Este texto forma parte del libro
Historia del Pensamiento Económico Heterodoxo
del profesor Diego Guerrero
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Capítulo 2. La heterodoxia en la época de los clásicos.

 

2.1. La reacción evolucionista contra la economía política clásica: Condorcet, Sismondi, Steuart, Jones.

 

            El título de este epígrafe es idéntico al que utilizó el heterodoxo H. Grossmann para su excelente artículo de 1943 que nos va a servir de guía en el desarrollo de este punto. Según Grossmann, autores como Sismondi en Francia y Richard Jones en Inglaterra -y no Hegel y sus discípulos- fueron los primeros en elaborar la idea de la sucesión histórica de etapas económicas cada vez más avanzadas, en un contexto en el que "todos los grandes teóricos del iluminismo francés, con excepción de Rousseau, compartían la idea filosófica de un proceso histórico al infinito que le marcaba al hombre el camino hacia la razón"[1] (Grossmann 1943, p. 198). Turgot, por ejemplo, en su segundo discurso en la Sorbona, titulado Sur les progrès successifs de l'esprit humain (diciembre de 1750), habla de la "masa entera de la especie humana que, a través de la sucesión alternativa [...] del bien y del mal, avanza resueltamente, aunque con paso lento, hacia una perfección cada vez mayor"[2]. Un progreso sin fin implica forzosamente que la realidad existente, el estado actual de las cosas, sean negados y no sigan existiendo indefinidamente. En cambio, como escribe Grossmann, "Hegel pensaba que en su tiempo la historia ya había alcanzado sus metas y que la idea y la realidad habían encontrado su punto de intersección", y sus Lecciones de Filosofía de la Historia "terminaban en la consolidación de una forma social que era el reflejo de la clase media" (ibidem). Frente a esto, la tradición francesa, desde Condorcet -pasando por Saint-Simon y sus discípulos- hasta Sismondi y Pecqueur, era muy distinta. Para éstos, la idea del progreso histórico guiado por la razón tendía a separarse de las clases poseedoras y a referirse cada vez más a la "gran masa de los que viven de su trabajo" (Condorcet). Se oponían al opresivo sistema social existente ya que no identificaban el progreso con la consolidación del dominio de la clase media. Más bien todo lo contrario. Veían que estaba destinado a estimular la futura insurgencia de nuevas estructuras sociales. Mientras una cierta corriente de pensamiento del siglo XVIII, bajo el influjo de la tradición religiosa del "paraíso terrenal" tendía a situar la edad de oro en el pasado, en los comienzos de la historia del hombre, Saint-Simon invierte esta sucesión. "La edad de oro -escribía siguiendo una idea de Condorcet-, que una tradición insensata ha puesto en el pasado, está más bien delante de nosotros".

 

            Grossmann señala también la influencia del alemán Lessing, influido a su vez por Adam Ferguson, el maestro de Adam Smith, sobre la literatura saintsimoniana, pero sobre todo insiste en el efecto que tuvo en la concepción evolucionista la obra de Laplace -que "negaba el carácter inmutable de la naturaleza 'eterna' y proponía su genial teoría de la evolución del sistema planetario, que explicaba el nacimiento de este último a través de fenómenos puramente mecánicos"-, obra (precedida por Kant) de la que dice que "se requería la atmósfera intelectual creada por la revolución francesa para obtener el reconocimiento de una obra como la Exposition de Laplace" (ibid., pp. 199-200).

 

            También en los clásicos de la Economía, como en Smith o Ricardo, está presente la idea de "progreso" económico y social, pero no la de "fases en el desarrollo" como criterio de análisis económico. Según Grossmann, en vez de un método "genético", estos autores  usaron un método "racionalista" que les llevaba a distinguir exclusivamente entre un "estado original de las cosas" y "el estado burgués de su tiempo", pero en su misma época[3] abundaron los autores que, como  Condorcet, Saint-Simon y Sismondi en Francia, y Steuart y Jones en Inglaterra, defendieron "el concepto de evolución de la sociedad en una serie de etapas económicas en la que cada etapa es superior a la anterior" (p. 203).

 

            En opinión de Grossmann, el girondino marqués de Condorcet encontró dos tendencias básicas de la historia que pueden expresarse así: "1) Existe una cierta regularidad en el desarrollo de la humanidad, de tal manera que las naciones atrasadas recorren al final el mismo proceso de desarrollo por el que han atravesado las naciones más avanzadas", y 2) "El desarrollo del progreso social es desigual en comparación con el progreso del conocimiento"; lo que significa que con él "nacen la idea de las leyes naturales del desarrollo histórico y la concepción colectivista de la historia como historia de las masas" (pp. 206-8). Por su parte, Saint-Simon, muy influido por Condorcet[4], "trató de darle a la historia el carácter y la certeza estrictamente científica de la astronomía y de la química" y se adhirió, después de 1814, a una "concepción económicamente determinada de la historia", sosteniendo que "la producción de la riqueza material y la ley de la propiedad eran la base de la sociedad" y que "la política es la ciencia de la producción" (pp. 208-9). El estudio de la historia nos permite demostrar la sucesión de las épocas "orgánicas" y "críticas": si en las primeras la humanidad avanza "sin tropiezos", en las segundas "todas las fuerzas vitales se empeñan en destruir los principios y las instituciones que guiaron anteriormente a la sociedad"[5], y la crisis se supera únicamente "después que la reconstrucción de las estructuras ha logrado crear las condiciones necesarias" (p. 210). A diferencia del individualismo teórico de la economía clásica y del iluminismo del siglo XVIII, Saint-Simon considera la historia como un proceso objetivo, como una lenta y secular maduración de los sistemas sociales cada vez más avanzados. Toda la población contribuye a este proceso, pero no como un agregado de individuos separados; Saint-Simon pone de relieve la primacía de la clase sobre el individuo y la nación; considera el desarrollo histórico, "la senda de la civilización", como el resultado de las relaciones de clase (pp. 211-2).

 

            Como escribe Saint-Simon, "ningún sistema puede ser sustituido con la crítica que lo derrumba; sólo un sistema nuevo puede sustituir a uno viejo". Sin embargo, Saint-Simon se abstiene de expresar una simple condena del capitalismo y de sus fundamentos, que él mismo identificaba como la libertad individual y la repartición del potencial social. Considera al capitalismo como una etapa necesaria de la evolución, pero el capitalismo no puede ser eterno. La economía del futuro, afirma, será un sistema asociativo totalmente diferente de todos los sistemas anteriores. Su misión principal consistirá en mejorar la suerte de la clase cuyos únicos medios de subsistencia son fruto de su trabajo y que constituye la mayor parte de la población. El pueblo no será oprimido y sometido por mucho tiempo más; los hombres dejarán de mandar el uno sobre el otro y se convertirán en socios, y ya no habrá necesidad de "gobierno", sino únicamente de "administración". El nacimiento de este sistema no es el sueño utópico de un individuo, sino el resultado forzoso del desarrollo de la civilización durante los últimos setecientos años. La humanidad ha ido avanzando siempre en dirección del sistema industrial, y, una vez que se constituya, "este sistema será el sistema definitivo". Como concluye Grossmann, Saint-Simon es el padre de la "ley natural del desarrollo histórico" de Friedrich List y Bruno Hildebrand.

 

            Por su parte, Sismondi no sólo fue un historiador sino un teórico de la economía, que se opuso a las concepciones armonicistas de Say, Malthus y Ricardo, y desarrolló una teoría de las crisis que veía en éstas, no algo accidental, sino "perturbaciones derivadas necesariamente de la propia naturaleza del capitalismo, destinadas a hacerse cada vez más violentas a medida que se desarrolla el capitalismo", ya que la capacidad productiva de la industria crece mucho más rápidamente que el limitado poder adquisitivo de los trabajadores, y esta divergencia no hace otra cosa que crecer cada vez más, a medida que se desarrolla el capitalismo (pp. 216-7). Como historiador, Sismondi coincide con Saint-Simon en negar la posición de los clásicos, que sólo veían la etapa primitiva y la actual, y en medio una serie de épocas intermedias irracionales. Para Sismondi, cada uno de estos sistemas intermedios había surgido espontáneamente de las condiciones de su tiempo y representaba un progreso respecto a la forma anterior, de forma que el desarrollo económico del hombre no es una simple sucesión de diferentes sistemas económicos sino un desarrollo hacia un progreso y una libertad cada vez mayores. Y proyectando estas ideas hacia el futuro, Sismondi llega a la conclusión de que no podemos suponer que el actual sistema burgués basado en el trabajo asalariado constituya una forma definitiva de la sociedad. Al contrario, debemos suponer, más bien, que "nuestra organización actual, es decir, la esclavitud del trabajador", también será superada y sustituida, en el futuro, por un sistema mejor (p. 219).

 

            En Inglaterra, también podemos encontrar representantes de esta línea de pensamiento, especialmente en la figura de Richard Jones. Aunque James Steuart le abrió el camino, al realizar el primer intento de enfocar en forma evolucionista los problemas económicos -a la vez que reclamaba junto a la deducción el empleo del método inductivo basado en la observación-, el reverendo (y sucesor en la cátedra de Malthus) Richard Jones fue el primer inglés que criticó a los economistas desde el punto de vista de la escuela histórica, y atacó duramente sus intentos por deducir leyes económicas válidas para todas las épocas y para todos los países. Grossmann escribe que "aunque el influjo de Jones sobre sus contemporáneos fue escaso, ejerció un poderoso influjo indirecto a través de Marx", ya que éste lo estimaba mucho[6], a pesar de que era "políticamente muy conservador y rechazaba la teoría de Ricardo sobre el conflicto de intereses de clase en favor de una visión conciliadora" (224). Jones criticó la teoría clásica del fondo de salarios (al igual que Hodgskin: véase el epígrafe 2.2), se adelantó a lo que Marx llamó "acumulación originaria del capital", destruyó la base histórica de la teoría de la renta del suelo de Ricardo, y consideró que el factor decisivo que distingue a los distintos sistemas económicos es "el modo en que se organiza el trabajo humano" (227). En cuanto a su concepción evolucionista, no sólo predijo que todas las naciones deberán llegar finalmente a la forma económica más avanzada hasta el momento -el capitalismo-, sino que vio la posibilidad de un desarrollo ulterior en el futuro hasta llegar a una forma de producción socializada en la que se acabará la separación de los trabajadores asalariados de los medios de producción[7]. El capitalismo es, así, una etapa histórica transitoria, aunque necesaria, en el camino de la economía hacia una etapa futura más avanzada.

 

            Para Jones, la estructura económica de las naciones se basa "en las relaciones entre las diferentes clases, basadas a su vez, en una primera instancia, en la institución de la propiedad del suelo, y en la distribución del sobreproducto, y que se modifican posteriormente y cambian [...] con la introducción de los capitalistas, como agentes [...] para nutrir y dar ocupación a la población trabajadora. Sólo un conocimiento cuidadoso de dicha estructura puede darnos la clave para comprender los avatares de los diferentes pueblos de la tierra, al explicar su anatomía económica[8], y al señalar así las fuentes más profundas de su fuerza, los elementos de sus instituciones y las causas de su constitución y de su carácter. Por esta razón se hace necesario identificar las causas que dividen a un pueblo en clases" (Jones 1833, p. 560). Por otra parte, "así como las comunidades transforman sus fuerzas productivas, transforman también necesariamente sus costumbres. Durante su evolución, todas las distintas clases de la comunidad descubren que están eslabonadas unas con otras a través de nuevas relaciones, que están adoptando nuevas actitudes, y que están rodeadas de nuevos peligros morales y sociales y de nuevas condiciones de superioridad social y política" (Jones 1852, pp. 410-1). Esta superestructura "reacciona", a su vez, "sobre la capacidad productiva del cuerpo global" (ibid., p. 406).

 

            No es difícil darse cuenta de por qué Jones se ganó la enemistad de la escuela clásica y, por otra parte, el juicio favorable de Marx, que escribió que Jones tenía "lo que faltaba en todos los economistas ingleses desde Sir James Steuart, es decir, un sentimiento de las diferencias históricas de los modos de producción [...] Lo que distingue a Jones de los otros economistas (tal vez con la excepción de Sismondi) es el hecho de que destaca que el rasgo esencial del capital es su forma socialmente determinada, y que reduce a esa forma distinta todas las diferencias entre el capitalista y otros modos de producción" (Marx 1862, vol. 3, pp. 330 y 352). En resumen, "Jones tuvo el coraje, como ya lo había tenido antes que él Sismondi, de atacar toda la estructura de la economía clásica -y no únicamente algunas teorías específicas-, y de poner en tela de juicio la permanencia del sistema capitalista. Su crítica al orden económico existente, su insistencia en su carácter histórico y transitorio, fue considerada como una herejía imperdonable: ambos fueron ignorados como teóricos por los representantes de la escuela dominante y dejados en el olvido por casi un siglo" (Grossmann 1943, p. 232).

 

 

 

 

            2.2. Los socialistas ricardianos.

 

            Por la misma época en que escribieron Sismondi y Jones, un grupo de escritores ingleses se dedicaba a utilizar la obra de Smith y (sobre todo) Ricardo como base teórica para la defensa de los trabajadores contra lo que consideraban abusos del capital. Estos ricardianos proletarios, o "socialistas ricardianos", como se les conoce, escribieron en la época en que se hacía sentir la influencia de autores como Godwin (considerado padre del anarquismo[9]) o como Owen (uno de los socialistas "utópicos" más conocidos), la época en que se desarrollaban los primeros intentos de resistir los efectos de la industrialización capitalista, cuando al mismo tiempo aparecen los primeros ejemplos de unión organizada de los trabajadores en defensa de sus intereses. En realidad, en Inglaterra, ya durante la última década del siglo XVIII se produjo un amplio movimiento de intranquilidad laboral, con varios intentos de formar agrupaciones u organizaciones colectivas de trabajadores. Como ha escrito un estudioso del fenómeno (al que nos remitiremos frecuentemente en este epígrafe), "los ingleses ricos, con la memoria fresca de la revolución francesa es su mente, estaban cada vez más alarmados con este movimiento unionista y con la creciente influencia de escritores radicales como Godwin. Su respuesta al movimiento de los trabajadores fue la ley de las organizaciones (Combination Act) de 1799", aprobada con un objetivo claro: "la completa destrucción del movimiento unionista y el mantenimiento de la debilidad de los trabajadores" (Hunt 1992a, pp. 187-188). Otra forma contemporánea de rebelión de los trabajadores fue la destrucción de las máquinas, como había ocurrido ya en 1758 con las primeras trasquiladoras mecánicas, dando lugar a que el Parlamento aprobara una ley que amenazaba con pena de muerte a cualquier trabajador que fuera descubierto destruyendo una factoría o una máquina. Pero tras la ley de 1799, los trabajadores ya no tenían medio legal de defensa y el movimiento "antimáquinas" se extendió, aunque ya desde 1820 muchos defensores de los intereses de los trabajadores eran conscientes de que no eran las máquinas el origen del problema, sino las instituciones económicas, legales, sociales y políticas, cuya transformación comenzaron a reclamar cada vez con mayor fuerza.

 

            Robert Owen, un capitalista mediano y humanitario, llegó a convertirse en el líder más influyente de este movimiento en las décadas de 1820 y 1830, especialmente tras la abolición de la ley de 1799 en 1824, que dio nueva vida legal a las organizaciones obreras. Tras comprar la que llegaría a ser famosa fábrica de New Lanark, puso en práctica lo que defendía a los cuatro vientos: condiciones decentes de trabajo, salarios dignos y educación para los hijos de los trabajadores. En un principio pretendió convencer así a los demás capitalistas, argumentando que ésa era la vía para una mayor productividad y mayores beneficios, pero pronto pensó que la única solución pasaba por la formación de cooperativas voluntarias en las que los propios trabajadores controlaran conjuntamente sus destinos, de forma que su coexistencia con las empresas capitalistas pudiera dar paso a una eventual sustitución de éstas por aquéllas. En estas cooperativas, estaría abolida la propiedad privada de los medios de producción y eliminada la búsqueda egoísta de beneficios.

 

            En esta misma época, como hemos dicho, hubo varios autores que combinaron las ideas cooperativistas de Owen con la perspectiva del conflicto de clases que derivaba de la teoría laboral del valor de los economistas clásicos, como Smith y Ricardo. Estas dos ideas más la influencia de la filosofía utilitarista del reformista Jeremy Bentham son los componentes básicos de la obra del primero de estos autores, William Thompson. En realidad, Thompson abogó por reformas que eran mucho más radicales que las que proponían Bentham y sus discípulos ortodoxos, como J. Stuart Mill, y que en algunos casos, como señala Hunt, eran incompatibles con el utilitarismo de Bentham, que sólo puede desarrollarse sin contradicciones en forma de una defensa conservadora del capitalismo. Pero Thompson pensaba, no sólo que "sin trabajo no hay riqueza", sino que "el trabajo es el único padre de la riqueza" (1824, p. 6); por otra parte, mientras que Bentham consideraba que el capitalismo realmente existente era compatible con una distribución justa de la renta y de la riqueza, Thompson escribió que la tendencia observable apuntaba "al enriquecimiento de unos pocos a expensas de la masa de los productores, hasta hacer la miseria de los pobres más desesperada", y ello debido a que la clase capitalista expropiaba coercitivamente "al menos la mitad del producto del trabajo del disfrute del productor" (ibid., pp. 111 y 126). Además, el capitalismo es intrínsecamente inestable y se caracteriza por depresiones que generan desempleo, despilfarro y sufrimientos generalizados. Por consiguiente, y paradójicamente, al tiempo que Thompson caracterizaba al capitalismo como un sistema de explotación, degradación, inestabilidad, sufrimientos y desigualdad extrema en la distribución de la renta y la riqueza, aceptaba casi al 100% los argumentos utilitaristas que se usan para justificar moralmente el capitalismo competitivo, como la idea de que el intercambio voluntario siempre beneficiaría a ambas partes porque cada una de ellas recibiría más utilidad de la que se vería obligada a dar a cambio. Sin embargo, Thompson creía que los trabajadores no venden libremente, bajo el capitalismo, su fuerza de trabajo, sino que lo hacen obligados por la fuerza de la necesidad, cuya amenaza no es menos fuerte que la amenaza de muerte por medios violentos.

 

            En consecuencia, Thompson concluía que en una sociedad basada en un intercambio justo y competitivo "todo el producto del trabajo debía pertenecer a sus productores" (ibid., p. 137), pero ello requería reunir dos condiciones: que los trabajadores tuvieran su propio capital y que fueran eliminados todos los obstáculos a la libre competencia. Este programa recuerda, como escribe Hunt, al de los defensores contemporáneos del "socialismo de mercado" igualitarista, y Thompson creía que cualquier utilitarista consecuente debía llegar a sus mismas conclusiones. Pero si para Thompson este socialismo de mercado significaba una mejora enorme sobre el capitalismo, también añadió que la dependencia del mercado acarreaba numerosos peligros sociales[10] que obligaban a concluir que la mejor forma de sociedad era la sociedad socialista planeada y cooperativa, formada por comunidades autogestionadas, de entre 500 y 2000 miembros, siguiendo el patrón ya marcado por Owen. Sin embargo, Thompson no fue un socialista revolucionario: aborrecía la violencia y creía que su esquema, correctamente entendido, agradaría a todo el mundo, de forma que, una vez convencida la mayoría de la población de las ventajas de este sistema, lo único que les faltaría hacer sería crearlo y ponerlo en práctica voluntaria y pacíficamente.

 

            Como ha señalado Hunt, el problema de Thompson es que en el utilitarismo los placeres y penas de los individuos son el único criterio moral del bien y del mal, y ambos son puras sensaciones subjetivas. Por tanto, y puesto que no hay forma de comparar moralmente los placeres y penas de dos individuos distintos, no puede ofrecerse ningún argumento en favor del socialismo igualitario de mercado y en contra del capitalismo. La conclusión es que el utilitarismo no puede, por tanto, servir de apoyo a la visión de Thompson de que una distribución más igualitaria aumentará el bienestar global de la sociedad. El utilitarismo sólo demuestra que no se puede apoyar ningún cambio del statu quo sobre bases puramente utilitaristas; pero como los utilitaristas no disponen de más criterio moral que el utilitarismo, esto equivale siempre a afirmar que es imposible defender moralmente ningún cambio respecto del statu quo. El utilitarismo es una filosofía social tan estrecha que sólo permite juzgar cuando existe unanimidad, de forma que si uno parte de la aceptación de la distribución existente, y puesto que el intercambio voluntario es uno de los pocos ámbitos de unanimidad, la conclusión ha de ser necesariamente que en ese sistema tienen que reinar la armonía social. Por el contrario, en el centro de la perspectiva que se basa en el trabajo está la idea de conflicto. Por tanto, el argumento de Thompson -que no parecía consciente de esta contradicción- en favor del socialismo cooperativo y contra el individualismo competitivo era que el primero promovería las motivaciones altruistas mientras que el último sólo generaría motivaciones egoístas y antisociales. Pero, como se ha dicho, esta argumentación es incompatible con la psicología utilitarista, que descansa en el supuesto de que todas las motivaciones pueden reducirse a la búsqueda racional del interés propio.

 

            Un heterodoxo reciente, el historiador del pensamiento económico R. Meek, ha señalado que el segundo autor de este grupo, Thomas Hodgskin, era un nombre con el que se asustaba a los niños en la época de la abolición de la ley de las organizaciones en 1824, sobre todo debido a la mala prensa que en ciertos círculos le granjearon sus simpatías proletarias. En particular, su defensa de la teoría del valor-trabajo fue uno de los factores que explica que esta teoría fuera progresivamente abandonada por parte de muchos economistas de la época (como Senior), que empezaron a "mirar la teoría del valor de Ricardo no sólo como lógicamente incorrecta sino también como socialmente peligrosa" (Meek 1973, p. 124). Ya en 1813 Hodgskin había escrito que la propiedad "coge del trabajador corriente para dárselo al caballero ocioso" (1813, p. 173), y en 1818 añade que "el terrateniente y el capitalista no producen nada", y que "el capital es el producto del trabajo" (1820, p. 97). Antes de leer a Ricardo, Hodgskin había desarrollado una teoría que equivalía a una interpretación de los beneficios como un "robo legal". Sin embargo, como señala Hunt, poco después de leerlo, extrae una primera impresión que es contraria a Ricardo, a quien acusa de justificar "la situación política presente de la sociedad"; y esto lo lleva a oponer a la teoría del valor de Ricardo otra teoría que él deriva de Adam Smith. En realidad, Hodgskin no creía, a diferencia de Ricardo, que el trabajo incorporado en la producción de la mercancía determinara su valor en el capitalismo, sino que más bien se limitaba a identificar el precio con la suma de salarios, rentas y beneficios, tal y como había hecho antes A. Smith, sólo que, a diferencia de éste, Hodgskin creía que las leyes de la propiedad privada eran antinaturales e intrínsecamente injustas. Sin embargo, muchos autores piensan (erróneamente) que Hodgskin mantuvo una teoría laboral del valor (en la línea de Ricardo y de Marx) debido a que distinguió entre un precio "natural" y un precio "social" de una forma que ha sido frecuentemente mal interpretada. En efecto, Hodgskin escribió: "El precio necesario o natural significa la cantidad total de trabajo que la naturaleza exige del hombre para producir cualquier mercancía [...] La naturaleza exigía sólo trabajo en el pasado, demanda sólo trabajo en el presente, y requerirá sólo trabajo en el futuro. El trabajo fue originalmente, es ahora y será siempre el único poder de compra respecto a la naturaleza. Hay otra descripción del precio a la que llamaré social; es el precio natural aumentado por regulaciones sociales" (1827, pp. 219-220). Lo que no siempre se ha entendido es que el precio natural de Hodgskin -para el único que vale la cantidad de trabajo como regulador- es un precio normativo que sólo se daría, según él, si quedaran abolidas las leyes y el gobierno de la sociedad capitalista. Pero Hodgskin creía que el único precio positivamente existente era el precio social, cuya determinación sigue, según él, la teoría de Smith, y no la de Ricardo.

 

            Aclaremos, por último, que Hodgskin tampoco fue un socialista. Afirmó que la propiedad privada de los medios de producción por parte de los trabajadores había sido decretada por la naturaleza, y por tanto creía totalmente antinatural la propiedad del capital por los no productores. Su sociedad ideal era, en consecuencia, aquélla en la que fueran imposibles las rentas procedentes de la propiedad ociosa: sólo los que trabajaran podrían poseer capital, y deberían hacerlo sólo en la medida en que les fuera necesario para sus actividades personales. Sólo en una sociedad de ese tipo sería innecesario calcular beneficios y rentas como componente de cada precio, y por tanto sólo en ella coincidirían los precios naturales con los sociales porque sólo entonces recibirían los trabajadores el producto entero de su trabajo, y sólo entonces -pensaba- tendría validez la teoría ricardiana del valor. Además, la defensa del efecto benéfico del libre mercado coincide en Hodgskin con el planteamiento de Thompson, y la base utilitarista de su defensa es esencialmente la misma, de forma que se observan también en sus escritos los mismos rasgos contradictorios denunciados por Hunt, y analizados más arriba.

 

            La actitud de la primera obra de John Gray hacia el mercado es, como ha señalado N. Thompson, la de un comunitario convencido que veía en los intercambios mercantiles "el origen de la explotación y de la depresión económica", al tiempo que consideraba que las presiones competitivas que generaba el mercado promueven "una conducta socialmente destructiva y moralmente corrosiva", por todo lo cual era partidario de sustituir al mercado por "comunidades de cooperación mutua donde todo sería armonioso" (Thompson 1988, p. 103). Sin embargo, en un libro publicado en 1831, Gray da un importante paso adelante que lo distinguirá de Hodgskin y de Thompson (y que será seguido más tarde por John Bray): se trata del "primer intento significativo en la historia del pensamiento socialista británico de considerar en qué forma podría aplicarse a una economía industrial la dirección y el control centralizados para conseguir determinados objetivos socialistas"; y la respuesta que dio Gray pasaba por el papel central que concedió a una Cámara de Comercio de carácter nacional (ibidem). Esta Cámara, "que tendría los medios necesarios para determinar en todo momento la cantidad efectiva de todas las clases de bienes disponibles, sería capaz de decir al mismo tiempo dónde debería producirse más deprisa, donde mantenerse el mismo ritmo y donde frenarlo" (1831, p. 45). La propiedad de los medios de producción habría de residir en esta Cámara Nacional, mientras que los antiguos propietarios recibirían una remuneración anual fija, proporcional al valor de lo expropiado a cada uno (ibid., p. 32), quedando el control de la Cámara en manos de "comerciantes, banqueros e intermediarios eminentes" que emplearían a directivos asalariados para la gestión de las empresas individuales[11] (p. 33). Está claro, entonces, que, para Gray, "la planificación consciente, la organización y el control de la actividad económica era el sine qua non de cualquier transición desde el estado 'asocial' al 'sistema social'" que reclamaba y que daba título a su libro (Thompson 1988, p. 104). Al mismo tiempo, Gray señalaba que habría un banco central nacional que garantizaría que el dinero creciera al mismo ritmo que la producción, de forma que "la producción se convertiría en la causa uniforme y nunca desfalleciente de la demanda" (1831, pp. 16 y 251-252).

 

            Sin embargo, los procedimientos de cálculo y de toma de decisiones de estos organismos de planificación imaginados por Gray son tan confusos como cabría esperar. Para empezar, Gray piensa haber encontrado un patrón invariable de valor, en la línea argumental de A. Smith, que él identifica con cierta ratio normal entre la duración de la semana laboral y el valor de la libra esterlina. En segundo lugar, adopta una teoría del precio concebido como una suma de costes de producción que incluye un beneficio normal, beneficio que no iría a los capitalistas sino a la Cámara nacional de comercio, y que cubriría "los distintos gastos de renta, intereses del capital, gestión, salarios, depreciación del stock, imprevistos y todas las cargas nacionales" (ibid., p. 64). Por último, lo que entiende Gray por interés de capital no está muy claro, pero parece algo así como un margen (mark-up) sobre el coste en trabajo de las mercancías, margen que la propia Cámara se encargaría de determinar en cada caso, en función de la escasez o exceso de mercancías en cada mercado, con el objetivo preciso de eliminar en lo posible los desequilibrios aparentes del mercado.

 

            En cuanto a su (casi) contemporáneo y casi homónimo, John Bray, este autor también pensaba en un sistema en el que "todo el capital real del país -la tierra, los edificios, la maquinaria, la flota y cualquier otra clase de riqueza reproducible, excepto la propiedad personal de los individuos- estuviera poseído y controlado por la sociedad en general", lo que venía a querer decir "en posesión de las clases trabajadoras" (Bray 1839, pp. 127 y 170). La sociedad se convertiría, así, en "una gran sociedad anónima compuesta de un número indefinido de pequeñas empresas que trabajarían, producirían e intercambiarían con las demás en términos de la más perfecta igualdad" (ibid., p. 3). Esto permitiría superar las dificultades asociadas al sistema de pequeñas comunidades cooperativas propugnado por otros socialistas, que se mostraba incapaz de competir en pie de igualdad frente a las empresas capitalistas. Como señala Thompson, aunque la teoría de Bray podría parecer una versión primitiva de "socialismo de mercado", en realidad su propósito era "abolir el mercado y sustituir la fuerza motriz de la competencia por una planificación económica y una toma de decisiones conscientes y racionales, llevadas a cabo por autoridades centrales y locales" (1988, p. 110). Estas autoridades consistirían en consejos locales y generales "elegidos por las comunidades" (Bray 1839, p. 180), que nombrarían a su vez a los directores de empresas y fijarían las cantidades y los precios de las diversas mercancías, designarían los recursos laborales y determinarían todos los demás problemas ligados a la producción como si se tratara de empresas individuales (ibid., p. 162). Bray añadía que la forma de gestionar la economía se aprendería de la experiencia que ya se tiene, señalando que lo que cambiaría en la nueva sociedad "serían los objetivos de la actividad económica, no la manera en que se la dirige ni la forma en que se toman las decisiones" (Thompson 1988, p. 111): "El movimiento actual no significa la introducción de nuevos principios y modos de actuación, sino simplemente la aplicación de los principios y modos existentes a un nuevo problema, el beneficio universal e igual de la sociedad en general, en vez del engrandecimiento de individuos y clases particulares" (Bray 1839, pp. 161-162).

 

 

            2.3. Utópicos[12] y comunistas primitivos.

 

            Uno de los primeros y más cualificados historiadores del socialismo, Federico Engels, señala como "fundadores del socialismo" a "los tres grandes utopistas": Saint-Simon, Fourier y Owen; y escribe que "por su forma teórica, el socialismo empieza presentándose  como una continuación, más desarrollada y más consecuente, de los principios proclamados por los grandes pensadores franceses del siglo XVIII" (Engels 1880, pp. 38, 41 y 44). Engels no se olvida de citar precedentes más lejanos del socialismo, tanto en el ámbito histórico-político[13] como en sus manifestaciones teóricas, desde "las descripciones utópicas de un régimen ideal de la sociedad", como las de Tomás Moro (s. XVI) y T. Campanella (s. XVII), a las "teorías directamente comunistas" de los franceses Morelly y Mably (s. XVII), en las que "la reivindicación de la igualdad no se limitaba a los derechos políticos, sino que se extendía alas condiciones sociales de vida de cada individuo", y donde "ya no se trataba de abolir tan sólo los privilegios de clase, sino de destruir las propias diferencias de clase" (ibid., p. 41). Sin embargo, Engels tiene que claro que, para hablar de los precursores del socialismo, la atención debe centrarse en los tres grandes "socialistas utópicos".

 

            Como rasgos comunes a los tres, Engels señala dos: en primer lugar, "el no actuar como representantes de los intereses del proletariado", algo que era lógico si se tiene en cuenta que "por aquel entonces, el modo capitalista de producción, y con él el antagonismo entre la burguesía y el proletariado, se habían desarrollado todavía muy poco"[14] (ibid., pp. 41-42). Sin embargo, puesto que los ilustrados franceses ya habían declarado su pretensión de instaurar una "Estado racional", donde "la razón eterna no era más que el sentido común idealizado del hombre del estado llano", sí había surgido ya la posibilidad de que algunos pensadores "pusieran de relieve el desengaño" que la realidad estaba imponiendo frente esos ideales "en los primeros años del siglo XIX", de forma que "en 1802, vieron la luz las Cartas ginebrinas de Saint-Simon, en 1808 publicó Fourier su primera obra, aunque las bases de su teoría databan ya de 1799; el 1 de enero de 1800, Robert Owen se hizo cargo de la dirección de la empresa de New Lanark" (ibid., pp. 42, 44). Pero, en segundo lugar, "el socialismo es, para todos ellos, la expresión de la verdad absoluta, de la razón y de la justicia, y basta con descubrirlo para que por su propia virtud conquiste el mundo" (ibid., p. 53).

 

            En cuanto al primero de estos autores, la fusión de los intereses de especuladores, defraudadores y estafadores con el gobierno francés el Directorio -pretexto del golpe de estado de Napoleón- fue lo que llevó a Saint-Simon a concebir los antagonismos entre el tercer estado y los estamentos privilegiados como un conflicto entre "trabajadores" y "ociosos", donde obreros, fabricantes, comerciantes y banqueros -integrantes del conjunto formado por los "trabajadores" o "productores"- se contraponían a los rentistas y especuladores. En sus Cartas ginebrinas, Saint-Simon defiende que "todos los hombres deben trabajar", e identifica la época del "Terror" en el periodo revolucionario francés con el "gobierno de las masas desposeídas", lo que le lleva a concebir la revolución francesa como una lucha de clases entre la nobleza, la burguesía y los desposeídos, algo que para el año 1802 es, según Engels, "un descubrimiento verdaderamente genial" (ibid., pp. 46-47). Saint-Simon, preocupado siempre por la suerte de la "clase más numerosa y más pobre de la sociedad"[15], comprendió también que la política es la "ciencia de la producción", y proclamó ya claramente "la transformación del gobierno político sobre los hombres en una administración de las cosas[16]" (ibid., p. 47). Como resume Ionescu, "en Saint-Simon vemos el espíritu de la opinión de un genio, gracias al cual casi todas las ideas del socialismo actual que no son estrictamente económicas se encuentran en embrión en sus obras" (Ionescu 1976, p. 32). Concretamente, en la obra de Marx, cuyo padre había sido, junto a uno de los profesores de Marx en Berlín, seguidor de Saint-Simon, se encuentran muchos elementos ya apuntados por éste, entre otros la primera expresión de la regla que Marx reservara al comunismo: "De cada uno, según su capacidad; a cada uno, según sus necesidades" (véase Gordon 1991, p. 310).

 

            Por otra parte, en Saint-Simon se encuentra también la idea de la planificación, con un Plan que sería el símbolo de la racionalidad científica de la sociedad, sería anual y estaría concebido para proyectar las obras públicas a largo plazo, constituyendo la tarea principal del parlamento nacional, que estaría subordinado a su vez a un parlamento europeo. Por último, añadamos que la primera utilización del término "socialista" parece haber aparecido en el periódico saintsimoniano Le globe, en 1832, utilizada para describir a quienes creían en el Nuevo Cristianismo (nombre de un libro y una teoría de Saint-Simon) (ibid., p. 309).

 

            Fourier puso "al desnudo despiadadamente la miseria material y moral del mundo burgués", comparando las promesas de los enciclopedistas con la realidad de su época, en un lenguaje satírico "magistral y deleitoso", y capaz de manejar la dialéctica con la misma maestría que Hegel, para concluir que "en la civilización la pobreza brota de la misma abundancia" (Engels 1880, pp. 47-48). Fourier es importante como precursor de los defensores de la emancipación femenina, y, sobre todo, por su concepción de la historia, que le lleva a distinguir cuatro etapas de desarrollo -salvajismo, barbarie, patriarcado y civilización-, y a afirmar que "toda fase histórica tiene su vertiente ascensional, más también su ladera descendente" (ibid., p. 48). En cuanto a sus planteamientos puramente utópicos, su plan de constitución de "falanges comunales" o "falansterios", que fueron la base de Brook Farm y de otros experimentos comunitarios reales en los Estados Unidos, pretendía inspirarse en las ideas de Newton[17], a quien admiraba, ya que estaba basado en "leyes de atracción social que correspondían en los fenómenos sociales a la ley de la gravedad de Newton" (Gordon 1991, p. 187).

 

            En cuanto a Robert Owen, quizás sea de él de quien escribiera Engels los mayores elogios: "Ya en Manchester, dirigiendo una fábrica de más de quinientos obreros, había intentado, no sin éxito, aplicar prácticamente su teoría", y cuando repitió lo mismo en New Lanark (Escocia), llegó a tener 2500, los cuales se convirtieron "en sus manos en una colonia modelo, en la que no se conocía la embriaguez, la policía, los jueces de paz, los procesos, los asilos para pobres ni la beneficencia pública", para lo que le bastó con "colocar a sus obreros en condiciones más humanas de vida, consagrando un cuidado especial a la educación de su descendencia" (Engels 1880, p. 50): Fue así, "por este camino práctico, como fruto, por decirlo así, de los cálculos de un hombre de negocios, como surgió el comunismo oweniano, que conservó en todo momento este carácter práctico" (ibid., p. 51). Pero no resulta sorprendente que "mientras se había limitado a actuar sólo como filántropo, no había cosechado más que riqueza, aplausos, honra y fama. Era el hombre más popular de Europa (...) Pero en cuanto formuló sus teorías comunistas, se volvió la hoja", y fue "desterrado de la sociedad oficial" (ibid., p. 52). Owen no fue sólo "el creador de las escuelas de párvulos", el presidente del "primer congreso en que las tradeuniones de toda Inglaterra se fusionaron", el creador de "las cooperativas de consumo y de producción", sino que, en realidad, "todos los movimientos sociales, todos los progresos reales registrados en Inglaterra en interés de la clase trabajadora van asociados al nombre de Owen" (ibidem).

 

            Junto al socialismo utópico, Marx y Engels señalaron otras formas contemporáneas de socialismo en la tercera parte de su Manifiesto Comunista, dedicada a la "literatura socialista y comunista" (Marx y Engels, 1848, pp. 47-57), agrupados en dos conjuntos: el socialismo "reaccionario", y el "burgués" o "conservador". Del primero citan, como ejemplos, el socialismo "feudal" de los legitimistas franceses y de la Joven Inglaterra[18]; el socialismo "pequeñoburgués" de la nueva clase que "flota entre la burguesía y el proletariado", de los pequeños burgueses y de los campesinos, representados por Sismondi; y el socialismo alemán, o "verdadero socialismo", de Moses Hess y sus colegas. En cuanto al socialismo "burgués o conservador", su fundamento consiste en que "una parte de la burguesía desea mitigar las injusticias sociales, para de este modo garantizar la perduración de la sociedad burguesa". Entre sus representantes, está por una parte Proudhon, con su Filosofía de la miseria[19], y una segunda modalidad que pretende "ahuyentar a la clase obrera de todo movimiento revolucionario, haciéndole ver que lo que a ella le interesa no son tales o cuales cambios políticos, sino simplemente determinadas mejoras en las condiciones materiales, económicas, de su vida" (ibid., p. 54). En definitiva, de esta última modalidad de socialismo se puede decir: "todo el socialismo de la burguesía se reduce, en efecto, a una tesis, y es que los burgueses lo son y deben seguir siéndolo... en interés de la clase trabajadora" (ibidem).

 

 

 

                                                           Para seguir leyendo

 

                La reacción evolucionista contra la economía política clásica fue magistralmente analizada, en un largo artículo, por el economista polaco H. Grossmann (1943), bien conocido, aparte de su aportación sustancial a la teoría económica que realiza en su libro más importante (1929), por la amplia revisión de la literatura previa que lleva a cabo en sus obras, como en el propio libro citado, sobre el tema de la acumulación del capital y del derrumbe, o en su trabajo sobre la cuestión del imperialismo (1928). En cuanto a la obra original de estos autores, nos remitimos a Condorcet (1793), Saint-Simon (1812-22), Sismondi (1819), Steuart (1767) y Jones (1833, 1852).

 

                Sobre los socialistas ricardianos, el libro ya citado de Hunt (1992a) analiza en profundidad las figuras de Thompson y Hodgskin, y en otro artículo (1977) desarrolla su relación con la teoría del valor. Véase también la monografía de E. Lowenthal (1911). Para un amplio análisis de estos autores, así como de sus colegas Gray y Bray, y, en realidad, de casi todos los escritores socialistas anglosajones, o, como él los llama, "críticos del mercado", véase el libro monográfico de Thompson (1989). Las obras originales más importantes son en este caso: Gray (1831), Thompson (1824), Hodgskin (1825 y 1827), Bray (1839).

 

                Por otra parte, en relación con el pensamiento socialista y utópico de primera hora, lo mejor es acudir a uno de los autores que bautizaron a estos escritores por primera vez como "socialistas utópicos": es el caso de Engels (1880), donde se desarrolla el análisis menos detenido que habían realizado Marx y Engels en el Manifiesto Comunista (1848). Pero conviene también acudir a las fuentes originales (aunque nos abstraeremos aquí de otros múltiples precedentes lejanos): Owen (1815), Fourier (1808), Saint-Simon (1812-1822), Godwin 81796).

 

                Un libro esencial para la historia del pensamiento económico de esta época son los tres volúmenes de las Teorías de la plusvalía de Marx (1862), donde se analizan en toda profundidad la obra de la mayor parte de los autores citados, con especial referencia a su relación con la obra de los clásicos y del propio Marx.

 

                                                                                           Bibliografía:

Bray, J. F. (1839): Labour's Wrongs and Labour's Remedy, or the Age of Might and the Age of Wright, Leeds-Manchester.

Condorcet, M. de (1793): Esquisse d'un tableau historique des progrès de l'esprit humain [Bosquejo de un cuadro histórico de los progresos del espíritu humano, 2 vols, Calpe, Madrid, 1921.

Engels, F. (1880): Socialismo utópico y socialismo científico, Ricardo Aguilera, Madrid, 1977.

Fourier, C. (1808): Teoría de los cuatro movimientos, Barral, Barcelona, 1974.

Godwin, W. (1796): Enquiry Concerning Political Justice, 20 ed. (10, 1793) [Investigación acerca de la justicia política y su influencia en la virtud y dicha generales, Americalee, Buenos Aires.

Gray, F. (1831): The Social System. A Treatise of the Principles of Exchange, Edimburgo.

Grossmann, H. (1928): "Una nueva teoría sobre el imperia­lismo y la revolución social", en: Grossmann (varios años): Ensayos sobre la teoría de las crisis (Dialéctica y metodología en 'El Capi­tal'), Pasado y Presente, México, 1979, pp. 133‑195.

--(1929): Das Akkumulations-und Zusammenbruchsge­setz des Kapitalistis­chen Systems [La ley de la Acumulación y del Derrumbe del sistema capitalista, Siglo XXI, México, 1979].

--(1943): "The evolutionist revolt against classical economics", Journal of Political Economy, vol. LI, dos partes: octubre y diciembre 1943, pp. 381-396, y 506-522 [versión española: "La reacción evolucionista contra la economía clásica", en Grossman: Ensayos sobre la teoría de la crisis. Dialéctica y metodología en 'El Capital', Pasado y Presente, México, 1979, pp. 196-245].

Hodgskin, T. (1825): Labour Defended against the Claims of Capital; or the Unproductiveness of Capital Proved with Reference to the Present Combinations amongst Journeymen, Londres.

--(1827): Popular Political Economy, Four Lectures Delivered at the London Mechanics' Institute, Londres.

Hunt, E. K. (1977): "Value theory in the writings of the classical economists, Thomas Hodgskin and Karl Marx", History of Political Economy, n1 9, pp. 327-345.

--(1992a): History of Economic Thought. A Critical Perspective, 20 ed., Harper Collins, Nueva York.

Jones, R. (1833): Introductory Lecture on Political Economy, Delivered at King's College, London, 27th Febreuary 1833, Londres.

--(1852): Textbook of Lectures on the Political Economy of Nations, Hertford.

Lowenthal, Esther (1911): The Ricardian Socialists, Kelley, Clifton, NJ, 1972.

Marx, K. (1862): Teorías sobre la plusvalía, 3 volúmenes, Cartago, Buenos Aires, 1974.

-- y Engels, F. (1848): El Manifiesto Comunis­ta, Ayuso, Madrid, 1977 (40 ed.).

Owen, R. (1815): "Observations on the effect of the manufacturing system", en A New View of Society and Other Writings, Dent, Londres, 1927.

Saint-Simon, C.-H. de (1812-22). Du système industriel [El sistema industrial, Edicions de la Revista de Trabajo, Madrid, 1975].

Sismondi, J. C. L. de (1819): Nouveaux principes d'économie politique, Jeheber, Ginebra (ed. A. Sotiroff).

Steuart, J. (1767): An Inquiry into the Principles of Political Oeconomy, 1966: Oliver and Boyd for the Scottish Economic Society, Edimburgo/Londres.

Thompson, N. (1989): The Market and its Critics: Socialist Political Economy in Nineteenth Century Britain, Routledge, Londres.

Thompson, W. (1824): An Inquiry into the Principles of the Distribution of Wealth Most Conducive to Human Happiness, Londres.

--(1827): Labour Rewarded, The Claims of Labour and Capital Conciliated, or How to Secure to Labor the whole Product of Its Exertions, Londres.

 


 


    [1] S. Gordon ha señalado que ya a fines del siglo XVII tuvo lugar un debate en Francia sobre la idea de progreso, conocido como la "disputa de los antiguos y los modernos", en el que participaron Fontainelle y Perrault, y que continuó en inglaterra en el XVIII con J. Swift, D. Hume y otros (Gordon 1991, p. 169). Nisbet ha escrito que, en realidad, "todas las ciencias sociales sin excepción (...) se cimentaron casi literalmente sobre la roca de la fe en el progreso humano, de Turgot y Adam Smith hasta Comte, Marx, Tylor, Spencer y muchísimos más" (citado en Gordon 1991, p. 172).

    [2] Oeuvres de Turgot, vol. II, ed. Dupont de Nemours, pp. 53-54; así citado en Grossmann, ibidem.

    [3] Aunque Grossmann es consciente de que la concepción evolucionista ya existía desde la edad media y el renacimiento, como lo demuestran, según él, las obras de Ibn Jaldún y de Vico.

    [4] Véase el "árbol genealógico de la teoría de Saint-Simon" construido por Ionescu. Éste señala que Condorcet, a quien Saint-Simon llamaba "el último de los filósofos", era "su maestro más querido y quien, retrospectivamente, parece haber sido su trágico alter ego, un hombre que había dedicado todo su entusiasmo al triunfo de la Revolución y, cuando ésta se volvió en su contra, escribió con 'santo' fervor su Du progrès de l'esprit humain (del cual extrajo Saint-Simon gran parte de su inspiración) y acabó muriendo en la cárcel" (Ionescu 1976, pp. 26-27).

    [5] Bazard: Doctrine saintsimonienne: exposition (Oeuvres), vol. XLII, p. 17.

    [6] Lo calificó incluso como el último representante de la verdadera ciencia de la economía política, al señalar cómo ésta termina considerando, precisamente en la obra de Jones, "las relaciones de producción burguesas como simplemente históricas, que conducen a relaciones más elevadas en las cuales se resuelve el antagonismo en que se basan" (Marx 1862, vol. 3, p. 356).

    [7] "Mas adelante puede existir un estado de cosas -y es posible que algunas partes del mundo se acerquen a él- en que los trabajadores y los dueños del fondo acumulado resulten ser idénticos" (Jones 1852, p. 73).

    [8] Como afirma Grossmann, con la expresión "anatomía económica", Jones sigue la tradición de William Petty, que escribió en 1672 sobre la "anatomía política" de Irlanda, y se anticipa a la famosa frase de Marx en su Contribución (1859), en la que afirma que "la anatomía de la sociedad civil debe buscarse en la economía política".

    [9] Según Gordon, Godwin consideraba que "toda organización social es inevitablemente mala y dañina para el carácter", hasta el punto de que "tocar música en grupo resultaría imposible, pues sería una restricción de la libertad tener que acomodarse a lo que tocan otros" (Gordon 1991, pp. 184 y 186).

    [10] En concreto, citó cinco: 1) que cada trabajador vería un rival en los demás, 2)la opresión sistemática de la mujer, 3) la inestabilidad económica causada por la anarquía del mercado, 4) otras inseguridades típicas del capitalismo por su dependencia del mercado, y 5) el retardo del conocimiento, postergado frente a la avaricia y el logro personal.

    [11] Aunque esto recuerda a Saint-Simon, Gray negaba esta influencia, asegurando que no había leído al autor francés.

    [12] Gordon señala que el término "utopismo" procede del título de la obra de Tomás Moro, Utopía (1516), escrita en una época en que la leyenda del Preste Juan y su idílico reino cristiano se tomaba tan en serio que hasta Colón y Vasco de Gama esperaban encontrárselos en sus viajes (Gordon 1991, p. 179). Por otra parte, "desde el siglo XVI al XVIII se compusieron cientos de obras utilizando como modelo la Utopía de Moro" (ibid., p. 180), autor que pensaba que el deseo de riqueza era "la fuente principal del mal en las sociedades reales", y que describía un modelo de sociedad "en la que los individuos se contentan con satisfacer las necesidades básicas y producen más sólo con la finalidad de disponer de una reserva frente a futuros peligros, como una sequía o un ataque de otros Estados" (ibid., p. 183).

    [13] Como las sublevaciones proletarias revolucionarias de los anabaptistas, en Alemania y en Holanda, durante el siglo XVI, especialmente la que tuvo lugar durante la guerra campesina de 1524-25, encabezada por Tomás Münzer; la de los "verdaderos levellers" o "diggers" (es decir, los "niveladores") durante la revolución inglesa del siglo XVII; o la de los proletarios seguidores de Babeuf durante la revolución francesa. De Münzer afirma Gordon que "propuso ideas de organización social tan similares a las que más tarde propondría Karl Marx que, pese a los fundamentos religiosos de su pensamiento, algunos historiadores le han considerado un temprano precursor del 'marxismo-leninismo'" (Gordon 1991, p. 179).

    [14] En el Manifiesto Comunista, se afirma que estos autores "no aciertan todavía a ver en el proletariado una acción histórica independiente, un movimiento político propio y peculiar", ya que "se encuentran con que les faltan las condiciones materiales para la emancipación del proletariado, y es en vano que se debaten por crearlas mediante una ciencia social y a fuerza de leyes sociales" (Marx y Engels 1848, p. 55). En realidad, estos autores "pretenden suplantar la acción social por su acción personal especulativa", planean defender los intereses de la clase trabajadora "sólo porque la consideran la clase más sufrida", y quieren "realizar sus aspiraciones por la vía pacífica"; pero, "puesto que atacan las bases todas de la sociedad existente", es indudable que "han contribuido notablemente a ilustrar la conciencia de la clase trabajadora", a pesar de que, al defender teorías que "giran todas en torno a la desaparición de la lucha de clases (...) sus doctrinas y aspiraciones "tienen un carácter puramente utópico" (ibid., pp. 55-57).

    [15] G. Ionescu, desde planteamientos muy distintos de los de Engels, coincide con él en este punto al escribir que entre 1803 y 1817 Saint-Simon "ofrecía su 'sistema' a cualquiera que tuviera ojos para ver, independientemente de su posición política y social", y de hecho "lo ofreció en primer lugar a los que estaban en o cerca del poder"; pero entre 1817 y 1825 "presintió la rápida separación entre los dirigentes burgueses de la industria y las masas o proletariado -las dos alas del gran grupo social de los 'industriales'-, que había considerado en un principio como homogéneo. Fue entonces cuando exhortó a los segundos a tomar en sus manos la dirección de la acción salvadora, y llevarla a delante incluso por la fuerza, si fuera necesario" (Ionescu 1976, p. 14).

    [16] Se compagina mal la atribución expresa de esta teoría que hace Engels a Saint-Simon con la afirmación de Ionescu de que Marx se la "apropió descaradamente" (Ionescu 1976, p. 18).

    [17] Como ha señalado Gordon, "la idea de que el nuevo orden social de perfección estaría formado basado en el conocimiento científico se puede remontar hasta Francis Bacon (1561-1626)", aunque puede rastrearse hasta la República de Platón. La Nueva Atlantis de Bacon (1627), muy leída en su época, "describía una sociedad ideal en la que la institución más importante era un colegio de científicos dedicados a investigar e inventar, y, bajo la dirección del rey, a gobernar (...)" (Gordon 1991, p. 187). Esta idea, repetida en la obra de Campanella (1632), aparecerá después, como hemos visto, en Condorcet y en Saint-Simon, y también en el positivismo francés (de Comte en adelante).

    [18] "La aristocracia francesa e inglesa, que no se resignaba a abandonar su puesto histórico, se dedicó, cuando ya no pudo hacer otra cosa, a escribir libelos contra la moderna sociedad burguesa".

    [19] "Cúentanse en este bando los economistas, los filántropos, los humanitarios, los que aspiran a mejorar la situación de la clase obrera, los organizadores de actos benéficos, las sociedades protectoras de animales, los promotores de campañas contra el alcoholismo, los predicadores y reformadores sociales de toda laya".