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Trueque y Economía Solidaria
Susana Hintze (Editora)

3. La economía social como estrategia de desarrollo integrador

La sociedad de mercado, basada en una economía totalmente mercantilizada, donde toda producción –bien o servicio– es producida para ser vendida, donde la empresa con fines de lucro es la forma dominante de organización de la producción y el Estado es el guardián del sistema de derechos de propiedad y de cumplimiento de los contratos, nunca se realizó plenamente. Siempre hubo trabajadores autónomos (por cuenta propia), emprendimientos familiares o asociativos que no respondían a la forma capitalista, empleo estatal para la producción de bienes públicos gratuitos o altamente subsidiados y, sobre todo, trabajo doméstico y diversas formas de trabajo comunitario que se concretaba en valores de uso cuya producción y distribución se atenía a reglas de reciprocidad de diverso grado antes que a contratos bilaterales mediados por el dinero.

La revolución tecnológica y organizativa del capital a escala global y bajo el predominio de la lógica del capital financiero, así como las reformas del Estado, reduciendo drásticamente su papel como productor de bienes públicos (y como empleador) y/o de ciertos bienes y servicios considerados “estratégicos”, como regulador de los mercados y como redistribuidor del excedente generado en las empresas, han originado una situación de crisis de reproducción de la vida de grandes masas de personas, familias y comunidades, si es que no de países completos (desempleo, subempleo, precarización laboral, trabajo en negro, pérdida de ingresos reales, degradación de la oferta de bienes públicos, etcétera).

Estos procesos, acaecidos en el nivel planetario, repercutieron de manera profunda y aparentemente irreversible en nuestro país. En éste, y de la mano de una política económica y social ortodoxa impulsada por poderosos intereses externos e internos, adoptada pasivamente como un recetario y aplicada a un ritmo vertiginoso durante los últimos diez años por quienes detentaban el poder, se generaron transformaciones como las antedichas, con una secuela impresionante, sorprendente (como que el país parece haberse constituido en el paradigma de la decadencia), de pauperización generalizada y exclusión social.

Ante esto, los ciudadanos han ido desarrollando respuestas reactivas que se fueron estructurando en nuevas formas de producción para la reproducción. La 38 primera reacción fue expandir el mercado informal, que finalmente llegó a un límite y comenzó a reducirse en el contexto de una prolongada recesión. Otra forma fue la creación de nuevas formas de cooperación que permitieran a la vez la reintegración de los excluidos como productores y consumidores de bienes y servicios que el mercado capitalista y el Estado dejaron de reconocer, de facto o formalmente, como derechos humanos.

En la actualidad, se acepta –y repite– que la sociedad vive tiempos de enormes cambios, tanto en los aspectos de la realidad concreta como en el plano de las ideas. Una época de transición, se dice, en que resulta necesario no aferrarse a las viejas nociones y conceptos, para dar paso a nuevos enfoques renovadores (puede que hasta a un nuevo paradigma) capaces de conservar lo positivo de la experiencia histórica, pero también de enfrentar y resolver las cuestiones presentes de manera creativa y eficaz.

En tanto se examina con cuidado y una mirada amplia, despojada de sectarismos y prejuicios, esta realidad hoy envolvente, contextuada como es sabido en este capitalismo prebendario y depredador que se establece en el marco de la globalización, se descubre que los excluidos y carenciados sobreviven a sus problemas inventando centenares y centenares de soluciones parciales e improvisadas, espontáneas o no, en su mayor parte predominantemente subordinadas a la satisfacción de sus necesidades y a la calidad de los vínculos socioculturales, y no a la lógica de la explotación del trabajo ajeno.

De esta manera, pueden enumerarse iniciativas individuales, familiares, asociativas o comunitarias que emergen en el campo de las acciones económicas y societarias populares, impulsando incluso verdaderos emprendimientos e iniciativas que denominamos sociales por su lógica más profunda y sus resultados (crear sociedad). Entre las formas organizativas tradicionales y emergentes que comparten estos atributos relacionales, es dable visualizar:

• microemprendimientos y sus asociaciones para propagar/vender juntos, adquirir materiales y lograr espacios, generación mancomunada de marcas y diseños, protección de las artes y oficios, y otras;

• cooperativas de trabajo productoras de bienes y de servicios (a veces llamadas autogestionarias) para el mercado formal, para los mercados solidarios o para el autoconsumo de sus miembros (últimamente han vuelto a reaparecer la huertas y granjas familiares y comunitarias, y se amplía el número de fábricas autogestionadas por los obreros), así como empresas sociales;1

• cooperativas de abastecimiento y/o redes de consumo colectivo para abaratar el costo de vida y mejorar la calidad social de los consumos;

• prestación de servicios personales solidarios, como el cuidado de personas, actividades terapéuticas, cuidado del medioambiente, recreación infantil, etcétera;

• asociaciones culturales de encuentro comunitario y de afirmación de identidades (barriales, de género, étnicas, deportivas, generacionales, etcétera);

• redes de ayuda mutua, seguro social, atención de catástrofes y eventos atmosféricos regionales/locales, familiares o personales;

• mutuales de trabajadores asalariados del Estado y/o del capital por iniciativa o no, de orden sindical;

• cooperativas previsionales sin fines de lucro;

• grupos de formación y capacitación continua y equipos de investigación y de cooperación técnica con fines comunitarios;

• banca social o solidaria que capta los ahorros populares y los canaliza hacia el crédito social generador de empleo y mejores condiciones de vida;

• agrupamientos asociativos para crear lugares de encuentro de experiencias, de reflexión, sistematización y aprendizaje colectivo;

• redes de trueque y redes de comercio justo (en general internacionales) organizando mercados solidarios, con o sin dinero de curso legal de por medio.2

En ese sentido, la economía popular realmente existe como un sector agregado de actividades socioeconómicas y está compuesta (Coraggio, 1998b), resumidamente, por:

• el conjunto de recursos subjetivos y materiales, privados y públicos, que comandan las unidades o grupos domésticos (unipersonales o colectivos, familiares o comunitarios) que dependen para su reproducción de la realización ininterrumpida de su fondo de trabajo;

• las actividades que realizan para satisfacer sus necesidades de manera inmediata o mediata (actividades por cuenta propia o dependientes, mercantiles o no, competitivas o cooperativas);

• las reglas, valores, saberes y conocimientos que orientan tales actividades, y

• los agrupamientos, redes y relaciones (de concurrencia, regulación o cooperación, internas o externas) que instituyen a través de la organización formal o de la repetición de esas actividades.

Sin embargo, esa economía popular resulta hasta ahora un conjunto inorgánico de actividades, como un coro que crece sin dirección, según algunos autores. Las que son realizadas por trabajadores, en algunos casos con alto grado de autonomía –pero a costa de la escala y la complejidad en ausencia de un sistema (él mismo solidario) que los contenga– subordinadas directa o indirectamente a la lógica del capital o a lógicas de acumulación de poder o riqueza de grupos particulares.

Lo que propone la visión de una economía alternativa, como la aquí presentada, es organizar, programar y ejecutar una estrategia para que la economía popular se transforme en un subsistema económico orgánicamente articulado, centrado en el trabajo, que se puede denominar la Economía Social, Solidaria o del Trabajo.3 Con una lógica diferenciada (finalidad de la producción-reproducción ampliada de la vida humana en sociedad) y contrapuesta a la Economía del Capital (orientada por la lógica de la acumulación sin límites del capital, aunque haya matices importantes entre, por ejemplo, el sector financiero y el productivo o entre las ramas orientadas al mercado interno y las extrovertidas) y a la Economía Pública (orientada por la acumulación de poder político y su legitimación o por la auténtica definición del interés general).

La Economía Social es entonces un posible marco estratégico –concertado en un espacio pluralista– para hacer converger sinérgicamente la acción de múltiples organizaciones sociales económicas y culturales de instancias del Estado, y está orientada por objetivos de reproducción social ampliada de la vida. Para ello, debe combinar los recursos y capacidades de las mayorías sociales y de las organizaciones de la sociedad civil, así como aportes estatales de recursos públicos que legítimamente corresponde redirigir en esa dirección. La expresa finalidad de avanzar hacia el autosostenimiento de las organizaciones socioeconómicas de este sector y del sector en su conjunto, fundamental como base material para la autonomía ciudadana, no puede lograrse sin subsidios cruzados –como las cooperativas que usan parte de su excedente para desarrollar otras cooperativas, o como las redes de ahorro popular que subsidian los créditos que generan trabajos e ingresos a las bases sociales–, sin tiempo, sin una normativa jurídica facilitadora o sin una inversión social sostenida o, en su defecto, sin un redireccionamiento del gasto social y del poder de compra del Estado.

Se entiende que es la formulación más completa, en tanto abarca componentes económicos (apoyatura en el intercambio mercantil), socioculturales, jurídico-institucionales y políticos, aunque por ello mismo, resulta la estrategia social más compleja de abordar. En el plano social y económico, por ejemplo, abarca y perfecciona todos los aspectos normalmente indicados en la economía solidaria basada en el voluntariado, agregando la noción de red de emprendimientos y el análisis de circuitos de producción y circulación que cubren otras escalas organizativas de producción más allá de las empresas sociales, como son los microemprendimientos, cooperativas, sociedades anónimas laborales, otros emprendimientos asociativos y sus vinculaciones con las PyMEs. Se conformaría por este medio un sistema complejo donde la solidaridad es, en buena medida, orgánica: se requiere que los otros componentes del sistema se desarrollen y mejoren su calidad de trabajo y de vida, y compartan las reglas morales de esta economía, para lograr el propio desarrollo.

En el plano societario, esta economía alternativa no queda limitada a los sectores más pobres y excluidos. Por el contrario, expresa la necesidad de incorporar otros sectores, como los medios y medio bajos, con recursos culturales, ingresos y capacidades profesionales y técnicas instaladas. Asimismo, plantea los distintos nexos (no sólo económicos) que el sector de la economía del trabajo tendría con la economía pública y la economía capitalista empresarial, orientadas esencialmente como se dijo, por objetivos de acumulación de poder y de acumulación de ganancias, respectivamente.

Para poder pensar que tal propuesta es posible, se requiere que la voluntad social y política cuente con el poder de la teoría. Ello demanda complementar las enriquecedoras descripciones empíricas y testimonios que sistematizan las experiencias populares –con sus logros y sus proyectos fallidos– avanzando conceptualmente en la elaboración de una teoría macrosocioeconómica y de lo que podría llamarse una “microeconomía” de la unidad doméstica, incorporando aspectos antropológicos y de otras disciplinas sociales cuando resulte necesario para completar el análisis. Eso es aún un capítulo ausente de la economía tradicional, en la que la unidad doméstica sólo es vista como unidad de consumo y de provisión al mercado capitalista de fuerza de trabajo asalariada, y fuera del ámbito de lo que la teoría oficial denominó “economía”.

De hecho, la economía social puede ser considerada, analíticamente, como una extensión necesaria de la unidad doméstica, irradiando vínculos personales y/o asociativos, sean éstos mercantiles, no mercantiles y públicos, hacia otras unidades. En la transición, la economía social en proceso puede no sólo dejar de internalizar los criterios del mercado capitalista y las formas empresariales que le son propias, sino ejercer la fuerza moral para introyectar en el sistema empresarial otros valores y límites morales a su accionar.

Por supuesto, la instalación a pleno de una economía de estas características requiere e impulsa importantes modificaciones en los sistemas de gestión pública, la educación y capacitación, la generación tecnológica, el sistema de financiamiento y la legislación vinculadas a la misma. Asimismo, que pasen a concatenarse en y al sistema propuesto los elementos que van siendo inducidos por esta nueva relación: escuelas, universidades, institutos tecnológicos, gobiernos que adoptan formas democráticas de gestión participativa, organizaciones no gubernamentales, sociales, etcétera.

Una propuesta de este alcance implica un programa que no puede ser apropiado ni discursiva ni prácticamente por ningún grupo u organización particular, pues sólo puede ser viable si se encarna como nuevo sentido común en las prácticas de organización social y económica popular y de buen gobierno local, provincial y nacional. Y porque requiere la creatividad e iniciativa de una multiplicidad de actores, que no pueden ser encasillados en modelos preconcebidos, y en el diálogo entre esas iniciativas y experiencias, generando una comunidad de aprendizaje, esencial para otro desarrollo integrador.

La finalidad última de la economía social es pluripropósito. No es sólo enfrentar la pobreza por la vía de la inserción, sino crear condiciones para la constitución o consolidación de nuevos actores sociales, cuyas bases ya existen pero hoy están desestructuradas, dispersas, desvalorizadas. Significaría consolidar nuevas identidades basadas en el ejercicio pleno de los derechos y responsabilidades ciudadanas, la creatividad, el trabajo y su reconocimiento por la sociedad, dando más fuerza a la reivindicación social pero sobre todo superando la pasividad de la espera de soluciones asistenciales estigmatizantes. Si ello se concreta, se generaría una importante transformación ideológica con trascendentales efectos culturales en el campo popular y en la sociedad en su conjunto.

Para las personas atendidas con políticas asistencialistas, receptores pasivos de ayudas condicionadas, la incorporación a la economía social significaría potenciar y generalizar su transformación en sujetos productivos y creativos. Esto implica redirigir los recursos destinados a dichas políticas hacia el financiamiento de créditos y subsidios para la inversión o el capital de trabajo de sus emprendimientos sociales. Pero no por ello se abandona la meta de autofinanciamiento más allá del corto plazo. Para lo cual se requiere impulsar el asociativismo productivo capaz de generar bienes y servicios de calidad y con alto valor agregado de conocimiento e información. La confianza mutua, los lazos de cooperación y la participación solidaria, están por detrás de dicho asociativismo, fundamento de cualquier cambio cultural que desplace el individualismo neoliberal.

Para asentar las bases de esta transformación resulta condición imprescindible impulsar su financiamiento, redireccionando gradualmente parte de la renta y las ganancias monopólicas, así como los recursos públicos actualmente destinados a los programas y proyectos de políticas sociales, hacia la inversión en la economía social y esos componentes fundamentales de las redes y circuitos de producción y circulación mencionados.

El apoyo decidido a la construcción de esta economía social, parece la única estrategia que permite asegurar, por lo menos en el caso de los países periféricos y especialmente de la Argentina, una salida a mediano y largo plazo a sus problemas de desarrollo económico sustentable, con equidad social.

Las redes de trueque son una –aunque muy importante– de las decenas o cientos de formas que operan en el funcionamiento de la economía popular, que emergen por designio y diseño conciente, o espontáneamente y por procesos de copia, difusión y adaptación. Formas más o menos autónomas, con ámbitos locales, regionales o globales, y con diversas vinculaciones de conflicto o cooperación con otras formas económicas. Y como proceso social no pueden estar exentas de la diferencia, la contradicción y el conflicto. Regular esos conflictos sin poner en riesgo el objetivo social estratégico es una responsabilidad que debería ser asumida con tanta urgencia como la redefinición de las políticas públicas y sus marcos normativos, hoy más bloqueadores que facilitadores del desarrollo social.

Reconociendo que la regulación de las estructuras de la economía social debe ser sobre todo autorregulación conciente, es innegable que el Estado ejerce un papel como legislador y como ejecutor de normativas, y es evidente que la masividad del proceso de desarrollo de las redes de trueque, así como la conflictividad desplegada, han inducido el surgimiento de iniciativas de ley –nacionales, provinciales y ordenanzas municipales– que incluyen o están expresamente dirigidas al trueque. A continuación se realiza un primer análisis de algunas de esas iniciativas, y en el anexo 3 se incluye un cuadro comparativo de las mismas.


1. Véase al respecto Abramovich, et al.: Empresas sociales y economía social: aproximación a sus rasgos fundamentales (en prensa.)

2. Si bien el “trueque” no corresponde estrictamente a la esfera de la circulación, pues cumple el papel de desarrollar sistemas solidarios de producción e intercambio, su desarrollo como parte de una economía solidaria requiere una articulación fuerte con las esferas –relativamente autónomas- de la producción y la distribución solidarias y no solidarias, a las cuales lógicamente no puede contener.

3. Sobre la utilización alternativa de estas denominaciones, véase: José L. Coraggio, La Economía Social como vía para otro desarrollo social, www.urbared.ungs.edu.ar, y el debate que allí está en marcha.


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