mercancías) limpia las joyerias y los joyeros llevan el dinero obtenido a la fundición para convertir la substancia monetaria (oro) en nuevas cadenas, relojes y otros objetos de su ramo.

Quiere decir, que dada la gran masa de mercancías producidas, dadas las abundantes cosechas, dado que el procedimiento de Thomás permite ahora convertir mal hierro en buen acero con el cual se obtienen herramientas excelentes que multiplican el rendimiento de nuestro trabajo, dado que los residuos de este procedimiento constituyen además un abono apreciable que triplica la fertilidad de nuestros campos, dado que los obreros aprendieron en las escuelas a utilizar sus manos con criterio racional, dado en fin el incremento de la oferta de mercancías, con todo esto destruimos la demanda, al fundir el medio de cambio, el vehículo de la demanda.

¿Qué diríamos si en años de óptima cosecha y cuando la industria trabaje a más no poder, la administración de ferrocarriles resolviera festejar tales acontecimientos quemando, destruyendo sus vagones?

"Si la cosecha de patatas me resulta buena le compraré a mi mujer un collar de oro", -dice el agricultor.
"Si mi vaca pare este año dos terneros le compraré a mi novia un anillo de oro", -dice el ganadero.
"Si logro coser con la máquina doble cantidad de pantalones compraré un reloj de oro", -dice el sastre.
"Si con mi nuevo invento patentado llegara a producir diez veces más nitrógeno haré dorar por mi cuenta la capilla de Luján", -piensa el químico.
"Si mi fábrica arroja este año una producción mayor a la del año anterior me compraré una vajilla de oro", -dice el industrial.

En resumen, el medio para adquirir anillos, collares, etcétera es siempre y regularmente la producción acrecentada de mercancías (la oferta), y el oro para estas alhajas se substrae generalmente a la demanda a la moneda. (También el oro no amonedado es moneda según la ley).

Ahora bien, como el dinero fundido por el joyero se pierde para la demanda de mercancías, como esto suele suceder, por desgracia, en el preciso momento en que la oferta es considerable (ver más arriba), y como la oferta y la demanda determinan los precios, resulta que se produce una baja de precios. Y este descenso interrumpe el intercambio de mercancías y la producción, causando desocupación y miseria.

El patrón oro, la utilidad de la substancia monetaria como materia prima para la industria joyera es propiamente la sierra con la cual se corta la rama que produce el bienestar. El dinero es la premisa para la división del trabajo; ésta conduce a la prosperidad, la que, por su parte, destruye el dinero. El bienestar termina, pues, necesariamente en un parricidio: destruye a quien le dió vida.

Patrón oro y mendicidad se corresponden mutuamente. Y si Federico el Grande tuvo escrúpulos para gobernar a un pueblo de mendigos, ello solo nos demuestra que abrigaba un acentuado sentimiento de honor, no obstante que como rey no tuviera razones especiales para avergonzarse, ya que donde quiera se arraigó el patrón de metales preciosos, allí los reyes rigieron siempre sobre mendigos. Mientras el hombre sea afecto al lujo y dedique una parte de sus entradas a la compra de alhajas de oro, y mientras ese oro sirva simultáneamente de materia prima para sus medios de cambio, el bienestar de las masas populares será imposible.

No siempre el campesino aprovechará una buena cosecha para comprar un collar de oro a su esposa; ni todos los químicos implorarán la bendición para sus inventos con la promesa de dorar la imágen de la virgen.

"Si me resulta bien la cosecha compraré una trilladora", -dice un agricultor.
"Si tengo suerte en la invernada haré drenar aquel pantano", -piensa el hacendado.
"Si mi invento responde a mis esperanzas levantaré una fábrica", -calcula el químico.
"Si el establecimiento trabaja bien este año y termina la huelga construiré una casa de departamentos, -se dice el rentista.

Es decir, que cuanto más mercancías se producen, tanto más aumentan las empresas destinadas a producirlas, se multiplican los bienes reales (el así llamado capital real).

Pero de estas empresas (capitales reales) se espera interés, y el interés desciende a medida que crece el capital real en relación a la población. Muchas casas y pocos inquilinos igual a alquileres bajos. Muchas fábricas y pocos obreros igual a bajos intereses.

Bajando entonces el interés de los capitales reales por debajo de los límites habituales, a raíz de las nuevas empresas, no se invertirá más dinero en ellas. Sin interés no hay dinero (4).

¡Un momento! ¿He interpretado bien? Si desciende la renta de las fábricas, casas, buques, se suspenderá su construcción, puesto que nadie querrá ceder dinero para tales inversiones. ¿Será cierto esto? ¿Cómo vamos a tener entonces viviendas baratas?

Sí, es cierto cuanto dije, y ¿quién se atreve a rebatirme? Si la renta de las casas, el rendimiento de los bienes en general baja, el dinero que se pensaba invertir en tales empresas se retira, y ¿que ocurre entonces con las mercancías que se destinan a la amortización y a la extensión de los capitales reales? (5)

De manera que cuando la población es activa e ingeniosa, cuando el sol y la lluvia favorecen las sementeras, cuando muchos productos se ponen a disposición del pueblo para ampliar las viviendas y los establecimientos industriales, es, precisamente entonces, que se retira el dinero destinado a fomentar el intercambio, y espera. Y debido al retiro de dinero, por la ausencia de la demanda, caen los precios, y aparece de nuevo la crisis.

No obstante el considerable aumento de la producción, los precios son arrastrados hacia arriba.

EXPLICACIÓN: (V) Velocidad de circulación. (C) Crédito. (D) Moneda emitida son los componentes de la demanda. (M) Mercancías representa la oferta. (V y C) dependen directamente de los precios: crecen en desproporción a ellos. El alza de precios promovida por el aumento de la moneda emitida estimula la producción. Si la producción de mercancías aumenta en desproporción al incremento persistente de la moneda, se inicia una baja de precios. El resultado es que V y C se separan de la demanda, y el retroceso de precios registra en A una precipitación especialmente también porque el retroceso de precios significa una paralización de la salida con que M (oferta de mercancías) acusa un brusco ascenso. Sólo mientras V. C. D. M. corren parejos o los desvíos se compensan, permanece P (precio) invariable.

Necesariamente, pues ha de sobrevenir la crisis cuando a consecuencia del incremento de capitales reales desciende el interés de empresas e inmuebles.

En la teoría del interés tratada en el segundo tomo se demuestra que el interés del dinero es independiente del interés de los capitales reales (pero no a la inversa), y que es un craso error la objeción de que el interés del dinero declina junto con el de los capitales reales, y que, por eso, tampoco faltaría dinero para nuevas inversiones aun en tiempos de descenso del interés de los capitales reales.

De ahí que también sobre esta base la economía nacional sólo evolucione de una crisis a la otra. Bajo el imperio del metal-moneda tiene el pueblo necesariamente que vivir sin techo y sin pan. El oro ¡he ahí nuestro rey nato, el verdadero "roi des gueux"!

 

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(1) Wirth: La moneda, pág. 7.
(2) Obligaciones de dar dinero son letras, pagarés, hipotecas, contratos de alquiler y arrendamiento, seguros en general, etc.

(3) Ninguna mercancía en sí es barata en el sentido comercial, sino sólo con respecto a lo realizado. Mientras bajan los precios, todas las mercancías son caras; se tornan baratas cuando el alza general de precios eleva el precio de venta por encima del de costo.

(4) Me remito a la teoría del interés tratada en el 2o. tomo de esta obra.

(5) Según los datos leídos por el banquero Reusch Wiesbaden en el Congreso Alemán de la Vivienda sólo los capitales para la edificación insumen anualmente la cantidad de 1.500 a 2.000 millones de marcos.