Objeto y origen de la ciencia



“Economía Política” es el nombre dado a una parte importante de la ciencia política. El objetivo del Estado es, o debería ser, la felicidad de los hombres, unidos en sociedad; busca el modo de asegurarles el mayor grado de felicidad compatible con su naturaleza, y al mismo tiempo permitir que el mayor número posible de individuos participen de esa felicidad. Pero el hombre es un ser complejo; experimenta necesidades morales y físicas; por ello, su felicidad guarda relación con su condición moral y física. La felicidad moral del hombre, en tanto depende de su Gobierno, está íntimamente ligada a la perfección de ese Gobierno y constituye el objetivo de la política, que debería difundir por todas las clases sociales la benéfica influencia de la libertad, la cultura, la virtud y la esperanza. La política debe señalar los medios de dar a las naciones una Constitución cuya libertad eleve el espíritu de los ciudadanos; una educación que forme sus corazones en la virtud y abra sus mentes al conocimiento ; una religión que pueda darles a conocer la esperanza de otra vida que compense los sufrimientos de ésta. Debe buscar, no lo que conviene a un individuo o a una clase de individuos, sino lo que pueda proporcionar más felicidad, por enriquecerlos espiritualmente, a todos los hombres que viven bajo sus leyes.

El bienestar físico del hombre, en tanto en cuanto pueda ser producido por el Gobierno, es el objeto de la Economía Política. Todas las necesidades físicas del hombre, para las cuales depende de sus semejantes, son satisfechas por medio de la riqueza. Esta es la que dirige la mano de obra, la que remunera los servicios calificados, la que facilita todo lo que el hombre ha acumulado para el uso o el placer. Por medio de ella se protege la salud y se mantiene la vida; se atienden las necesidades de la infancia y la vejez; la alimentación, el vestido y la vivienda se colocan al alcance de todos. Por lo tanto la riqueza puede ser considerada como la presentación de todo lo que los hombres pueden hacer por el bienestar físico de cada uno de los de más; y la ciencia que enseña a los Gobiernos el verdadero sistema de administrar la riqueza nacional es una rama importante de la ciencia de la felicidad nacional. El Estado es instituido en beneficio de todas las personas sometidas a él; por esto debería tener siempre presente el interés de la comunidad. Y así como el campo de la Política debe hacer llegar a cada ciudadano los beneficios de la libertad, la virtud y la cultura, de la misma manera, en orden a la economía política, debe fomentar todos los beneficios de la riqueza nacional. Considerada en abstracto, la finalidad del Gobierno no es acumular la riqueza en el Estado, sino hacer participar a todos y cada uno de los ciudadanos en aquellas satisfacciones de la vida material que la riqueza encierra. El Gobierno está llamado a secundar la obra de la Providencia, a aumentar la cantidad de la felicidad sobré la tierra y no a multiplicar a los seres que viven bajo sus leyes más deprisa de lo que pueda multiplicar sus posibilidades de felicidad.

 La riqueza y la población no son realmente signos absolutos de prosperidad en un Estado; sólo lo son si se las relaciona entre sí. La riqueza es una bendición cuando esparce bienestar sobre todas las clases sociales; la población es una ventaja cuando cada individuo tiene la seguridad de ganarse una subsistencia honesta con su trabajo. Pero un país puede arruinarse aun cuando algunos de sus individuos estén amasando fortunas colosales; y si su población, como en China, es siempre superior a sus medios de subsistencia, si se contenta con vivir de lo que los animales desechan, si está siempre amenazada por el hambre, esta numerosa población, lejos de ser motivo de envidia, es una calamidad.

La mejora del orden social es generalmente ventajosa tanto para los pobres como para los ricos, y la Economía Política indica los medios de conservar este orden corrigiéndolo pero no de trastocarlo. Fue beneficioso el mandato de la Providencia que impuso necesidades y sufrimientos a la especie humana, pues de éstos han surgido los estímulos que deben despertar nuestra actividad y empujarnos hacía adelante para desarrollar todo nuestro ser. Si pudiéramos conseguir desterrar el dolor del mundo tendríamos también que excluir la virtud; si pudiéramos desterrar las necesidades también tendríamos que eliminar la laboriosidad. Por esto, lo que el legislador debe tener presente no es la igualdad de clases, sino la felicidad en todas ellas; no procurará la felicidad mediante el reparto de la propiedad, sino mediante el trabajo y su remuneración. Y esto se consigue manteniendo la actividad y la esperanza en las mentes, asegurando tanto a los pobres como a los ricos, merced a la realización de sus tareas, una subsistencia normal y el disfrute de los deleites de la vida.  

El titulo dado por Adam Smith a su obra inmortal sobre la ciencia que estamos tratando nosotros ahora, La naturaleza y las causas de la riqueza de las naciones,constituye al mismo tiempo la definición más precisa de esta ciencia. Da una idea mucho más exacta que el término Economía Política, adoptado posteriormente. La última designación requiere al menos ser entendida de acuerdo con la aceptación moderna de la palabra economía, no con su etimología. En su sentido actual la economía denota el mantenimiento, administración y gestión de la propiedad; y esto se debe a que usamos la frase un tanto tautológica economía doméstica para la gestión de una fortuna privada, y a la que hemos venido a utilizar la frase economía política para designar la gestión de la riqueza nacional.

Desde los tiempos en que los hombres formaron por primera vez un grupo social, han tenido que ocuparse de los intereses comunes originados por la riqueza. Desde que nacieron las comunidades humanas se separó una parte de la riqueza para atender a las necesidades públicas. La recaudación y administración de estos recursos nacionales, que dejaron de pertenecer a cada uno de los individuos, formaron una parte importante de la ciencia de la política. Es lo que nosotros llamamos Hacienda.

 Por otra parte, las fortunas privadas hicieron más complejos los intereses de cada ciudadano; estando expuestos a los ataques de la codicia y del fraude, su riqueza requería ser definida por la autoridad pública, de acuerdo con el artículo principal del contrato social, que había fundido las fuerzas de los individuos para proteger a cada uno con el poder de todos. Los derechos sobre la propiedad, sus divisiones, los medios de transmitirla, se convirtieron en una de las ramas más importantes del derecho civil; y la aplicación de la justicia a la distribución de la propiedad nacional constituyo una función esencial del legislador.

Pero la investigación acerca de la naturaleza y las causas de la riqueza nacional nunca ocupó las especulaciones de nuestros antepasados. No llegaron a los principios de la Economía Política a fin de deducir de esa fuente sus sistemas de Haciendo y Derecho civil que, sin embargo, no debieran ser sino corolarios de esos principios. Abandonaron el desarrollo de la riqueza pública al esfuerzo individual, sin examinar su naturaleza; y así, la propiedad se acumuló silenciosamente, en cada sociedad, por el trabajo de cada artesano para procurarse su propia subsistencia y más tarde su propio bienestar, antes de que la forma de adquirirla y conservarla llegase a ser objeto de una investigación científica. Los filósofos de la Antigüedad se preocuparon de demostrar a sus discípulos que las riquezas no acarrean la felicidad, pero no de indicar a los Gobiernos las leyes por las cuales el aumento de esas riquezas puede ser favorecido o retardado. La atención de los pensadores acabó dirigiéndose a la riqueza nacional a causa de las demandas de los Estados y de la pobreza de las gentes. Un cambio importante acontecido en la política general de Europa, durante el siglo XIV, trastocó casi en todas partes la libertad política; oprimió a los Estados pequeños; destruyó los privilegios de las ciudades y provincias y confirió el derecho a disponer de los patrimonios nacionales a un pequeño número de soberanos, que ignoraban por completo cómo se acula y conserva la riqueza. Antes del reinado de Carlos V, media Europa, que estaba sometida al sistema feudal, no tenía libertad, ni cultura, ni hacienda. Pero la otra mitad, que había alcanzado ya un alto grado de prosperidad, que incesantemente aumentaba su riqueza agrícola, sus manufacturas y su comercio, estaban gobernada por hombres que en su vida particular se habían dedicado al estudio de la economía, que al adquirir su patrimonio privado habían aprendido lo pertinente al de los Estados; y que, gobernando comunidades libres de las que ellos eran responsables, dirigían su administración, de acuerdo no con su propia ambición, sino con el interés de todos. Hasta el siglo XV la riqueza y el crédito no se encontraban más que en las repúblicas de Italia y de la Liga Hanseática, en las ciudades imperiales de Alemania, en las ciudades libres de Bélgica y España, y quizá también en algunas ciudades de Francia e Inglaterra que gozaban de grandes privilegios municipales. Los magistrados de todas estas ciudades eran hombres formados en la práctica constante de los negocios, y aunque la Economía Política no había llegado todavía a constituir una ciencia, sin embargo ellos tenían ya el destino y a la vez la experiencia de lo que favorecía y de lo que perjudicaba a los intereses de sus conciudadanos.

Las horribles guerras que comenzaron con el siglo XVI y que trastornaron el equilibrio europeo, transfirieron una monarquía casi absoluta a tres o cuatro monarcas todopoderoso, quienes se repartieron la regiduría del mundo civilizado. Carlos V unió bajo su dominio a todos los países que hasta entonces habían sido alabados por su laboriosidad y su riqueza: España, casi toda Italia, Flandes y Alemania; pero los unió después de haberlos arruinado; y su administración, al suprimir todos los privilegios, impidió recuperar la opulencia anterior. Incluso los reyes más absolutos no pueden gobernar de modo personal en mayor medida que los reyes cuya autoridad está limitada por las leyes. Los primeros transmiten su poder a ministros que ellos mismos eligen, en lugar de ser la confianza popular la que los nombre. Pero los encuentran entre una clase de personas distintas de aquélla en donde los encuentran los regímenes libres. A los ojos de un rey absoluto, la primera cualidad de un político es la de estar en posesión de un rango tan alto que pueda vivir en una noble indolencia o al menos en una absoluta ignorancia de la economía del país. Los ministros de Carlos V, a pesar del talento que demostraron para la negociación y la intriga, fueron todos igualmente ignorantes para los asuntos pecuniarios. Arruinaron la haciendo pública, la agricultura, el comercio y todas las clases de actividad, de un extremo de Europa al otro; hicieron sentir al pueblo la diferencia, que en realidad era previsible, entre su ignorancia y el conocimiento práctico de los magistrados representativos.

Carlos V, su rival Francisco I y Enrique VIII, que deseaban mantener el equilibrio entre ellos, se habían comprometido en gastos mayores que sus ingresos ; la ambición de sus sucesores y la obstinación de la casa de Austria, que continuó manteniendo un destructor sistema de guerras durante más de cien años, fueron causa de que esos gastos siguieran aumentando a pesar de la pobreza pública. Pero a medida que el sufrimiento se fue generalizando, las personas humanitarias sintieron más hondamente la obligación que les incumbía de emprender la defensa de los pobres. Por un orden de secuencia opuesto al curso natural de las ideas, la ciencia de la economía surgió de la ciencia de la hacienda. Los filósofos desearon proteger al pueblo de las especulaciones del poder absoluto. Comprendieron que, para ser oídos por los reyes, debían hablarles de los intereses reales, no de la justicia o del deber. Investigaron la naturaleza y las causas de la riqueza nacional para demostrar a los Gobiernos cómo podría ser repartida sin destruirla.

Existía demasiada poca libertad en Europa para permitir que quienes primero se dedicaron a la Economía Política presentasen sus investigaciones al mundo, y la Hacienda estaba envuelta en un secreto demasiado profundo para permitir que personas no ocupadas en los asuntos públicos conocieran hechos bastantes para formar la base de normas generales. De aquí, que el estudio de la Economía Política comenzase por los ministros. Cuando por fortuna los reyes pusieron un día al frente de sus haciendas a hombres que combinaban el talento con la justicia y el amor al bienestar público. Dos grandes ministros franceses, Sully durante el reinado de Enrique IV y Colbert en el de Luis XIV, fueron los primeros que arrojaron cierta luz sobre una materia que hasta entonces había sido guardada como secreto de Estado, y en la que el ministerio había engendrado y ocultado los mayores disparates. Pero, a pesar de toda su capacidad y autoridad, fue una tarea superior a sus fuerzas la de introducir algo que se pareciese al orden, a la precisión o a la uniformidad en esta rama del Gobierno. Sin embargo, los dos no sólo reprimieron las terribles expoliaciones de los colonos y facilitaron con su protección cierto grado de seguridad a los intereses privados, sino que al mismo tiempo percibieron de una manera vaga las verdaderas fuentes de la prosperidad nacional, y se esforzaron en hacerlas fluir con mayor abundancia. Sully protegió principalmente a la agricultura. Solía decir que la ganadería y la agricultura eran las dos ubres del Estado. Colbert, que descendía de una familia dedicada al comercio de paños, trató sobre todo de estimular las manufacturas y el comercio. Se inspiró en las opiniones de los comerciantes, y les consultó en todas las necesidades urgentes. Ambos hombres de Estado construyeron carreteras y canales para facilitar el intercambio de mercancías; ambos protegieron el espíritu de empresa y honraron la actividad industriosa que difundió la abundancia en el país.

Colbert, el más moderno de los dos, fue muy anterior a cualquiera de los escritores que han tratado la Economía Política como una ciencia, y la redujo a un cuerpo de doctrina. Tenía, sin embargo, un sistema acerca de la riqueza nacional; lo necesitaba para dar uniformidad a sus planes y delinear claramente ante sus ojos el objetivo que deseaba alcanzar. Su sistema le fue probablemente sugerido por los comerciantes a quienes consultaba. Hoy es generalmente conocido por el epíteto mercantilista, y a veces también con el nombre de colbertismo. No porque Colbert fue su autor o porque lo expusiera en alguna explicación, sino porque el fue sin comparación alguna el más ilustre entre quienes lo profesaron; porque, a pesar de los errores de su teoría, las aplicaciones que dedujo de ella fueron altamente provechosas; y porque, entre los numerosos escritores que mantuvieron la misma opinión, no existió ninguno que mostrara suficiente talento ni siquiera para fijar su nombre en la memoria del lector. Pero, sin embargo, es justo separar el sistema mercantilista en su conjunto del nombre de Colbert. Fue un sistema inventado por comerciantes, no por ciudadanos; fue un sistema adoptado por todos los ministros de los Estados absolutos cuando tuvieron que tomarse la molestia de pensar en la Hacienda, y Colbert no tuvo otra participación en el asunto que la de haberlo seguido sin reformarlo.

Después de haber tratado mucho tiempo al comercio con alto desprecio, los Gobiernos descubrieron al fin en él una de las fuentes más abundantes de la riqueza nacional. En sus Estados todas las grandes fortunas no pertenecían en realidad exclusivamente a los comerciantes; pero cuando sorprendidos por la necesidad repentina, querían recaudar rápidamente grandes sumas, sólo los comerciantes podían facilitárselas. Los propietarios de tierras quizás poseían inmensas rentas, los manufactureros acaso podían llevar a cabo trabajos ingentes, pero ni uno ni otros podían disponer de algo más que de su renta o producto anual. En caso de necesidad sólo los comerciantes ofrecían toda su fortuna al Estado. Como su capital estaba representado íntegramente por mercancías listas para el consumo, por mercancías destinadas para su inmediato uso en el mercado al que se destinaban, podían venderlas en un plazo muy breve y obtener la suma exigida con menor pérdida que cualquier otra case de ciudadanos. Por eso los comerciantes encontraron el medio de ser escuchados, pues en cierto modo tenían el control de todo el dinero en el Estado y al mismo tiempo eran casi independientes de la autoridad, pudiendo, en general, poner a salvo de los ataques del despotismo una propiedad de cuantía desconocida y transportarla, con sus personas, a un país extranjero en un momento dado.

Los Gobiernos habrían aumentado de buena gana los beneficios de los comerciantes a condición de participar en ellos. Imaginando que lo único necesario era secundar mutuamente sus opiniones, les ofrecieron la ayuda oficial para favorecer la industria; y como la ventaja del comerciante consiste en vender caro y comprar barato, los Gobiernos pensaron que sería una protección eficaz para el comercio, si se le proporcionasen los medios para vender todavía más caro y comprar aún más barato. Loa comerciantes, a los que pidieron consejo, se agarraron ávidamente a esta proposición; a así se constituyó el sistema mercantilista. Antonio de Leyva, Fernando de Gonzaga y el duque de Alba, virreyes de Carlos V y sus sucesores - los rapaces inventores de tantos monopolios - no tenían otra idea de la economía política. Pero cuando se intentó reducir este robo metódico de los consumidores a un sistema; cuando se ocuparon de ello asambleas deliberantes; cuando Colbert consultó a los gremios; cuando por último la gente empezó a comprender la verdadera situación de las cosas, se hizo necesario encontrar una base más honorable para estas transacciones; se hizo necesario estudiar no sólo las ventajas para los banqueros y comerciantes, sino también las ventajas para la nación: pues los cálculos del egoísmo no pueden mostrarse al desnudo, y el principal beneficio de la publicidad es imponer silencio a los bajos sentimientos.

En estas circunstancias, el sistema mercantilista se moldeó en una forma plausible; y sin duda debió de ser plausible ya que, hasta nuestros tiempos, ha continuado seduciendo a la mayoría de los individuos dedicados a la practica del comercio y de la Hacienda. La riqueza, decían aquellos primeros economistas, consiste en el dinero; las dos palabras entraron en el uso universal como casi absolutamente sinónimas, y nadie soñó poner en duda la identidad entre dinero y riqueza. Decían que el dinero disponible del trabajo de los hombres y de todos los frutos. Es el dinero el que produce esos frutos; mediante el dinero se mantiene la actividad en una nación; a su influencia debe cada individuo su manutención y la continuación de su vida. El dinero es especialmente necesario en las relaciones entre los estados. Mantiene la guerra y constituye la fuerza de los ejércitos. El Estado que lo posee domina al que no lo tiene. Todo la ciencia de la Economía Política debe, por ello, tener por objeto el aumento del dinero en la nación. Pero el dinero que posee una nación no puede ser aumentado en cantidad excepto por el trabajo en las minas si la nación las posee o por el comercio exterior si carece de ellas. Todos los intercambios dentro del país, todas las compras y ventas que se realizan entre los ingleses, por ejemplo, no aumentan ni un penique la moneda contenida dentro de las costas de Inglaterra. Por esto es necesario encontrar los medios de importar dinero de otros países, y sólo el comercio puede hacerlo, vendiendo mucho a los extranjeros y comprándoles poco. Pues del mismo modo que cada comerciante al liquidar con su corresponsal, ve al final del año si ha vendido más de lo que ha comprado y se encuentra en su caso acreedor o deudor de un saldo que ha de liquidarse en dinero, así una nación sumando todas sus compras y ventas con cada una de las demás, o con el conjunto de ellas, se encontrara cada año acreedora o deudora por un saldo que ha de liquidarse en dinero. Si el país paga este saldo, cada vez se hará más pobre; si lo recibe, cada vez se hará más rico.

Durante un siglo, el sistema mercantilista adoptado universalmente por los Gobiernos; gozó universalmente del favor de comerciantes y cámaras de comercio; fue expuesto universalmente por los escritores, como si estuviera demostrado por las pruebas más irrefutables y nadie estimase necesario establecer otras nuevas. Después de mediado el siglo XVIII, Quesnay opuso a dicho sistema su Tableau Économique,expuesto más tarde por Mirabeau y el Abate de Riviére, ampliado por Dupont de Nemours, y adoptado por una numerosa escuela que apareció en Francia con el nombre de Economistas. También en Italia ganó esta escuela algunos distinguidos adeptos. Sus seguidores han escrito sobre la ciencia más que de cualquier otra escuela; incluso han admitido los principios de Quesnay con tan ciega confianza y los han mantenido con fidelidad tan absoluta, que uno se encuentra perplejo para descubrir una discrepancia de principio o un avance ideológico en sus escritos.

De este modo, Quesnay fundó un segundo sistema de economía política, llamado sistema territorial, o de manera más precisa, sistema de los economistas. Comienza por afirmar que el oro y la plata, los signos de riqueza, los medios de cambio y el precio de todas las mercancías, no constituyen por sí mismo la riqueza de los Estados, y que no se puede formar ningún juicio acerca de la prosperidad de una nación a base de su abundancia de estos metales preciosos. Después procede a examinar las diferentes clases de individuos, todos los cuales, dedicados a ganar dinero y haciendo circular la riqueza incluso cuando la adquieren para ellos mismos, no se ocupan, según él, nada más que de los intercambios. Intenta diferenciar las clases que poseen un poder creador; de ellas es de donde ha de nacer la riqueza, ya que todas las transacciones del comercio no parecen ser otra cosa que la transmisión de esa riqueza de mano en mano.

El comerciante que transporta las producciones de ambos hemisferios de un continente a otro; y que al volver a los puertos de su propio país, obtiene al vender su cargamento una suma doble de la que poseía al empezar su viaje, en definitiva, a los ojos de Quesnay, no parece haber realizado más que un cambio. Si en las colonias ha vendido las manufacturas de Europa a un precio más alto de lo que le costaron, la razón es que efectivamente valían más. Junto a su coste primario, él debe también reintegrarse del valor de su tiempo, de su esfuerzo, de su manutención y de la de sus marineros y agentes durante el viaje. Tiene derecho a una cantidad análoga sobre el algodón o el azúcar que trae a Europa. Si, al final del viaje, queda algún beneficio, es el fruto de su economía y su buena administración. El salario que le conceden sus clientes por las molestias que se ha tomado, es mayor que la suma que ha gastado. Sin embargo, el salario, por su naturaleza, exige ser gastado por quien lo devenga; y si el comerciante lo hubiera hecho así, no habría añadido nada a la riqueza nacional con el trabajo de toda su vida, pues el producto que trae basta sólo para remplazar exactamente el valor del producto dado a cambio, sumando a su propio salario, y a los salarios de todos cuantos intervinieron con él en el negocio.

De acuerdo con este razonamiento, el filósofo francés dio al transporte el nombre de comercio económico, que todavía ostenta. Afirma que esta clase de comercio no está destinada a satisfacer las necesidades de la nación que la practica, sino simplemente a servir a las conveniencias de dos naciones extranjeras. La nación transportista no obtiene otro beneficio que el de los salarios, y no puede enriquecerse excepto por el ahorro que la sobriedad le permita lograr de dichos salarios.

Quesnay al referirse a las manufacturas las considera como un intercambio de la misma naturaleza que el comercio, pero en lugar de tener en cuenta dos valores presentes, su contrato base es, en su opinión un intercambio de valores actuales contra valores futuros. La mercancía producida por el trabajo de un artesano no es más que el equivalente de su jornal acumulado. Durante su trabajo a consumido los frutos de la tierra, y la obra producida por él no es más que el valor de esos frutos.

El economista dirige luego su atención a la agricultura. Para él el agricultor está en la misma situación que el comerciante y el artesano. Igual que este último, hace con la tierra un intercambio del presente contra el futuro. Las cosechas por él producidas representan el valor acumulado de su trabajo; remuneran el alquiler de su actividad al que tiene el mismo derecho que el artesano a su jornal o el comerciante a su beneficio. Pero cuando se deduce este alquiler queda una renta neta que no existía en la industria ni en el comercio; es lo que el agricultor paga al propietario por el uso de su tierra. Quesnay piensa que esta renta es de una naturaleza completamente diferente a cualquier otra. No es un salario, no es el resultado de un intercambio; es el precio del trabajo espontáneo de la tierra, el fruto de la generosidad de la naturaleza; y como esto es lo único que representa una riqueza preexiste, solo esto ha de ser la fuente de toda clase de riqueza. Buscando el origen del valor de todas las demás mercancías a través de todas sus transformaciones, Quesnay descubre siempre su primer origen en los frutos de la tierra. Los trabajos del agricultor, del artesano, del mercader, consumen esos frutos en forma de jornales y los producen bajo formas nuevas. Sólo el terrateniente los recibe en su fuente de mandos de la naturaleza misma, y ellos le permiten pagar los jornales de todos sus labriegos que trabajan sólo para él.

Este ingenioso sistema suplantó por completo al de los comerciantes. Los economistas negaron la existencia de aquel balanza comercial a la que sus antagonistas atribuían tanta importancia; afirmaron la imposibilidad de esa acumulación de oro y plata que los mercantilistas esperaban de dicho comercio; por toda la nación, sólo veían propietarios de tierras, los únicos distribuidores de la riqueza nacional; trabajadores productivos u obreros, que producían la renta de aquellos; y una case prestadora de servicios, en la que también incluían a los comerciantes, y a la que negaban, igual que los artesanos, la facultad de producir nada.

Los planes que estas dos escuelas recomendaban a los Gobiernos diferían no menos que sus principios. Mientras que los mercantilistas deseaban autoridad para intervenir en todas las cosas, los economistas repetían incesantemente laissez faire etlaissez passer (que cada uno haga lo que le plazca y que cada cosa siga su curso); pues como el interés público consiste en la suma de todos los intereses individuales, el interés individual guiará a cada persona hacia el interés público mejor que lo que pueda hacer cualquier Gobierno.

En Francia, el sistema de los economistas provocó un fermento excesivo. El Gobierno de esa nación permitió a la gente hablar sobre los asuntos públicos, pero no entenderlos. La discusión de la teoría de Quesnay fue bastante abierta; pero ni los hechos ni los documentos en manos de la Administración fueron presentados al público En el sistema de los economistas franceses, es fácil discernir los efectos producidos por esta mezcla de ingeniosa teoría e ignorancia involuntaria que seducía a la gente ala ocuparse ahora por primera vez de sus propios asuntos públicos. Pero, a lo largo de estas discusiones, una nación libre, que poseía el derecho de examinar sus propios asuntos públicos, estaba produciendo un sistema no menos ingenioso y mucho mejor, fundado en los hechos y la observación : un sistema que, tras breve lucha, acabó oscureciendo a sus predecesores; pues la verdad siempre termina por triunfar sobre los sueños, por brillantes que éstos sean.

Adam Smith, autor de este tercer sistema, que considera el trabajo con único origen de la riqueza, y el ahorro como el único medio de acumularla, ha llevado en cierto sentido la ciencia de la economía política a la perfección, de un solo golpe. Indudablemente, la experiencia nos ha descubierto nuevas verdades; la experiencia de los últimos años en particular, nos ha empujado a hacer descubrimientos tristes; pero al completar el sistema de Smith, esa experiencia también lo ha confirmado. De los diversos autores que los sucedieron, ninguna a buscado una teoría distinta. Unos han aplicado lo que él aportó a la Administración de diferentes países; otros lo han confirmado por nuevas experiencias y nuevas observaciones; otros lo han ampliado mediante desarrollos que se derivan de los principios sentados por él; algunos incluso han encontrado aquí y allá errores en su obra; pero todo esto se ha hecho siguiendo las verdades que él enseñó y rectificándolas a la luz tomada de su propio autor. Nunca un filósofo había llevado a cabo una revolución tan completa de una ciencia; incluso aquellos que diserten de su doctrina reconocen su autoridad; a veces le atacan sólo porque no le entienden; más corrientemente, se satisfacen con la creencia de seguirle en silencio, aun cuando le contradigan. Vamos a dedicar el resto de este artículo a explicar la ciencia que él nos enseñó, aunque en un orden distinto al suyo. La dividiremos en los seis títulos siguientes: Formación y desarrollo de la riqueza; riqueza territorial; riqueza comercial; dinero; impuestos y población 

Formación y desarrollo de la riqueza

El hombre trae consigo al mundo ciertas necesidades que ha de satisfacer para poder vivir; ciertos deseos que le llevaban a esperar la felicidad de determinados goces, y una cierta actividad o actitud para el trabajo que le permite satisfacer las exigencias de unas o otros. Su riqueza nace de esta actividad; sus necesidades y sus deseos son los fines a que se aplica esa riqueza. Todo a lo que el hombre atribuye valor es creado por su actividad; todo lo que él crea está destinado a ser consumido para satisfacer sus necesidades y deseos. Pero entre el momento de su producción por el trabajo y el de su consumo por el disfrute, la destinado para el uso del hombre puede tener una existencia más o menos duradera. Este fruto, acumulado y aun no consumido, es lo que se denomina riqueza.

Puede haber riqueza no sólo sin ningún medio de cambio, o sin la existencia del dinero, sino también sin ninguna posibilidad intercambio o sin comercio. Imaginemos un hombre abandonado en una isla desierta; la propiedad in discutida de toda esta isla no es riqueza, cualquiera que sea la fertilidad natural de su suelo, la abundancia de la caza que pueble sus bosques, la pesca que abunde en sus costas, o las minas escondidas en sus entrañas. Es más, en medio de todos estos recursos que le brindan la naturaleza, el hombre pude hundirse en el grado más bajo de la miseria, e incluso morir de hambre. Pero si él, con su esfuerzo, es capaz de apresar algunos de los animales que viven en sus bosques; si, en lugar de consumirlos inmediatamente, los reserva para necesidades futuras; si, en este intervalo, los domestica y multiplica de modo que pueda vivir de su leche, o los emplea para la producción, entonces comienza a adquirir riqueza, pues el trabajo le ha dado la posesión de estos animales, y un esfuerzo adicional los ha convertido en animales domésticos. La medida de su riqueza no será el precio que él podría obtener por su propiedad en un intercambio, puesto que esta imposibilitado para realizarlo, sino el tiempo durante el cual no requeriría más trabajo para satisfacer sus necesidades dada la magnitud de éstas.

Domesticando los animales, el hombre los ha convertido en su propiedad y riquezas; cultivando la tierra la convertirá, de modo análogo, en su propiedad y riqueza. Su isla carece de valor en tanto no se invierta trabajo en ella, pero si, en lugar de consumir sus frutos en cuanto llegan a su poder, las reserva para sus necesidades futuras; si los devuelve a la tierra para que se multipliquen; si cultiva sus campos para aumentar su poder productivo, o los protege de los animales salvajes por medio de cercas; si planta árboles cuyo fruto no puede cosechar hasta pasados muchos años. Él esta entonces creando un valor, no solo del producto anual obtenido de la tierra con su esfuerzo, sino de la tierra en sí, que ha sometido, igual que había domesticado a los animales salvajes, poniéndola en condiciones de colaborar a su propio esfuerzo. En este caso si es rico, y tanto mas cuanto más tiempo puede interrumpir sus trabajos sin experimentar nuevas necesidades.

Nuestro solitario, una vez librado de la mas apremiante de todas las exigencias, la del hambre, puede dedicar su actividad a proveerse de alojamiento y vestido, o a mejorar los que ya tienen. Se construía una cabaña, y la dotará de aquellos enseres que puede construir con su solo trabajo; convertirá la piel y la lana de sus ovejas en calzado y vestido; y cuanto más cómodo haya hecho su alojamiento, mejor provista estará su despensa con artículos para su alimentación y vestido futuros, y más rico podrá considerarse.

La historia de este hombre es la historia de la raza humana: el trabajo por si solo ha creado todas las calces de riqueza. Por grande que sea la generosidad de la naturaleza, no da nada gratuitamente al hombre; pero cuando esta dirigida por él, la naturaleza se halla dispuesta a presentar su ayuda para multiplicar las fuerzas humanas en cuantía indefinida. La historia de la riqueza esta comprendida, en todos los casos, entre los siguientes límites: el trabajo que crea, el ahorro que acumula y el consumo que destruye. Un artículo que no ha sido producido, o que no ha recibido mediata o inmediatamente valor del trabajo, no es la riqueza, por muy útil o necesario que pueda ser para la vida. Un artículo que no es útil para el hombre, que no satisface ninguno de sus deseos, y que no puede ser utilizado mediata o inmediatamente en su servicio, no puede aspirar al nombre de la riqueza que haya sido el trabajo empleado en producirlo. Y finalmente, un artículo que no puede ser acumulado o guardado para el consumo futuro no es la riqueza a pesar de ser creado por el trabajo y consumido mediante su disfrute.

Antes de poseer algún medio de cambio, antes de descubrir los metales precisos que nos lo hacen tan fácil en nuestra época, nuestro solitario aprendería rápidamente a distinguir las diferentes clases de trabajo en relación con la riqueza. El trabajo que no produce ningún goce es inútil; el trabajo cuyos frutos por su naturaleza son incapaces de ser almacenados para un consumo futuro no es productivo; las únicas clases de trabajo productivas —las únicas clases que producen riquezas— son aquellas que dejan de sí, incluso a juicio de nuestro solitario, una ofrenda igual en valor al esfuerzo que han costado. Así, el hombre, juzgando erróneamente por analogía con otros fruto, puede haber pensado que podía multiplicar sus olivos plantando aceitunas; quizá no sabía que los huesos de éstas no germinan como sucede en otras especies vegetales parecidas; sólo después de preparar la tierra mediante una labranza completa y fatigosa, la experiencia le habrá enseñado que su labor había sido inútil, al no haber brotado ningún olivo. Por otra parte, quizá ha protegido su vivienda de los lobos y los osos; el trabajo habrá sido útil, pero improductivo, pues sus frutos no se pueden acumular. Si estaba antes acostumbrado a la vida civilizada, puede haberse pasado muchas horas tocando su flauta, que suponemos salvó del naufragio; este trabajo todavía sería útil y probablemente lo consideraría como un placer, pero sería tan improductivo como el anterior, y precisamente por la misma razón. Puede haber dedicado mucho tiempo al cuidado de su persona y de la salud, empleo útil pero también completamente improductivo de la riqueza. El solitario percibirá con claridad la diferencia que existe entre el trabajo productivo y el trabajo de horas en las que no acumula nada para el futuro y, sin abandonar estas últimas ocupaciones, las considerará una pérdida de tiempo.

Todo cuanto es aplicable al hombre aislado, en lo que se refiere a la creación y mantenimiento de la riqueza, es también valedero para la sociedad; el trabajo compartido por muchos individuos, ha de estar recompensado por el salario, y sus frutos distribuidos mediante el cambio. Para la sociedad, lo mismo para el solitario, puede haber tanto una clase de trabajo inútil como una improductiva; y aún que ambas sean remuneradas, siguen conservando un carácter distinto, pues la primera no corresponde a los deseos o necesidades del patrono y la segunda no administre la acumulación de sus frutos. El salario pagado a los trabajadores en ambos casos no nos debe engañar; coloca a quien lo abonan en el lugar del trabajador. La parte que antes suponíamos que era realizada por un solo individuo se halla ahora repartida entre dos o más personas, pero el resultado no se altera lo más mínimo. El jornalero que plante aceitunas realiza una labor que es inútil para el patrono, aunque provechosa para el obrero si recibe su jornal. El hombre que defiende a su amo o a la sociedad, de los osos o de empresas enemigas, que tienen a su cargo la salud o la vida de otros, que proporciona el placer de la música, o del teatro, o de la danza, realiza, igual que el solitario, un trabajo que es útil por ser agradable, que le es lucrativo porque recibe una remuneración por su trabajo al mismo tiempo que deja el disfrute de éste a quienes le contratan, pero que no obstante es improductivo porque no puede ser objeto de ahorro ni de acumulación. El que pagó el salario deja de poseer tanto el salario mismo como la cosa por la que lo pagó.

Así, el trabajo y el ahorro —las verdaderas fuentes de riqueza— existen tanto para el solitario como para el hombre que vive en sociedad, y producen el mismo tipo de ventajas para ambos. Sin embargo, la formación de la sociedad, y con ella la introducción del comercio y del cambio, fueron necesarias tanto para aumentar el poder productivo del trabajo, mediante su división, como para proporcionar un objetivo mas preciso al ahorro, multiplicando las satisfacciones que proporcionaba la riqueza. Así, los hombres unidos en sociedad producen más que si trabajaran por separado, y pueden guardar mejor lo que han producido porque aprecian mejor su valor.

El intercambio surgió por primera vez de la superabundancia: “Dame ese artículo, que te es útil y que me serviría a mí” —dijo una de las partes contratantes—, “y te daré a cambio esto, que no me sirve a mí, y que a ti te sería útil”. Sin embargo la utilidad presente no fue la única medida de las cosas intercambiadas. Cada cual calculaba para sí mismo el precio de la venta, o el esfuerzo y el tiempo dedicados a la producción de su propia mercancía y lo comparaban con el precio de compra, o sea el trabajo y el tiempo necesarios para procurarse el artículo deseado con su propio esfuerzo; y no podía tener lugar ningún intercambio hasta que cada una de las dos partes contratantes, al examinar la operación, descubierta que era mejor procurarse así la mercancía deseada que fabricarla ella misma. Esta ventaja accidental rápidamente mostró a ambas una fuente constante de beneficios en el comercio, siempre que una de las partes ofreciera un bien en cuya producción estuviese especializada a cambio de un artículo en cuya fabricación la otra poseyera superioridad; pues cada una sobresalía en lo que hacía a menudo, pero era torpe y lenta en lo que se ocupaba rara vez. Ahora bien, cuanto más exclusivamente se dedicaban a una clase de trabajo, mayor destreza adquirían en ella, y mayor eficacia adquirían para hacerla fácil y prontamente. Esta observación produjo la división de las actividades económicas; el agricultor comprendió rápidamente que él no podía construir ni siquiera en un mes la cantidad de herramientas agrícolas que el herrero podía fabricarle en un día.

El mismo principio que primero separó las actividades del agricultor, el pastor, el herrero y el tejedor, continuó separando esas tareas en un número indefinido de subdivisiones. Cada uno de ellos comprendió que, simplificando la tarea a él encomendada, podría realizarla de una manera todavía más rápida y perfecta. El tejedor renunció a la tarea de hilar y teñir; tejer el cáñamo, el algodón, la lana y la seda se convirtieron en trabajos diferenciados; los tejedores siguieron todavía subdiviéndose, de acuerdo con la fabricación y el destino de los tejidos; y dentro de cada subdivisión, cada obrero, dirigiendo su atención a un fin único, experimentó un aumento en su poder productivo. En el interior de cada manufactura se repitió una vez más esta división, de nuevo con el mismo éxito. Veinte obreros trabajaban en una misma cosa, pero cada cual la sometía a una operación diferente; y los veinte trabajadores vieron que habían logrado realizar una tarea veinte veces mayor que la que hubieran ejecutado trabajando cada uno por separado.

A causa de la división del trabajo, la actividad desplegada en el mundo aumentó considerablemente, pero, al mismo tiempo, se requirieron muchos más bienes para atender al consumo. Las necesidades y las satisfacciones del solitario, que trabajaba para sí mismo, eran muy limitadas. Naturalmente, necesitaba alimento, vestido y alojamiento; pero nunca llegó a pensar en los refinamientos mediante los cuales la satisfacción de esas necesidades podía ser convertida en un placer; y aun menos en los deseos artificiales, introducidos por la sociedad, que al ser satisfechos se convierten en nuevas fuentes de disfrute. El objetivo del solitario era meramente acumular, para después poder descansar. Ante él, a no mucha distancia, existía un punto crítico en la acumulación de la riqueza, a partir del cual hubiera sido una estupidez acumular más, pues el consumo no podía ser aumentado en la misma proporción. Pero las necesidades del hombre social eran infinitas, porque el trabajo de la sociedad le ofrecía unos goces infinitamente variados. Por grande que fuera la riqueza que aculase, jamás tendría ocasión de decir: basta; seguiría encontrando medios para convertirla en placer e imaginar al menos que la utilizaba en su servicio.

El comercio, nombre genérico dado al conjunto total de los intercambios, complicaba la relación, necesaria para subsistir, entre la producción y el consumo; pero lejos de disminuir su importancia, la incrementó. Al principio, cada cual se procuraba lo que pretendía consumir, pero cuando se llegaba a que cada individuo trabaje para la colectividad, la producción de todos tienen que ser consumida por todos, y cada cual en su producción debe tener en cuenta la demanda final de la sociedad, a la que destina el fruto de su trabajo. Esta demanda, aunque no bien conocida por él, era limitada en cantidad, pues cada cual, para que su gasto tenga continuidad, ha de eliminar éste mediante determinadas restricciones, y la suma de esos gastos privados constituye el de la sociedad.

La diferencia entre el capital y la renta, que en el caso del solitario todavía estaba poco clara, resulto ser esencial en la sociedad. El hombre social se halla en la necesidad de ajustar su consumo a su renta, y la sociedad, de la que él forma parte, se veía obligada a seguir la misma norma; no podían sin arruinarse consumir cada año más que su renta anual, dejando su capital intacto. Sin embargo, todo lo que producían se destinaba al consumo, y si al llevarlos al mercado de destino sus productos anuales no encontraban comprador, la producción se detenía y la nación se arruinaba como antes. Intentaremos explicar esta doble relación, tan esencial como delicada, indicando, por una parte, como la renta proviene del capital, y por otra, que lo que es renta para uno puede ser capital para otro.

Para el Hombre-Solitario, cualquier clase de la riqueza era una provisión hecha de antemano para un momento de necesidad. Ya en esta provisión distinguía dos cosas: la parte que a su economía le convenía tener en reserva para su uso inmediato o casi inmediato, y la parte que no necesitaría antes de poder obtenerla mediante una nueva producción. Una parte de su grano estaba destinada a mantenerle la próxima cosecha; la otra, destinada para la siembra, había de dar su fruto al año siguiente.

La formación de la sociedad y la introducción del intercambio le permitieron multiplicar esta semilla casi indefinidamente: esta parte de la riqueza acumulada que da frutos es lo que llamamos capital.

La tierra y los animales eran todo lo que el hombre aislado podía obligar a trabajar de acuerdo con el, pero en la sociedad el hombre rico podía hacer que el pobre trabajase de común acuerdo. Después de haber separado el grano necesario para su propio sustento hasta la próxima cosecha, le convenía emplear el excedente en alimentar a otros hombres que pudieran cultivar la tierra y producir más grano para él, que hilasen y tejieran su cáñamo y su lana, que, en una palabra, pudiera tomar de sus manos la mercancía apta para ser consumida, y que al final de un cierto período, le devolviesen otro artículo de mayor valor, igualmente destinado a consumo. Los salarios eran el precio al que el hombre rico obtenía a cambio el trabajo del hombre pobre. La división del trabajo había producido la diferencia de categorías sociales. La persona que había limitado su esfuerzo a realizar a una sola tarea muy simple en una manufactura, había caído en la dependencia de cualquiera que le eligiese para emplearle. Ya no producía una obra completa, sin sólo una parte de ella, en la cual además de requerir la cooperación de otros trabajadores, requería materias primas, instrumentos adecuados y un comerciante que vendiese el artículo que aquel había contribuido a terminar. Cuando contrataba con un patrono para cambiar trabajo contra subsistencia, se encontraba siempre en una situación desventajosa, ya que su necesidad de subsistencia, y su incapacidad para procurársela por sí mismo, era mucho mayor que la necesidad de mano de obra por parte del patrono; por ello reducía casi constantemente sus demandas a su nuevo nivel de subsistencia, sin el cual no se habría podido prestar el trabajo estipulado, mientras que el patrono era el único que se beneficiaba del aumento del poder productivo ocasionado por la división del trabajo.

El patrono, que contrataba a los trabajadores, se encontraba desde todos los puntos de vista en idéntica situación que el agricultor que siembra la tierra. Los salarios pagados a sus obreros eran una especie de semilla que les confiaba, esperando que tras un cierto tiempo diesen su fruto. Igual que el agricultor, no sembraba toda su riqueza productiva; una parte había sido destinada a edificios, maquinaria o herramientas para hacer el trabajo más fácil y productivo, de la misma forma que una parte de la riqueza del agricultor se dedicaba a obras permanentes, destinadas a hacer más fértil el suelo. Así vemos cómo las diversas clases de riqueza nacen y se separan, ejerciendo cada una diferente influencia en su propia producción. Los fondos de consumo, tales como los artículos de primera necesidad, no siguen produciendo frutos, después de que cada uno se los ha procurado para su propio uso; el capital fijo, como las mejoras del suelo, canales de regadío y maquinaria, durante el proceso de su propio consumo lento, coopera con la mano de obra cuyos productos aumenta; y finalmente, el capital circulante, como las semillas, salarios y materias primas, destinado a ser transformado, es consumido anualmente, o incluso con mayor rapidez, para ser otra vez reproducido. Es de gran importancia señalar que esas tres clases de riquezas avanzan todas por igual hacia el consumo. Pero la primera cuando se consume se destruye por completo; tanto para las sociedades como para los individuos es simplemente un gasto; en cambio la segunda y la tercera, después de ser consumidas, se reproducen bajo una nueva forma; y tanto para las sociedades como para los individuos, su consumo es una fuente de beneficios a través de la circulación de capital.

Entenderemos mejor este movimiento de la riqueza, que quizás es difícil de erguir, concentrando nuestra atención en una solo familia ocupada en la especulación más simple. Un agricultor solitario ha cosechado cien sacos de grano y carece de mercado a donde llevarlo. En cualquier caso, este grano a de ser consumido dentro del año, pues sino perderá todo valor para el agricultor. Pero él y su familia es posible que sólo necesiten treinta sacos; éste es un gasto; otros treinta destinarse a mantener a los trabajadores contratados para talar bosques o desecar los terrenos pantanosas próximos con el fin de hacerlos cultivables, lo que convertirá treinta sacos en capital fijo y, finalmente los cuarenta sacos restantes pueden ser sembrados, transformándolos en capital circulante para remplazar a los veinte sacos sembrados en el año anterior. Así se consumen los cien sacos, pero setenta son fuente de beneficio y reaparecerán una parte en la próxima cosecha y otra en la siguientes. De esta manera, al consumir habrá ahorrado. Sin embargo, se aprecian fácilmente los límites de tal operación. Si este año, de los cien sacos cosechados, no pudiera comer más que sesenta, ¿ quién se comerá los doscientos sacos producidos el próximo año por la multiplicación de su semilla?[1]

Reconsiderando estas tres clases de riqueza que, como hemos visto, son diferentes en una familia privada, examinaremos ahora cada una de ellas en relación con toda la nación, y veremos con la renta nacional surge de esta división.

Así como el agricultor requería una cantidad inicial de mano de obra para utilizarla en tales bosques y desecar pantanos que se podían cultivar, en cualquier clase de empresa se requiere una cantidad inicial de mano de obra para proporcionar y aumentar el capital circulante. El mineral no se puede extraer hasta que la mina esta abierta; los canales tienen que ser excavados, o la maquinaria y los molinos construidos, antes de poder ser utilizados; antes de que la lana, el cáñamo o la seda puedan ser tejidos hay que edificar las fábricas y montar los telares. Este primer anticipo es siempre realizado por la mano de obra; esta mano de obra está siempre representada por salarios, y estos salarios se intercambiaban siempre por los artículos de primera necesidad que los trabajadores consumen al ejecutar su labor. Por esto, lo hemos llamado capital fijo es una parte del consumo anual, transformado en instalaciones duraderas, calculadas para aumentar el poder productivo de la futura mano de obra. Tales instalaciones envejecen, decaen y, a su vez, se consumen lentamente después de haber contribuido durante mucho tiempo a aumentar la producción anual.

Del mismo modo que el agricultor necesitaba semilla que, después de haber sido echada a la tierra, se recuperaba al quíntuplo en la cosecha, así también todo empresario de una tarea útil requieren materias primas que transformar, y salarios para sus trabajadores, equivalentes a los artículos de primera necesidad consumidos por ellos en su labor. Sus operaciones comienzan, pues, con un consumo, y éste va seguido de una reproducción que debe ser más abundante, ya que ha de ser equivalente a las materias primas transformadas, a los artículos de primera necesidad consumidos por sus obreros en el y trabajo, a la cuantía en que su maquinaria y todo su capital fijo se han deteriorado durante la producción, y por último, al beneficio de todos los que intervienen en la tarea, que han soportado sus fatigas con la única esperanza de obtener una ganancia. El agricultor sembró veinte sacos de grano para cosechar cien; el industrial hará un cálculo muy parecido el agricultor tiene que recuperar en el momento da la cosecha no sólo una compensación de su semilla sino también de todos sus trabajos, así el manufacturero ha de recuperar en su producto no sólo las materias primas, sino además todos los salarios de sus trabajadores, todos los interés y beneficios de su capital fijo, más todos los interés y beneficios de capital circulante.

En último lugar, el agricultor puede aumentar su siembra cada año, pero sus nuevas cosechas vienen a aumentar la masa de los artículos de primera necesidad, no dejará de pensar que no está seguro de encontrar bocas que se las coman. Del mismo modo, el industrial, consagrando los ahorros de cada año a aumentar su reproducción, ha de pensar en la necesidad de encontrar compradores y consumidores para la creciente producción de su establecimiento.

Como el fondo destinado al consumo no produce nuevos bienes y como todo individuo aspira incesantemente a conservar y aumentar su fortuna, cada cual restringirá su fondo consumible, y en vez de acumular en su casa una cantidad de artículos de primera necesidad muy superior a la que puede consumir, aumentará su capital fijo o circulante, en una cuantía igual a lo que no gasta. En la situación actual de la sociedad, una parte del fondo destinado al consumo queda en manos del comerciante minorista, en espera de comprador; otra parte destinada a ser consumida muy lentamente, como casas, muebles, carruajes, caballos, continúa en manos de personas cuya ocupación es vender su uso sin ceder la propiedad. Una parte considerable de la riqueza de las naciones ricas es constantemente devuelta a los fondos destinados al consumo; pero aunque sigue proporcionando un beneficio a sus dueños ha dejado de aumentar la reproducción nacional.

La distribución anual de la riqueza, reproducida anualmente, entre todos los ciudadanos que componen la nación, constituye la renta nacional. Consiste en el valor total en que la reproducción sobrepasa al consumo que la originó. Así, el agricultor, después de deducir de su cosecha una cantidad igual a la semilla del año anterior, ve que le queda una parte con la que ha de mantener a su familia; una renta a la cual tiene derecho por su trabajo anual; la parte destinada a mantener a sus obreros que tienen derecho a ella por el mismo título; la parte que ha de pagar al terrateniente, quien ha adquirido derecho a esta renta mediante la mejora originaria del suelo, que ya no se repite más; y por último, la parte con la que paga los intereses de sus deudas, o se indemniza a si mismo por el empleo de su propio capital: una renta a la cual ha adquirido derecho mediante los primeros trabajos que produjeron su capital.

De modo análogo, el industrial recupera en el producto anual de su manufactura, primero, las materias primas empleadas; segundo, el equivalente de sus propios salarios y de los de sus obreros, al que tienen derecho simplemente por su trabajo; tercero, un equivalente del anual detrimento e interés de su capital fijo, renta a la cual tiene derecho él o el propietario por su trabajo inicial; y por último, un equivalente del interés del capital circulante, que ha sido producido por otro trabajo inicial.

Se observara que, entre quienes se reparte la renta nacional, unos adquieren un nuevo derecho a ella cada año en virtud de un trabajo nuevo, otros han adquirido previamente un derecho permanente mediante una labor originaria que ha hecho más ventajosa la tarea anual. Nadie obtiene una participación en la renta nacional, excepto en virtud de lo que él mismo o sus representantes han realizado para producirla, a menos que, como pronto veremos, lo reciba de segunda mano, de sus primitivos propietarios, por la vía de compensación de servicios proporcionados a éstos. Ahora bien, quienquiera que consuma sin cumplir la condición única que le da derecho a una renta; quienquiera que consuma sin tener ninguna renta o por encima de ésta; quienquiera que consuma su capital en vez de su renta, avanza hacia la ruina; y una nación compuesta por tales consumidores avanza hacia el mismo fin. En efecto, la renta es la cantidad en que aumenta la riqueza nacional cada año, y que por consiguiente, puede ser destruida sin que la nación se empobrezca; pero la nación, que sin reproducción, destruye una cantidad de riqueza superior a este incremento anual, destruye precisamente los medios por los cuales habría adquirido una reproducción igual en los años siguientes. Por medio de una concatenación circular, en la cual cada efecto se convierte a su vez en causa, la producción proporciona renta, la renta suministra y regula un fondo consumible, el cual vuelve a originar producción y determina su cuantía. La riqueza nacional continúa aumentando y el Estado prospera mientras estas tres cantidades, que son proporcionales entre si, continúen aumentando de manera gradual; pero en cuanto la proporción entre ellas se rompa, la nación decae. Un desajuste de la producción mutua subsistente entre producción, renta y consumo resulta igualmente perjudicial para la nación, si la producción da una renta más pequeña de la normal, y en este caso una parte del capital pasa forzosamente al fondo de consumo, o si, por el contrario, este consumo disminuye, y ya no exige una producción adicional. Para causar la miseria del país basta con que el equilibrio se rompo. La producción puede disminuir si el hábito de la pereza gana terreno entre las clases trabajadoras; el capital puede disminuir si el despilfarro y el lujo se ponen de moda; y por último, el consumo puede disminuir a causa de la pobreza, no unida a la disminución del trabajo, pero que por no ofrecer colocación para la futura reproducción, hace que el trabajo disminuya a su vez. Por esto las naciones incurren en peligros que parecen incompatibles: se arruinan lo mismo gastando demasiado mucho que demasiado poco. Una nación gasta demasiado cuando sobrepasa su renta, por que no puede hacerlo excepto a costa de su capital y disminuyendo con ello la producción futura; la nación hace entonces lo que haría el labrador solitario que se comiera el grano destinado a semilla. Una nación gasta demasiado poco siempre que, careciendo de comercio exterior, no consume su propia producción; o cuando, gozando de comercio exterior, no consume el exceso de su producción sobre su exportación; pues si esto sucede, pronto se encuentra en la situación del cultivador solitario que habiendo llenado todos sus graneros muy por encima de la probabilidad de consumo, se viera obligado, ya que no querría trabajar inútilmente, a abandonar el cultivo de su tierra.

 En realidad, la nación no gasta todo lo que consume; el hombre de gasto en este caso sólo puede aplicarse al consumo que no produce nada; mientras que la parte del consumo que representan los salarios de los trabajadores productivos en el empleo de fondos, no un gasto. Así, la nación, cuando crea establecimientos manufactureros no disminuye su consumo; consume de una manera productiva lo que antes se consumía improductivamente. Sin embargo, todavía este empleo del producto nacional para movilizar nueva mano de obra, aunque no destruye el equilibrio entre producción y consumo, lo hace mucho más complejo. El nuevo producto así obtenido tiene que acabar encontrando un consumidor; y aún cuando puede afirmarse con carácter general que aumentar el trabajo es aumentar la riqueza y con ello, en una porción similar, la renta y el consumo, no esta ni mucho menos probado que, al aumentar demasiado rápidamente el trabajo, una nación en su conjunto no pueda desviarse de la tasa adecuada de consumo y con ello arruinarse tanto por la sobriedad como por el despilfarro. Felizmente, en la mayoría de los casos, el aumento del capital, de la renta y del consumo no requiere ninguna intervención; avanzan por propio acuerdo a igual ritmo; y si uno de ellos, en cualquier momento, sobrepasa a los demás por un instante, el comercio exterior está casi siempre dispuesto a restablecer el equilibrio.

Deliberadamente hemos llevado nuestra historia de la formación y desarrollo de la riqueza hasta este punto sin mencionar un medio circulante, para mostrar que en realidad tal instrumento no es necesario para su desarrollo. Un medio circulante no ha creado riqueza, pero ha simplificado todas las relaciones y facilitando todas las transacciones del comercio; proporciona a cada uno los medios de encontrar más pronto lo que le va mejor, y por ello, representando una ventaja para cada cual, ha aumentado más todavía la riqueza, que estaba ya creciendo sin él.

Los metales preciosos son uno de los numerosos valores producidos por el trabajo del hombre y aplicables a su uso. Pronto se descubrió que ellos, más que cualquier otra especie de riqueza, poseían la propiedad de poder ser guardados sin alteración durante cualquier lapso de tiempo, y la característica no menos valiosa de fundirse fácilmente en un solo conjunto, después de haber estado divididos en partes casi infinitesimales. Las dos mitades de una pieza de tela, de una piel de oveja y menos aún de un buey —aun cuando se supone que estos bienes fueron empleados en tiempos como dinero— no poseían el mismo valor que el todo; las dos mitades, o los cuatro cuartos de una libra de oro, son y serán siempre una libra de oro por largo que sea el período de tiempo que se guarden. Como el primer intercambio de que el hombre siente necesidad es el que le permite conservar el fruto de su trabajo para una época futura, todos desearon obtener metales preciosos a cambio de su mercancía fuese cual fuerte; y no por que pensasen utilizar ellos mismos esos metales, sino porque estaban seguros de poderlos cambiar en cualquier momento ulterior, de la misma manera y por la misma razón, contra cualquier artículo que entonces pudieran necesitar. Desde aquel momento los metales preciosos comenzaron a ser buscados, no porque pudieran ser usados por el hombre como adornos o utensilios, sino porque podían ser acumulados, primero para representar cualquier clase de riqueza, y después para ser utilizados en el comercio como medio de facilitar toda clase de intercambios.

El oro en polvo en su primitivo estado continúa aún hoy siendo el medio de cambio entre naciones africanas. Pero cuando un día el valor del oro llega a ser universalmente admitido, sólo queda un sencillo pasó, más fácil y mucho menos importante, para convertirlo en moneda que garantiza por sello legal el peso y la ley de cada partícula de metal precioso empleada en la circulación.

La invención del dinero proporciono una nueva actividad para el intercambio. Quien poseía cualquier excedente ya no tenía que buscar el artículo que probablemente pudiera necesitar en tiempos venideros. Ya no retrasaba el vendedor su grano, hasta encontrar al comerciante de aceites o al traficante en lanas para ofrecerles la mercancía que necesitaban; le bastaba con transformarlo en dinero, en la seguridad de que a cambio de éste, siempre podría obtener el artículo que necesitase. El comprador, por su parte, tampoco necesitaba investigar lo que convenía al vendedor; el dinero le aseguraba siempre la satisfacción de todas sus necesidades. Antes de inventarse un medico circulante, se requería para el intercambio una feliz conjunción de intereses, mientras que después de esta invención, apenas existía un comprador que no encontrase su vendedor, o un vendedor que no encontrase su comprador

Como los trueques, y después las ventas y las compras, eran voluntarios, podrían inferirse que todos los valores eran entregados contra valores completamente iguales. Sin embargo, es más correcto decir que las transacciones nunca se hicieron sin ventaja para ambas partes. El vendedor hallaba una ganancia en vender, el comprador en comprar. El uno sacaba más ventaja del dinero que recibía que la que hubiera obtenido de su mercancía; el otro sacaba más ventaja de la mercancía que adquiría que la que habría obtenido de su dinero. Ambas partes habían ganado, y por consiguiente la nación ganaba el doble con las transacciones de los dos. Basado en el mismo principio, cuando un patrono proporcionaba trabajo a un obrero, y le daba a cambio del trabajo que de él esperaba un salario que correspondía al mantenimiento durante su tarea, ambos contratantes ganaban: el obrero, porque recibía por adelantado el fruto de su trabajo, antes de finalizarlo; el patrono, porque el trabajo de ese obrero valía más que su salario. La nación ganaba con ambos; pues como la riqueza nacional a largo plazo ha de materializarse forzosamente en la satisfacción de necesidades, cualquier cosa que aumente el disfrute de los individuos, tiene que ser considerada como una ganancia para todos.

Así el trabajo del hombre creaba riquezas, pero la riqueza, a su vez, creaba el trabajo del hombre. Siempre que la riqueza ofrecía un beneficio, un salario, unos medios de subsistencia, producía una clase de hombres, ansiosos de adquirirlos. La acumulación del trabajo primario había creado el valor de la tierra al hacer aflorar su poder productivo. Este poder, al secundar el trabajo del hombre, se convirtió en una clase de riqueza; y una persona que poseyera tierras podía, sin trabajar ella misma, obtener un pago por ceder su utilización a aquellos que las trabajan. De aquí el origen de las ventas y arrendamientos de la tierra. El agricultor podía volver a contratar obreros para el trabajo, y de esto modo obtener las ventajas inherentes al cambio de medios actuales de subsistencia contra productos futuros. Soportaba todas las cargas del cultivo, obtenía todos los beneficios y dejaba a sus obreros exclusivamente sus salarios. Así, las rentas de la tierra, todas incluidas en la cosecha anual, se dividían entre tres clases de individuos, bajo los nombres de la renta, beneficio y salario; mientras que el superávit incluían las semillas y los anticipos del agricultor.

El manufacturero también poseía maquinaria y materias primeras: ofrecía a sus obreros una subsistencia inmediata a cambio del futuro de un trabajo que exigía tiempo y largos anticipos. Les hacía posible la vida, les suministraba alojamiento, herramientas, maquinaria y se reembolsaba de todo ello más su interés con la obra hecha por los trabajadores. Si en su propia mano no tenían suficiente riqueza aculada, o bastante dinero que la representase, para proveer a sus obreros de todos los anticipos que su tarea requería y poder esperar a la venta del producto de su trabajo, tomaba dinero a préstamo, y pagaba al prestamista un interés, análogo a la renta que el colono paga a su terrateniente. El trabajo de los obreros empleados por él producía anualmente una cantidad determinada de mercancías, en cuyo valor había que incluir el interés del capital del prestamista, la renta de las herramientas, maquinas, inmuebles y toda clase de capital fijo; los beneficios del patronato-manufacturero, los salarios de sus obreros y, por último, el capital gastado en materias primas, más el conjunto de ese capital que, por rotar anualmente en la empresa manufacturera, ha de ser deducido de su producto anual obtener la renta neta.

Los productos del suelo y de las manufacturas pertenecían a menudo a climas muy distantes de aquello en que habitan sus consumidores. Una clase de individuos se dedicó a facilitar toda clase de intercambio, a condición de participar en los beneficios que éste rinde. Estos hombres daban dinero al producto, en el momento en que su trabajo estaba terminado y listo para la venta; después de lo cual, habiendo transportado la mercancía al lugar en que se necesitaba, estaban a la convivencia del consumidor, vendiéndole en pequeñas partidas lo que no podían adquirir al por mayor. Servían a todos, y se reembolsaban de ello con la parte que se denomina beneficios del comercio. La ventaja que surge de un manejo juicioso de los intercambios era el origen de esos beneficios. En el norte, un productor calculaba que dos unidades de su mercancía equivalían a una unidad de mercancía del sur. En el sur, por otra parte, un productor calculaba que dos unidades de su mercancía eran equivalentes a una unidad de mercancía del norte. Entre dos ecuaciones tan diferentes había espacio para cubrir todos los gastos del transporte, todos los beneficios del comercio, y el interés de todo el dinero anticipado para llevarlo a cabo. De hecho, al vender esos artículos transportados por el comercio, ha de materializarse primero el capital reintegrado al manufacturero, luego los salarios de los marineros, cargadores, oficinistas y de todas las personas empleadas por el comerciante; después, el interés de todos los fondos que hacer mover y, por último, el beneficio mercantil. La sociedad requiere algo más que riqueza; no estaría completa si no contuviera nada más que trabajadores productivos. Necesita administradores, jueces, legisladores, hombres dedicados a los intereses generales, soldados y marinos que la defiendan. Ninguna de estas clases produce nada; su labor nunca reviste una forma material; no es susceptible de ser acumulada. Pero sin su asistencia toda la riqueza nacida del trabajo productivo sería destrozada por la violencia; y el trabajo cesaría si el trabajador no pudiera contar con el disfrute apacible de sus frutos. Para mantener a esta población gendarme hay que descontar una parte de los fondos creados anualmente por el trabajo, Pero como el servicio presentado a la comunidad por tales personas, por importante que sea, no es sentido por nadie en particular, no puede, a diferencia de otros servicios, ser objeto de intercambio. La comunidad misma se encontró en la necesidad de pagarlo mediante una contribución obligatoria tomada de las rentas de todos. En realidad, no pasó mucho tiempo hasta que esta contribución vino a ser replegada por las personas destinadas a beneficiarse de ella, y de aquí que los contribuyentes fueran gravados sin medida; las fuerzas civiles y militares se multiplicaron mucho más de lo que el bien público exigía; hubo demasiada administración, defensa de las personas que eran obligadas a aceptar dichos servicios, y pagarlos, por superfluos e incluso gravosos que resultaban; y los políticos establecidos para proteger la riqueza, fueron a menudo los autores principales de su dilapidación. La sociedad necesitaba esa clase de trabajo que produce esparcimiento intelectuales, y como éstos son casi todos inmateriales, los objetos destinados a satisfacerlos no pueden ser acumulados. La religión, la ciencia, las bellas artes proporcionaban felicidad a los hombres; su origen es el trabajo, su fin el disfrute, pero lo que sólo pertenece al alma no es susceptible de ser atesorado. Mas si una nación no computa la literatura y las bellas artes entre su riqueza, sí puede computar a los literarios y artistas; la educación que reciben y el prestigio que adquieren acumulan un alto valor en sus cabezas; y el trabajo que realizan, siendo a menudo mejor retribuido que el de la mayoría de los trabajadores manuales, puede así contribuir a espaciar la opulencia. Por último, la sociedad necesita esas clases de trabajo cuyo objeto es cuidar de las personas, no de las fortunas de los hombres. Este trabajo puede ser de la más elevada categoría o de la más servil, según que requiera el conocimiento de la naturaleza y el dominio de sus secretos, como el trabajo del médico, o bien meramente la complacencia y la obediencia a la voluntad de un amo, como el trabajo del lacayo. Todas ellas son clases de trabajo pensadas para la diversión, y que difieren del trabajo productivo sólo en que sus efectos no son susceptibles de acumulación. De aquí que, a pesar de que se suma al bienestar de una nación, no se suman a su riqueza; y quienes se dedican a esas ocupaciones tienen que vivir de las aportaciones voluntarias tomadas de la renta formada por otras clases de trabajo.

* Economía Política. Alianza Editorial. Madrid. 1969. pp.13-70

[1] Se responderá: Su familia, que se multiplicará. Sin duda, pero las generaciones humanas no carecen tan rápidamente como los alimentos. Esto es lo contrario de lo que ha vaticinado el señor Malthus. Mas adelante examinaremos esta discrepancia.