Carestía y baratura

 

Frederic Bastiat

Creo deber someter a los lectores algunas observaciones por desgracia teóricas, sobre las ilusiones que nacen de las palabras carestía, baratura. Se que a primera vista se inclinarán a juzgar que estas observaciones son un poco sutiles; pero séanlo o no, la cuestión es saber si son o no ciertas; creo que lo son completamente, y sobre todo, muy a propósito para hacer reflexionar a los muchos hombres que tienen una confianza sincera en la eficacia del régimen protector.

Así los partidarios de la libertad, como los defensores de la restricción, todos nos vemos obligados a servirnos de las palabras carestía, baratura; los primeros se declaran por la baratura, teniendo presentes los intereses del consumidor; los segundos se pronuncian por la carestía, ocupándose sobre todo de la suerte del productor. Otros intervienen diciendo: el protector y el consumidor son sólo uno, principio que no resuelve en lo más mínimo la cuestión de saber si la ley debe procurar la baratura o la carestía.

En medio de este conflicto, parece que la ley no tiene otro partido que tomar, sino el de dejar que los precios se establezcan por sí solos; pero entonces aparecen los enemigos encarnizados de: Dejar hacer quienes quieran absolutamente que la ley obre, aún sin saber en que sentido debe obrar; sin embargo, al que quiere hacer que la ley provoque una carestía artificial o una baratura no natural, es a quien toca exponer y hace prevalecer el motivo de su preferencia. El onus probandi le incumbe exclusivamente; de donde se deduce que siempre se presume que la libertad es conveniente, hasta que se pruebe lo contrario, porque la libertad consiste en dejar que los precios se establezcan por sí mismos.

Pero se han cambiado los papeles; los partidarios de la carestía han hecho triunfar su sistema, y a los defensores de los precios naturales toca probar la bondad del suyo. Los argumentos de ambas partes se fundan en dos palabras; por consiguiente es preciso saber lo que ellos significan.

Digamos ante todo que se verificado una serie de hechos para desconcertar a los campeones de los dos partidos. Para producir la carestía, los restriccionistas han obtenido derechos protectores, y una baratura inexplicable para ellos ha venido a engañar sus esperanzas. Para llegar a la baratura, los partidarios del libre cambio, han hecho prevalecer algunas veces la libertad, y con gran asombro suyo se ha seguido una subida de precios. Ejemplo: en Francia para favorecer la agricultura, se ha gravado a la lana extranjera con un derecho de 22%, y ha sucedido que la lana nacional se ha vendido más barata después de la disposición, que antes. En Inglaterra, para aliviar al consumidor, se bajaron, y por último, se quitaron del todo los derechos que pesaban sobre la lana extranjera, y ha sucedido que la del país se ha vendido más cara que nunca.

Al ver esto, ha llegado a su colmo la confusión en el debate, porque los proteccionistas decían a sus adversarios: “Esa baratura que tanto nos elogias, es nuestro sistema el que la realiza.” Y sus adversarios contestaban:  ”Esa carestía que creen tan útil, es la libertad quien la provoca.” ¿No sería divertido ver de este modo que la baratura se convirtiese en la palabra de orden de la calle de Hanteville, y la carestía en la de la calle de Choisseul? Es evidente que en todo esto hay una equivocación, un engaño que es preciso destruir. Eso es lo que voy a tratar de hacer.

Supongamos dos naciones aisladas, compuesta cada una de un millón de habitantes; admitamos que habiendo igualdad en todo lo demás, hay en una de ellas justamente el doble de toda clase de cosas que en la otra; doble trigo, carne, hierro, muebles, combustible, libros, vestidos, etc.; todo el mundo convendrá en que la primera será doble más rica.

Sin embargo, no hay razón ninguna para afirmar que los precios absolutos sean diferentes en estos dos pueblos; tal vez hasta serán más altos en el más rico. Puede suceder que en los Estados Unidos todo sea nominalmente más caro que en Polonia, y que sin embargo los hombres estén mejor provistos de todo; por donde se ve que lo que constituye la riqueza no es el precio absoluto de los productos, sino su abundancia. Cuando se quiere, pues, hacer un juicio comparativo entre la restricción y la libertad, no debe preguntarse cuál de las dos produce la baratura o la carestía, sino cuál de las dos ocasiona la abundancia o la escasez; porque debe tenerse muy presente que cuando se cambian los productos unos por otros, una escasez relativa de todo, o una abundancia también relativa de todo, dejan exactamente en el mismo estado los precios absolutos de las cosas, pero no la condición de las personas.

Profundicemos un poco más la materia. Cuando se ha visto que el aumento o disminución de derechos producían efectos tan opuestos a los que se esperaban, que la desestimación seguía a menudo al impuesto y al encarecimiento acompañaba algunas veces a la franquicia, ha sido preciso que la economía política buscase la explicación de un fenómeno que echaba por tierra todas las ideas admitidas; porque, dígase lo que se diga, la ciencia, si es digna de ese nombre, no es más que la fiel exposición y la justa explicación de los hechos.

Ahora bien, el que nos ocupa en este instante, se explica perfectamente por una circunstancia que no debe nunca perderse de vista; a saber, que la carestía tiene dos causas, no una. Lo mismo sucede con la baratura. Uno de los puntos mejor sentados en economía política es, que el precio se determina por el estado de la oferta comparado al de la demanda. Hay pues, dos términos que afectan al precio, la oferta y la demanda, términos que son variables por su misma naturaleza. Pueden combinarse en el mismo sentido, en sentido opuesto y, en proporciones infinitas, de aquí nacen las interminables combinaciones de precios.

El precio sube, ya porque la oferta disminuye, ya porque la demanda aumenta.

Baja, porque la oferta aumenta o la demanda disminuye.

Por eso hay dos clases de carestía y otras dos de baratura:

Hay la carestía de mal género, cual es la que proviene de la disminución de la oferta; porque ella implica escasez, implica privación, (tal es la que se siente en 1848 respecto del trigo); y hay la carestía de buen género, cual es la que proviene de un aumento de demanda, porque ésta supone el desarrollo de la riqueza general.

Del mismo modo hay una baratura deseable, la que tiene por origen la abundancia; y una baratura funesta, la que tiene por causa el abandono de la demanda, la ruina de la clientela.

Ahora, observad esto: la restricción tiende a provocar a un mismo tiempo la carestía y la baratura de mal género; la mala carestía porque disminuye la oferta; este es su fin confesado; y la mala baratura, porque también disminuye la demanda, puesto que da una falsa dirección a los capitales y al trabajo, y abruma a la clientela con trabas e impuestos; de modo que, en cuanto a los precios, estas dos tendencias se neutralizan; y he aquí, por qué este sistema que restringe al mismo tiempo la demanda y la oferta, ni siquiera realiza en definitiva esa carestía que es su objeto.

Pero respecto a la condición del pueblo, no se neutralizan; por el contrario, concurren a empeorarla.

El efecto de la libertad es precisamente el opuesto. En su resultado general puede que tampoco realice la baratura que prometía, porque también tiene dos tendencias, una hacia la baratura deseable por la extensión de la oferta o sea la abundancia, y la otra hacia la carestía apreciable por el aumento de la demanda o de la riqueza general. Estas dos tendencias se neutralizan en lo que concierne a los precios absolutos; pero están de acuerdo en lo que toca a la mejora de la suerte de los hombres.

En una palabra, bajo el régimen restrictivo y mientras que él obra, los hombres retroceden hacia un estado de cosas en que todo disminuye, oferta y demanda; bajo el régimen de la libertad, progresan hacia un estado de cosas en que ambas se desarrollan por igual, sin que sea necesario que sufra alteraciones el precio absoluto de las cosas. Este precio no es un buen criterio de la riqueza; puede fácilmente quedar en el mismo estado, ya caiga la sociedad en la miseria más abyecta, o se adelante hacia la prosperidad.

Permítasenos hacer en pocas palabras la aplicación de esta doctrina. Un cultivador del Mediodía cree tener las minas del Potosí, porque se le protege con impuestos contra la rivalidad extranjera. Es tan pobre como Job; no importa; no por eso deja de suponer que la protección le enriquecerá tarde o temprano. En tales circunstancias, se le propone como hace el comité Odier, la cuestión en estos términos: ¿Quiere, sí o no, estar sujeto a la concurrencia extranjera? Su primer movimiento es responder: “No” y el comité Odier da orgullosamente publicidad a esta respuesta.

Sin embargo, es preciso penetrar un poco más en el fondo de las cosas. No hay duda que la concurrencia extranjera y la misma concurrencia en general, es siempre inoportuna; y si solo una profesión pudiese libertarse de ella, haría buenos negocios durante algún tiempo. Pero la protección no es un favor aislado; es un sistema. Si tiende a producir en provecho del cultivador la escasez del trigo y de la carne, tiende también a producir en provecho de otros productores, la escasez del hierro, del paño, del combustible, de los instrumentos, etc.; esto es, la escasez de todas las cosas. Y si la escasez del trigo produce su encarecimiento por la disminución de la oferta, la escasez de todos los otros objetos por los cuales se cambia el trigo, produce la depreciación de éste por la disminución de la demanda; de manera que no es de ningún modo cierto que en definitiva sea un céntimo más caro que bajo el régimen de la libertad. Lo único cierto es que como hay menos de todo en el país, cada uno debe estar menos bien provisto de todo.

El cultivador debería preguntarse, si no le convendría más que entrase de fuera un poco de trigo y ganado, con tal que por otra parte estuviese rodeado de una población acomodada, en disposición de consumir y pagar toda clase de productos agrícolas.

Supóngase una localidad en que los hombres estén cubiertos de andrajos, habiten en ruinas, se mantengan con castañas. ¿Cómo queréis que la agricultura florezca allí? ¿Qué se hará producir a la tierra con esperanza fundada de una justa remuneración? ¿Carne? Nadie la come. ¿Leche? Nadie bebe sino agua de los arroyos. ¿Mantequilla? Eso es mucho lujo. ¿Lana? Se usa la menos posible. ¿Se cree acaso que todos los objetos de consumo pueden ser despreciados así por las masas, sin que este abandono produzca en los precios una baja al mismo tiempo que la protección produce una alza?

Lo que decimos de un agricultor, podemos decirlo de un industrial. Los fabricantes de paño aseguran que la concurrencia exterior bajará el precio por el aumento de la oferta. Concedido. ¿Pero no subirá otra vez por el aumento de la demanda? ¿El consumo de paño es una cantidad fija, invariable? ¿Cada uno está tan bien provisto como pudiera y debiera estarlo? Y si la riqueza general se desarrollase por la abolición de todos estos impuestos y de todas estas trabas, el primer uso que haría de ella la población ¿no sería vestirse mejor?

La cuestión, la cuestión eterna, no es si la protección favorece a tal o cual ramo especial de industria, sino si al fin y al fallo la restricción es por su naturaleza más productiva que la libertad. Pero eso es lo que nadie se atreve a sostener, y esto mismo explica la confesión que se nos hace sin cesar: “Tenéis razón en principio.”

Si esto es así, si la restricción no hace bien a cada industria especial, sino haciendo un mal mayor a la riqueza general, comprendamos por fin que el precio en sí mismo, y considerado él sólo, expresa una proporción entre cada industria especial y la industria general, entre la oferta y la demanda; y que según estas premisas ese precio remunerador, objeto de protección, es más bien contrariado que favorecido por ella.

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