IMPLICACIONES Y RECOMENDACIONES

 

La visión convencional de la economía establece dos esferas: la de producción y la de consumo, las cuales se articulan a través del mercado. Desde esta visión,  a la familia, como agente económico, la circunscriben en la segunda esfera, lo que se traduce en considerarla, exclusivamente, como una unidad de consumo, que se limita a administrar un presupuesto monetario indispensable para la toma de decisiones respecto a los bienes y servicios a adquirir para satisfacer las necesidades de sus miembros.

 

Esta perspectiva económica ha tenido efectos sobre los discursos, las practicas y las medidas políticas respecto a este grupo social. En los discursos, se estandariza un lenguaje que restringe la capacidad de discernir, discutir y reconocer que en el grupo familiar se verifican procesos de producción de bienes y servicios, que en sí, son operaciones de agregación de valor  que llevan a cabo integrantes del grupo familiar y que son indispensables para el mantenimiento de éste y de todo el sistema económico.

Además, el discurso prevaleciente deja como impronta, en las personas, que efectivamente la vida transcurre en dos esferas claramente demarcadas, con ello se desconoce que el mundo de la producción esta estructurado como un sistema y que cada parte de éste se constituye en un subsistema, con dinámicas y procesos particulares y heterogéneos, donde las líneas que demarcan los limites entre los subsistemas no son fácilmente percibidas,  y los cuales están en permanente interacción. Por lo anterior producción producto de las actividades relacionadas directamente con el mercado y producción producto de las actividades generadas a partir del trabajo doméstico se constituyen en un continuom, ambos son fundamentales para la reproducción de la vida humana.

 

Ahora, abordaremos los efectos de la visión tradicional de la economía respecto a las prácticas que se asumen hacia la familia. En este sentido, este grupo social es asumido como un objeto del mercado, que puede y debe ser persuadido para que cumpla con el papel otorgado por la economía y es el de ser una unidad consumidora de bienes y servicios que provienen del medio externo. Para ello, se crean una serie de estrategias publicitarias que garanticen que los miembros del grupo familiar van a absorber los productos generados en la producción capitalista.

 

Otro efecto sobre las práctica esta relacionado con la invisiblización de la producción resultante del trabajo doméstico, hecho que se expresa en la no inclusión de ésta en las estadísticas sobre población trabajadora ni en las cuentas nacionales que reportan las actividades que le aportan al ingreso bruto de la nación. Por lo anterior, los estudios económicos que se enmarcan en esta visión no consideran a la familia como sujeto de  estudio y de intervención.

 

Respecto a los efectos de esta visión sobre las políticas económicas se evidencian dos situaciones ambivalentes, contradictorias y confusas. Por un lado, se le otorga a la familia, implícitamente, un papel importante como dinamizadora de la economía, en tanto es el grupo social que puede garantizar el consumo de bienes y servicios del mercado para contribuir a la activación de la economía y de este modo mantener el sistema; sin embargo, en el momento de formulación de políticas económicas dirigidas a promover una prosperidad económica, no se analiza las consecuencias de estas decisiones en las condiciones y calidad de las familias.

 

De otra parte, el trabajo de cuidado que se da en el interior de las familias esta connotado de una gran capacidad para ajustarse a las circunstancias. Actualmente, en un contexto de desempleo, subempleo, ocupaciones de baja calidad, escasa remuneración, horarios prohibitivos, creciente movilidad geográfica en procura de un empleo, reestructuraciones  en el mercado de trabajo y recorte en los sistemas de bienestar, se acrecienta la tensión entre los recursos disponibles en la familia y los niveles de vida surgidos de las costumbres, gustos, convenciones sociales y aspiraciones de los sujetos; esto hace pensar que en las familias se ha  intensificado el trabajo de cuidado como un mecanismo de compensación para enfrentar estos cambios adversos.

 

El problema de la capacidad de los ingresos para cubrir las necesidades de la familia y el consecuente incremento del trabajo doméstico en éstas, no se ha reflejado en políticas económicas coherentes que den respuesta a los requerimientos de este grupo social para posibilitar el bienestar de sus integrantes.  En la concepción de familia como unidad de consumo,  se reconoce que una política de  bienestar social no sólo es importante para compensar a las familias frente a las condiciones adversas del mercado laboral sino también, para proteger a la economía de fuertes reducciones en la demanda; al mismo tiempo, y con base en la consideración  que en las familias no hay trabajo ni producción sino formas “naturales” de asegurar la convivencia, se asume que éstas son lo suficientemente elásticas, flexibles y recursivas para ajustarse  a los apretones económicos derivados de una política económica de austeridad[1].

 

La anterior interpretación ambivalente  termina en políticas que como se dijo aparecen incoherentes. En esencia se actúa en la vía de conservar o favorecer  las condiciones que permiten el dinamismo de la economía capitalista,  pero sobre la base del deterioro  del consumo de extensas capas poblacionales. El supuesto fuerte  es que los factores que bloquean la acumulación son aquellos que presionan el aumento de salarios en términos de productos del mercado, porque así se disminuyen las ganancias,  el ahorro y la inversión.[2].

 

En lo referente a las instituciones de bienestar del Estado,  se favorece la construcción de reglas operativas procíclicas cuando quizás las requeridas  sean las anticíclicas.  En efecto, en tiempos de recesión el  llamado a manifestar bonanza,  en términos de gasto para mantener la demanda efectiva,  es el Estado; por el contrario, en épocas de una economía boyante,  lo recomendable es la austeridad estatal como mecanismo para prevenir un “recalentamiento” del sistema que termine en una inflación incontrolable.  Maniatado por diversas circunstancias[3], ante la crisis económica, nuestro Estado acude a una salida a contrapelo de lo dicho: disminución y desmonte de subsidios, cierre de instituciones, privatización de servicios, recorte de personal, aplazamiento de gastos para la inversión en diferentes frentes de infraestructura; en fin una serie de decisiones que no conservan un  sentido  de  corresponsabilidad social con las familias en sus esfuerzos de activar funciones vitales fundamentales como gozar de buena salud, los conocimientos, la movilidad, la capacidad de mantener relaciones sociales e interpersonales.

 

Es del todo posible que la reflexión anterior plantee una  controversia con una postura neoclásica[4] . Desde  donde se mire la tensión entre las condiciones de la producción y distribución de la riqueza y las condiciones de la reproducción social de la población, tensión que pasa por el problema de la capacidad de los ingresos para cubrir las necesidades de la familia y el consecuente incremento del trabajo doméstico, es claro que la problemática es compleja e “imposible de resolver en el plano teórico a partir del supuesto de ajustes mecánicos entre el mercado de trabajo y la estructura social; ello exige, más bien, un planteamiento de la propia vida abierto a continuos ajustes entre los recursos distribuidos y el contexto social de referencia”.

       

El Estado enfrenta el dilema entre equidad y eficiencia; como en lo general se favorece lo segundo,  pierde sentido la disyuntiva.  La equidad   se considera como asunto  clave y potente para alcanzar la eficiencia; de ella  depende el desarrollo del capital social representado en  el consenso, la confianza - en sí mismo y en los demás-,   la sostenibilidad de las convivencias privadas y sociales, el sostenimiento de las condiciones de vida, materiales y cualitativas.  Como se enfatiza a favor de la eficiencia para que ésta arrastre automáticamente equidad, el resultado recae sobre el capital social, el cual se puede destruir a gran velocidad pero requiere períodos de tiempo muy largos para su construcción[5].

 

El anterior esquema clarifica el papel de la familia y del Estado y su relación mutua.  El funcionamiento de la política de bienestar del Estado “se acoge a la relación prudente entre ingresos y gastos; esto es una condición necesaria para cualquier organización; pero no puede sustituir a una visión más amplia sobre su papel, sus objetivos (de equidad y eficiencia)...   Esto sería equivalente a reducir a la familia a sus cuentas de gastos”[6].   El énfasis en la equidad como condición de eficiencia pasa por “disponer de un cuadro completo sobre las repercusiones de las políticas sobre el trabajo de cuidado; por definir indicadores de eficacia de las intervenciones capaces de captar las condiciones de vulnerabilidad del sistema social, a partir de una definición de la sostenibilidad a la luz del trabajo total, el remunerado y el doméstico, y del producto interno ampliado, que permita evidenciar las contribuciones de las familias y sus economías”[7]

 

Otro plano de la discusión  pero  articulada  con estas últimas  reflexiones expuestas, parte de afirmar que el capitalismo es producto de varios elementos: de empresarios arriesgados, de Estados que lo promueven, apoyan y defienden y de los esfuerzos y sacrificios de miles de trabajadores (Coronil 2000). Pero también, de una multitud de familias que actúan como “factorías domésticas” y  se constituyen en  parte integral de la economía de mercado. Con mayor claridad lo dice Zaretsky (1978) El sistema de trabajo asalariado, que socializa la producción bajo el capitalismo, se mantiene gracias al trabajo socialmente necesario, pero privado, de amas de casa y madres.  La crianza, el aseo, el lavado de ropa, el mantenimiento de la propiedad, la preparación de alimentos, el cuidado de la salud, la reproducción, etc., constituyen un ciclo perpetuo de trabajo necesario para mantener la vida en esta sociedad.

 

En interpretación de Coronil (2000), el trabajo asalariado constituye no la condición esencial del capitalismo, sino su modalidad productiva visible, históricamente condicionada por todo el trabajo de cuidado, en lo grueso, realizado por las mujeres en la casa; tal tipo de trabajo   constituye la modalidad productiva invisible u oscura y la producción resultante  es tomada por el capital como se toman otros recursos; como “regalos de la naturaleza”; pero en el fondo, y dadas las condiciones impuestas sobre las familias para cargar con el peso de los ajustes, más que regalos, son verdaderas confiscaciones.

 

Otra reflexión que genera esta investigación es que los procesos de comodificación también obedecen a los cambios provocados por el crecimiento urbano. En cuanto a los alimentos, se conoce que en las grandes ciudades, los mayores recorridos, el costo del transporte y el tiempo que se requiere, motivan demandas y consecuentes ofertas de bienes sustitutos al “almuerzo en casa” y demás comidas diarias. De esto se infiere que un estudio comparativo por ciudades que contraste indicadores de producción: doméstica Vs. manufacturera, podría dar cuenta del avance del mercado.

 

Los resultados teóricos y empíricos de la investigación sugieren para la economía convencional un gran reto, tanto en sus marcos conceptuales como metodológicos, y alude a la necesidad de incorporar en sus estudios regionales, nacionales e internacionales los procesos económicos que se generan en las familias, a través del trabajo doméstico, lo que redundara, por un lado,  en replantear la visión de la familia como “unidad de consumo” y, por el otro, en la realización de procesos tendientes a la construcción de un conocimiento mas incluyente sobre la forma como opera y se estructura la economía de un país.

 

La visibilización económica del trabajo doméstico se debe traducir en una reflexión sobre la no neutralidad del énfasis dado a los estudios macroeconómicos en el país, en tanto, han desconocido el papel de la familia en la producción de valores de uso, mediante la utilización de medios de producción apropiados por este grupo social, para dotar de energía a los seres humanos que se insertan en el modo de producción capitalista y de este forma garantizan el mantenimiento del sistema.

 

Considerar a las familias como pequeñas factorías implica, para la academia y los responsables de definir y estructurar las políticas públicas, el  reconocer que al interior de este grupo social se llevan a cabo procesos de agregación de valor que se explican al identificar la adquisición, por parte de la familia, de insumos del mercado representados en materias primas, que son transformados por algunos miembros de éstas, a través de su trabajo  concreto y abstracto, en  bienes y servicios disponibles para el consumo o el uso por parte de los integrantes y, de esta manera procurar su reproducción social y generacional.

 

En línea con BIVENS y VOLKER (1986), este tipo de investigaciones, con base en los hallazgos reportados sobre el valor agregado en la producción doméstica de alimentos, aseo de la casa y de la ropa, pueden aportar información para establecer montos en la partición de bienes en casos de separación, divorcio o disolución legal de la relación de pareja.

 

Los resultados pueden servir para una mejor comprensión del papel de la producción doméstica en el conjunto de la economía, para sustentar eventuales acciones orientadas a intervenir en el bienestar de las familias o para dimensionar mejor los efectos de la política fiscal sobre determinados grupos poblacionales: mujeres, niños, ancianos. Por ejemplo, la aplicación o el incremento de un impuesto sobre precocidos o enlatados, puede resultar en sobre esfuerzos de las personas, en especial mujeres, que participan en el mercado laboral.[8] A propósito, según lo advierte BENERÍA (1992), las políticas de ajuste económico tienen implicaciones y respuestas diferenciadas según género. Este tema aún no ha sido suficientemente explorado en el país. 

 

Algunas investigaciones[9] reportan a los hombres como los mayores providentes económicos, en razón de que sus aportes al ingreso de la familia, superan al de sus esposas. La valoración económica que se registra en esta investigación y en la cual se consideran sólo dos ramas de la producción doméstica, permite replantear los reportes aludidos. El valor agregado en la producción doméstica es básicamente obtenido por las mujeres/esposas y son “ingresos de subsistencia olvidados” que al sumarlos a otros ingresos, entre ellos los monetarios, con facilidad las convertirían en las principales providentes en sus familias. Con esto se insinúa otra línea de aplicación de este tipo de mediciones para sustentar la reflexión acerca de las condiciones de desigualdad de género.

 

El método aplicado puede ser útil para estudiar otras ramas de la producción doméstica, en especial aquellas más propicias a la comodificación; no obstante, los resultados que puedan arrojar son sólo estimadores que con dificultad pueden captar a plenitud la complejidad de la realidad que acompaña el desarrollo de la actividad productiva de la familia, complejidad determinada por múltiples aspectos emocionales imposibles de cuantificar.

 

La utilización del modelo, con miras a replicar el estudio, requiere refinar el instrumento de recolección de información para captar con más precisión el cambio de las costumbres alimenticias de las familias ó la utilización de nuevas ofertas del mercado en el aseo de la ropa y de la casa; también es necesario cualificar los datos acerca de la dotación del hogar en bienes durables y no sobraría ahondar en aspectos cualitativos acerca de las percepciones de la gente sobre los aspectos positivos y negativos de sustituir la producción doméstica por la de mercado.

 


 

 


 

[1] De paso no sobra afirmar que esas cualidades de  elasticidad, flexibilidad y recursividad  ha menudo son confundidas con un espíritu de sacrificio - que se supone natural - de las mujeres.

[2] Tras este supuesto se dictan reformas laborales que recortan prestaciones, se hacen incrementos saláriales por debajo de la inflación y esto equivale a  la disminución del salario real,  se hacen reformas tributarias regresivas; en resumen, son decisiones que sólo apuntan a ganar competitividad por la vía de los costos del factor trabajo y para favorecer el relanzamiento de los procesos de acumulación con la esperanza puesta en el efecto de goteo, al mejor estilo de las concepción del desarrollo dual.  

[3] Se refieren por ejemplo, al déficit fiscal, a la deuda externa, a los compromisos con la banca multilateral, a las nuevas condiciones que impone una economía globalizada.

[4] Los neoclásicos recomiendan  bajar los salarios nominales en una recesión, porque esto aumenta la demanda laboral y provoca la caída del precio final de los productos.  El menor nivel de salarios también hace bajar el consumo, aumenta el ahorro y consiguientemente la inversión.  Esto recompone el equilibrio del sistema y se inicia lar recuperación expansiva.

La solución Keynesiana para salir de la recesión sigue la siguiente secuencia:  aumento de la demanda efectiva, aumento del empleo y , como resultado del mismo, caída del salario real gracias a la  “ilusión monetaria”  de los trabajadores.

[5] Adaptado de un documento de trabajo aportado por la estudiante Ana Isabel Serna Ramírez en el curso: Economía y Desarrollo Familiar, Programa de Desarrollo Familiar, Universidad de Caldas.  El trabajo en mención carece de fuentes bibliográficas. 

[6] Tomado  de un documento de trabajo aportado por la estudiante Ana Isabel Serna Ramírez en el curso: Economía y Desarrollo Familiar, Programa de Desarrollo Familiar, Universidad de Caldas.  El trabajo en mención carece de fuentes bibliográficas.

[7] Ibid.

[8] Estudios de los países bajos, concretamente en Holanda, señalan que los enlatados y precocidos tienen un tratamiento preferencial en materia de impuestos; se parte del principio de que un encarecimiento de estos productos disminuye el consumo y convierte la preparación de alimentos en una actividad tiempo intensiva, situación que desfavorece en especial a las mujeres casadas y con un empleo remunerado.

 

[9]Por ejemplo, Villegas (1998), Villegas y Serrano (1999), Blair y Lichter (1991).