Contribuciones a la Economía


"Contribuciones a la Economía" es una revista académica con el
Número Internacional Normalizado de Publicaciones Seriadas
ISSN 1696-8360

 

MISERIAS, FICCIÓN E IRREALIDAD. CONTRIBUCIÓN A LA CRÍTICA DEL FETICHISMO DE LA CIENCIA ECONÓMICA

 

Antonio Romero Reyes
aromrey@ec-red.com  

Introducción

La historia que vamos a contar aquí versa acerca de la relación entre la economía y su objeto, como una cadena de procesos mentales e intelectuales, y por cierto históricos, donde las deformaciones y la distancia con la realidad se fueron más bien agrandando. Para nosotros constituye una de las causas principales de los actuales extravíos y desvaríos, deformaciones e inconsistencias, por las que atraviesa la economía como ciencia o ejercicio profesional, a pesar de toda la formalización y sofisticación con la que los economistas suelen expresarse sobre los asuntos de interés público y de actualidad.

Posiblemente, entre los muchos temas que hoy cubre este campo del conocimiento social, la expresión más cabal y fidedigna de lo señalado anteriormente sea el del crecimiento económico. De un tiempo a esta parte, la persecución de ese crecimiento ha sido convertida en el sanctasanctórum (lo más sagrado) del pensamiento económico y político, así como de las actividad práctica de los hacedores y tomadores de decisiones. En este sentido, ha sido convertido en un fundamentalismo al que se adhieren y comprometen en distintos grados los neoliberales, (pos) keynesianos, neodesarrollistas, socialdemócratas, nacionalistas o estatistas, aun de gente que enarbola discursos desde la izquierda hacia el centro político. De entrada, es importante hacer la aclaración que cuando hacemos mención de los neoliberales o del neoliberalismo en general, aludimos directamente al neoliberalismo económico, siendo conscientes y estando de acuerdo con Lander en que el neoliberalismo a secas «debe ser comprendido como el discurso hegemónico de un modelo civilizatorio» (Lander 2000: 11).


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Romero Reyes, A.: "Miserias, ficción e irrealidad. Contribución a la crítica del fetichismo de la ciencia económica" en Contribuciones a la Economía, octubre 2009 en http://www.eumed.net/ce/2009b/


Los organismos internacionales pregonan el crecimiento todo el tiempo como el principio supremo de toda economía y gestión económica “responsable”; los neoliberales y expertos económicos la ofrecen y recomiendan como receta mágica para el desarrollo en los países del Sur; los medios de comunicación son el eco que reproduce y masifica todo ese cacareo; se ha vuelto un acto de fe de todo gobernante (como el actual presidente peruano, Alan García) que cree ciegamente que esa fe puede «mover montañas» y convencer en si, ante si y para si, a los escépticos y a las mayorías emprendedoras que quieren surgir; es la obsesión de cualquier político incluso de oposición que aspire al poder del Estado, buscando granjearse la confianza de los inversionistas, grandes empresarios y el favor de las masas. Y estas últimas aun creen en lo que le dicen sobre el “chorreo” del crecimiento. En suma, el crecimiento per se no está en cuestión.

La obsesión por el crecimiento per se ha producido la alienación de las mentalidades, justamente porque se lo separa de cualquier otra consideración (política, social, ambiental, cultural, ética) y de su respectivo condicionamiento histórico. Asimismo, dicha obsesión se ha incrustado profundamente en las maneras de pensar y conocer, dando lugar al discurso ideologizado que se disimula incluso con el lenguaje de los economistas. En este trabajo buscamos mostrar que detrás de la fiebre por el crecimiento, y al interior de esa afiebrada mentalidad, hay un corpus teórico alejado de la realidad –siendo este es el sentido más general que utilizamos de la alienación— porque sus premisas científicas son falsas e ideologizadas, convenientemente ocultadas tras un discurso igualmente seudocientífico en base a modelos.

Para evidenciar la irrealidad de lo que en la academia se conoce como teoría neoclásica del crecimiento económico, mostraremos la relación de continuidad de esa teoría con las escuelas antecesoras y, por tanto, con los mismos problemas y vicios, las incoherencias y debilidades que hereda. En otro lugar hemos caracterizado al distanciamiento del pensamiento con respecto a la realidad, como alienación de la teoría económica (Romero 2008a) y aquí lo retomamos y ampliamos. Nuestro hilo conductor es la crítica al fetichismo de la mercancía que se encuentra en El Capital. Así como, desde el comienzo, Marx advertía a sus lectores de lo que iban a leer –más aun si fueran trabajadores— nosotros nos dirigimos aquí a los colegas economistas con la misma advertencia: «De te fabula narratur! [¡A ti se refiere la historia!]». Pero también nos dirigimos a los demás colegas de las ciencias sociales (hombres y mujeres), en la medida en que se sirven de las diversas formas en que los economistas indagan la realidad objetiva (¿totalidad empírica?, ¿fenomenología?, ¿«conexiones internas» de la totalidad histórica-concreta?), incorporan estas formas en sus propias disciplinas y hasta reproducen sus procedimientos metodológicos. En este último caso tenemos el problema de la colonización que la teoría económica ha venido ejerciendo sobre las ciencias sociales, particularmente la ciencia política, tal como lo denunciara varios años atrás Atilio Boron; proceso que la contrarrevolución neoliberal acentuó y profundizó en la década de los 90 para adelante.

Teníamos la intención de decir algo sobre las alternativas científicas, pero hacerlo implicaba alargar en demasía el texto de nuestro trabajo. En realidad, este asunto es más complejo de lo que a primera vista supone, pues concierne no solo ni principalmente a los métodos y contenidos de la enseñanza; demanda además un debate de largo aliento –pero urgente— sobre los presupuestos filosóficos y la «reconstrucción del objeto» (Dumont 1972), entre otras cuestiones gnoseológicas, axiológicas y ontológicas, en el sentido de recuperación de la realidad social y de la relación sociedad-naturaleza (en síntesis, la realidad compleja); porque ya no se trata de seguir porfiando con el individuo ni el individualismo abstractos (el individualismo del burgués cuyo estilo de vida es hipostasiado como principio universal).

Como sostenían Wallerstein y otras eminencias:

«Venimos de un pasado social de certezas en conflicto, relacionadas con la ciencia, la ética o los sistemas sociales, a un presente de cuestionamiento considerable, incluyendo el cuestionamiento sobre la posibilidad intrínseca de la certeza. Es posible que estemos presenciando el fin de un tipo de racionalidad que ya no es apropiada para nuestro tiempo. Pedimos que se ponga el acento en lo complejo, lo temporal y lo inestable, que corresponde hoy a un movimiento transdisciplinario que adquiere cada vez mayor vigor. Esto de ninguna manera significa que pidamos el abandono del concepto de racionalidad sustantiva.» (Wallerstein 2003: 85-86).

La recuperación del verdadero sentido social de la economía debería darse en el marco de un proceso fundante de las ciencias sociales históricas (Wallerstein 1999).

De la lectura de este trabajo se desprende tácitamente la proposición de que la identificación de alguna de esas alternativas científicas en el campo de la economía, para renovar la enseñanza, innovar en contenidos, métodos de razonamiento y aun las maneras de pensar, pasa necesariamente por la desalienación del conocimiento. De manera más amplia, ¿es posible emprender la desalienación social sin comprometerse con la construcción de la sociedad socialista en nuestro país y el resto del mundo? ¿Habrá que hacerlo primero con la economía, para poder hacerlo con la sociedad?

Lima, agosto-septiembre 2009

Al igual que en el siglo XVI, en nuestros agitados tiempos en el terreno de los intereses públicos los teóricos puros ya sólo existen del lado de la reacción, y precisamente por ello esos señores ni siquiera son verdaderos teóricos, sino simples apologistas de esa reacción.

1. La actualidad de Marx

Razón tenía Isaac Deutscher (1975) al referir que la historia se realizaba también con ironías, porque contradecía las verdades sagradas de los dogmas impuestos como mitos. Mirado desde la distancia del tiempo, la caída del Muro de Berlín en 1989 puede valorarse como un hecho positivo y liberador. Este acontecimiento si bien liberó a las sociedades del Este europeo de los partidos comunistas, verticales y autoritarios desde el poder, lo paradójico y a la vez irónico de su impacto global a largo plazo –como lo experimentamos ahora— consistió en dejar sin alternativas y sin capacidad de organización política a los sectores populares.

Pero la historia ha venido dando un categórico mentís a los profetas que celebraron dicho derrumbe como el triunfo del capital y de la democracia liberal. Allí están los grandes acontecimientos de Seattle, Génova, Florencia, de los foros sociales mundiales y del movimiento por una globalización alternativa u «Otro mundo es posible». ¿Qué ha estado pasando entonces delante de nosotros? ¿Los mismos fantasmas de antaño recorren el mundo?

Bensaïd relata como se produjo en Europa –particularmente desde Francia- el renacimiento del marxismo bajo sus colores originales; es decir, como un retorno al pensamiento original de Marx:

«En Francia, las huelgas del invierno de 1995 marcaron un giro antiliberal, confirmado luego, a escala internacional, por las manifestaciones contra la mundialización capitalista: “¡El mundo no está en venta! ¡El mundo no es una mercan¬cía!”. Sobre los escombros del siglo XX han vuelto a reflore¬cer “mil marxismos”. Sin tornarse escarlata, el aire recobra los colores. En 1993 se publican Los espectros de Marx de Jac¬ques Derrida y La miseria del mundo bajo la dirección de Pie¬rre Bourdieu. En el otoño de 1995, justo cuando comenzaba el movimiento huelguístico, por iniciativa de la revista Actuel Marx se realizó el primer Congreso Marx Internacional. Marx l´intempestif apareció en noviembre. La prensa se asom¬bró ante esta resurrección intelectual paralela al “regreso de la cuestión social”.» (Bensaïd 2003: 12-13).

Si en 1848 Marx y Engels anunciaban en el Manifiesto Comunista que «Un fantasma recorre Europa», hoy en cambio podría decirse con Jacques Derrida (1998) que son los «espectros de Marx» los que recorren nuestro convulsionado mundo, América Latina incluida valga la aclaración. Si del pensamiento de Marx han sobrevivido sus espectros, entonces es inevitable preguntarse: ¿qué aspectos de su pensamiento han perdurado? Esta pregunta nos remite a la «paradoja de Lúkacs» reseñada por Boron (2006a: 39-40). La paradoja está contenida en un escrito de juventud del famoso filósofo húngaro (Lukács 1975). En virtud de esta paradoja, se distinguen aquellas tesis y proposiciones sueltas –aunque defendidas como dogmas sagrados— que pierden vigencia y actualidad por el descubrimiento de nuevos hechos, de lo que constituye el método de producción de conocimiento, es decir, el método dialéctico de investigación (el «método permanente» de Marx) sobre el cual se construye una determinada concepción materialista del mundo.

Otra manera de referirse a la misma cuestión consiste en el señalamiento de la «quintaesencia del marxismo» (otra frase luckácsiana), que se origina en una carta fechada el 28 de diciembre de 1862, dirigida por Marx a su amigo Ludwig Kugelman (Marx 1975: 19); allí se refiere en tono de anuncio a los manuscritos que había estado escribiendo como “continuación” de la Contribución a la crítica de la economía política (Zur Kritik der Politischen Ökonomie, 1859), y a esta misma obra, utilizando la expresión “quintaesencia” para referirse a su obra económica en ese momento y en el mismo sentido en que la empleaban los ingleses («principios de la economía política»).

Si utilizamos ese mismo término para apreciar el conjunto de los escritos de Marx, ¿dónde se encuentra entonces dicha quintaesencia, que haya permanecido y resistido incólume la prueba del tiempo? Tanto al nivel de la teoría como del método, el «núcleo firme» –para utilizar una expresión del filósofo húngaro Lakatos (1989)— se remite esencialmente a la concepción materialista de la historia. Hay varios textos: la Ideología Alemana (1845), especialmente el capítulo I; los «principios generales» enunciados en el Manifiesto Comunista (1848), la Introducción de 1857 a los Grundrisse, especialmente «El método de la economía política»; el famoso Prólogo a la Contribución de 1859; finalmente, el Epílogo a la segunda edición alemana del Libro (Buch) I de El Capital (1872). Este mismo Libro I y los Grundrisse constituyen la aplicación más brillante del método de Marx.

Pero el haber enunciado los lugares donde se encontraría el «núcleo firme» no nos resuelve el problema de la relación dialéctica entre pensamiento y realidad, que es la cuestión fundamental en torno a la actualidad de Marx. A través de dichos trabajos solo indicamos el derrotero de un pensamiento que venía madurando desde mucho antes, mediante rupturas epistemológicas y lecturas críticas de otras fuentes (el idealismo filosófico alemán, el socialismo utópico francés, la economía política clásica inglesa), que fueron permanentemente contrastadas por Marx con la realidad de su época y mediante la práctica militante. Este proceso de maduración tuvo su desarrollo más álgido con la elaboración científica de El Capital, pero en cuyo itinerario previo es identificable una serie de tensiones, como las señaladas por Lander.

«El marxismo es la síntesis más acabada tanto de los valores como de las formas de conocer dominantes en Occidente de los últimos siglos. No hay en Marx -sin embargo- una clara ni permanente autoconciencia epistemológica con relación a las implicaciones que para su sistema teórico tiene el hecho de que las fuentes de sustentación de sus proposiciones se encuentren ubicadas en terrenos que presentan opciones epistemológicas en muchos sentidos enfrentadas.» (Lander 2006: 219).

Y como para reforzar la argumentación añade más adelante:

«[…] la variedad de “marxismos” tiene su raíz no sólo en esta diversidad de fundamentaciones epistemológicas, en esta particular síntesis de teorías y tradiciones culturales; sino también en la forma como esta diversidad epistemológica se expresa en las tensiones existentes en las formulaciones teóricas de Marx en relación con problemas teóricos y políticos centrales planteados en su obra.» (Lander 2006: 220)

La presencia de las tensiones en el desarrollo de la obra de Marx, está indicándonos claramente que estamos ante un pensamiento abierto e inacabado, «un saber viviente» (Boron 2006a), un «marxismo vivo» (Grüner 2006). ¿Qué debemos entender entonces por un marxismo racional y abierto? Esta cuestión se halla en directa relación con las urgencias del presente y del futuro que no lo tenemos garantizado, de un mundo mucho más complejo y complicado que antes.

Por marxismo racional y abierto tendríamos que entender al menos dos cosas: i] Debe ser un marxismo creador, en consonancia con el cual: ii] Su finalidad suprema es política y consiste en contribuir a la transformación (revolucionaria) del mundo. Esto no significa que primero es la teoría (la interpretación del mundo) y lo que viene después es la acción. Conocimiento y acción se condicionan mutuamente en términos de praxis; es decir, «transformación conjunta de la realidad y el pensamiento», de acuerdo con la interpretación que hace Grüner (2006) de la Tesis XI de Marx sobre Feuerbach, tan manoseada por los dogmáticos.

En el epílogo a la segunda edición alemana de El Capital, Marx (1988: 20) postula una dialéctica racional «porque en la intelección positiva de lo existente incluye también, al propio tiempo, la inteligencia de su negación, de su necesaria ruina»; y en tal sentido «es escándalo y abominación para la burguesía» y las clases dominantes en general, porque va contra la reificación y sacralización de las relaciones sociales que son transmutadas en objetos sagrados, como hacen usualmente los economistas y los poderes establecidos a los cuales sirven, con nociones como crecimiento, inversión, mercado, competencia y competitividad.

En eso consistía el famoso problema de la inversión que Marx puso en evidencia al discutir la dialéctica que se hallaba mistificada en el pensamiento de Hegel. En uno y otro sentido («intelección positiva de lo existente», que se ubica en el plano de la ciencia; «inteligencia de su negación», que se identifica con el ejercicio de la crítica), se requiere un proceso de producción de conocimiento conectado directamente con la intervención de los sujetos en la realidad, intervención orientada hacia el cambio y la transformación.

Una de las consecuencias de la aplicación creativa de un método racional como la dialéctica de Marx es que hace posible la fusión entre pensamiento y acción mediante la praxis. La producción de categorías y conceptos, así como sistemas de categorías y marcos conceptuales, deben estar ancladadas en la realidad histórica. Esta no es tratada como un dato ni como un parámetro (algo dado o presupuesto), ni es estática pura. Mediante la utilización del método dialéctico estamos lejos de la pretensión, como hace la «ciencia económica», de producir abstracciones absolutas así como entes con vida propia y de validez universal. Las categorías y conceptos –insistimos— son y deberían ser productos del pensamiento con anclaje en la realidad; válidos para la época y situaciones históricamente determinadas, de las cuales emanan por mediación de la acción y el acto de pensar de los sujetos, sean estos individuos o colectividades.

Lo anterior invalida la pretensión de neutralidad de los «científicos sociales» y la separación que usualmente se hace entre el sujeto que investiga y el objeto investigado. En este contexto, el plusvalor, la ganancia y sus formas, el capital, la mercancía, el crecimiento económico, las clases sociales, el Estado, la democracia liberal, el mercado, entre muchos otros conceptos y nociones, negados o consagrados por la ideología del establishment, son productos sociales y por ende históricos, como el sistema social mismo al cual sirven o tienen como referente. La misma agenda de investigación de Marx estaba sometida a los influjos de la realidad y era permeable a las urgencias del movimiento político y social de los trabajadores de su época. Con todo, su crítica a los fundamentos del sistema capitalista recobra plena validez porque –como sostuvo Bensaïd- «su actualidad es la de su objeto, su íntimo e implacable enemigo, el capital mismo…».

2. La tesis marxiana del fetichismo capitalista

Al dedicarle «los 25 años más creativos de su madurez intelectual» (Boron 2006b: 182) a la investigación y exposición de El Capital, Marx quería no solamente evidenciar o sacar a luz el mecanismo intrínseco y esencial de la explotación económica -la extracción del plusvalor- en el modo de producción capitalista, así como las «contradicciones de clase» que corroen desde su interior a la sociedad moderna, dominada y maniatada por la hegemonía burguesa. Su propósito era mostrar asimismo el carácter fetichista y hasta absurdo del movimiento autónomo de las categorías económicas, en base al análisis de «la mercancía y su secreto», en la primera sección del Libro primero de El Capital (Marx 1988: 87-102). En opinión de Korsch (1981: 127) se trata de una cuestión «de importancia decisiva para entender la posición de Marx respecto de la economía.» Esta posición se aprecia cuando, en los manuscritos que dejó sin publicar, trata la enajenación del capital en capital que devenga interés (Marx 1982b: 499-509), o la fórmula trinitaria (Marx 1981: 1037-1057).

La tesis central del fetichismo de las mercancías, en síntesis, consiste en lo siguiente: en el régimen capitalista el intercambio de mercancías en el mercado oculta la relación social entre productores, lo cual tiene como fundamento –histórico y no solo teórico— la transformación de la fuerza de trabajo en mercancía, al relacionarse con el capital. En el mercado, dichas relaciones sociales se presentan/son presentadas como relaciones entre cosas, como formas exteriores que adquieren, incluso a través del juego de la oferta y la demanda, una existencia encantada e independiente. La misma relación entre capitalistas y trabajadores es una relación fetichista (el dinero como capital vis à vis la mercancía fuerza de trabajo). Detrás de esta apariencia, sancionada y validada de jure, «el trabajador [manual o intelectual, AR] aliena la totalidad de su poder creador, su poder de participar conscientemente en la formación de su medio material con las fuerzas productivas que hereda del desarrollo tecnológico anterior» (Perlman 1982: 28). Este es el «poder del que se apropia el capitalista» (Perlman 1982: 26).

Es pertinente señalar que después de Marx el único de sus seguidores que profundizó en la teoría del fetichismo fue el economista e historiador soviético Isaac Illich Rubin (1982), uno de los participantes del álgido debate de los años veinte sobre el tipo de desarrollo económico que debía seguir la URSS. Rubin había mostrado «la potencialidad crítica de la teoría del fetichismo para la crítica de la economía política burguesa» (Pasado y Presente, en la Advertencia al libro de Rubin), y la equipara con «una teoría general de las relaciones de producción en la economía capitalista mercantil» (Rubin 1982: 50 y 54). Aquí queremos rescatar la potencialidad crítica del fetichismo de la mercancía y, en tal sentido, nuestro artículo se entronca necesariamente con las ideas de Rubin; más aun con la línea de pensamiento que en esta materia desarrollaron –además de él— Lukács, Kosik, Korsch y Gramsci.

El fetichismo mercantil –en la forma mercancía o en la forma dinero— cumple la función de ocultar, invisibilizar, disimular y hasta negar, en un plano general, el carácter clasista de las relaciones de producción que engendra el capitalismo como sistema histórico, así como el carácter históricamente transitorio de este último. A nivel más específico, el fetichismo oculta y niega la relevancia que para la crítica de la economía política tiene la producción y distribución del plusvalor, transferido como trabajo no-pagado (es decir, tiempo de trabajo excedente con relación al tiempo de trabajo necesario) al valor de cambio de las mercancías. Este doble propósito se pretendió lograr con el cambio de paradigma que propició la revolución marginalista en el último tercio del siglo XIX por el cual, de la economía política que tenía como eje el valor trabajo, sustentado en las relaciones de producción y distribución, se pasó a la teoría económica cuyo principal fundamento se hace descansar en el valor subjetivo. Hemos discutido esta transición epistemológica en un trabajo anterior (Romero 2008a: 119-122), y la retomamos en el siguiente acápite.

A continuación relacionamos el fetichismo de la mercancía con el problema de la inversión.

Marx en su crítica a la filosofía hegeliana del derecho (Einleitung zur Kritik der Hegelschen Rechtsphilosophie, noviembre 1843 - enero 1844) decía que esta se hallaba puesta de cabeza; algo así se encuentra hoy en día la economía como ciencia. Las teorías clásica, neoclásica y keynesiana comparten el mismo paradigma del mercado abstracto por dos razones. De un lado, en términos de sus fundamentos, la realidad histórica del capitalismo está idealizada como economía de mercado, y con respecto a la cual los modelos de mercado son derivaciones particulares. De la misma manera, la filosofía política hegeliana idealizaba al Estado prusiano como encarnación del «espíritu universal» (la Idea absoluta, el sujeto, lo determinante), con relación al cual la «sociedad civil» venía a ser la expresión deducida (el fenómeno, el predicado, lo determinado). De otro lado, para que el modelo corresponda o encaje con su teoría, las relaciones económicas tienen que ser manejadas y manipuladas como relaciones entre cosas, sean bienes, recursos, factores, capital, tecnología, dinero, etc., incluyendo por cierto al elemento humano en general. En el periodo histórico del capitalismo globalizado es indudable que Naturaleza y Sociedad forman parte de ese mundo puesto al revés por el capitalismo como modo de producción, relación global de explotación y sistema interestatal.

Entender el mercado como cristalización de relaciones sociales y no como una realidad metafísica de ecuaciones y variables (por ejemplo: modelos walrasianos de equilibrio general), nos remite entonces al problema de la inversión existente en la ciencia económica, similarmente a como la relación Estado-sociedad civil había sido invertida por la filosofía hegeliana. Marx había caracterizado el método de razonamiento de los economistas burgueses como «el movimiento de la razón pura» en el contexto de su polémica contra Proudhon, en el capítulo sobre «La metafísica de la economía política» (Marx 1974a: 85-105). En nuestros tiempos de globalización y del «fin de la historia», esa metafísica ha mutado en pensamiento único (Amin 1998).

En el paradigma del mercado abstracto las categorías más simples como mercancía y dinero son consagradas como los modernos demiurgos (fetiches) de la humanidad cosificada, siendo la teoría económica (macro/micro económica) la expresión en el pensamiento de esos modernos demiurgos. La discrepancia abierta, flagrante y en contradicción, de la realidad hipostasiada con la realidad objetiva, es la característica de las teorías económicas y sus modelos, si dicha realidad la expresáramos –a nivel macro— en función de relaciones binarias: Norte/Sur, centro/periferia, o como desarrollo/subdesarrollo. Con mayor razón aun, a nivel micro, si sus postulados solo guardan consonancia con la riqueza, los recursos, las propiedades, los capitales y el poder que ostentan las minorías dominantes y privilegiadas. Una realidad así, en términos de la dicotomía macro/micro, donde las condiciones de vida y de reproducción social, así como de todas las actividades humanas, sus recursos y productos, están monopolizadas y controladas por unos cuantos; donde, por consiguiente, las mayorías se encuentran privadas y/o excluidas de esas condiciones, es una realidad donde el imperio de la lógica del capital engendra y perpetúa, en un metabolismo aparentemente interminable, una sociedad alienada (Mészáros 2006).

Si en la realidad económica aparente (el mercado, los valores de cambio, el dinero y todos los otros precios de la economía) las relaciones sociales de explotación y las relaciones entre productores directos son ocultadas y/o transmutadas por relaciones entre cosas (mercancías y dinero), postulamos que existe correspondencia entre este fetichismo y la producción de conocimiento, ya que los economistas se han dedicado justamente a rumiar sobre esas apariencias, haciendo de la economía una ciencia de lo evidente, lo que para Marx era sinónimo de «economía vulgar».

Lo mismo sostenemos con relación a la ciencia económica que fundaron los neoclásicos y que se prolonga hasta nuestros días. Mostrar la conexión entre la economía vulgar y neoclásica conlleva un examen minucioso de las obras de estas escuelas, asunto que desborda los límites de nuestro trabajo y dejamos para otra ocasión. Para quienes estén interesados, Bujarin (1974) proporcionó una crítica detallada de la escuela austriaca expresada en las obras de Böhm-Bawerk, Menger y von Wieser, especialmente del primero (el «representante más eminente»). Entre fines del XIX y primera década del XX dicha escuela se había constituido en la representante del marginalismo en el continente europeo. Las teorías de la utilidad marginal pueden leerse e interpretarse, en los términos como lo hizo Bujarin, como la expresión de la psicología social de la clase más parasitaria de la burguesía, constituida por los rentistas. Y qué duda cabe que esta psicología y mentalidad se ha extendido y propagado a través de la masificación del consumo y las tarjetas de crédito. La psicología de masas fijada en el consumismo promovido por diversos medios, es el leitmotiv real de la economía del derroche y el desperdicio instaurada por los teóricos puros bajo la envoltura de teoría del consumidor, o en su variante más reciente de teoría de la elección.

Destacamos al menos un rasgo común que compartieron lo neoclásicos y sus antecesores inmediatos, y es que se dedicaron a «deambular estérilmente en torno de la conexión aparente».

3. La escuela neoclásica: prolongación moderna de la economía vulgar del siglo XIX

La tesis que señala la íntima identidad entre el neoclasicismo y la economía vulgar ha sido expuesta antes por otros economistas: Rowthorn y Nuti, quienes remarcan el individualismo y subjetivismo de ambas corrientes; Sweezy, para quien la teoría económica neoclásica es asimismo economía vulgar porque –como esta última— «[su] punto de partida es una concepción falsa e irrelevante de la realidad» y por eso «no puede rendir resultados significativos, por muy refinadas que sean sus técnicas». Tanto esta cita como los autores mencionados los hemos tomado de Schuldt (1976: 86).

Es importante dejar establecido como surgió la economía vulgar, ya que es la corriente que se interpone entre la economía clásica y el marginalismo del último tercio del s. XIX que devino en teoría/ciencia económica, como se le conoce actualmente. David Ricardo (1772-1823), en opinión de Marx, fue el último de los economistas clásicos cuyo principal trabajo teórico (Ricardo 1973) representó el momento de mayor madurez –y al mismo tiempo culminación— de la economía política. Tras la muerte del economista inglés se desató un largo debate sobre la validez de su obra, principalmente en torno al valor y el beneficio; debate que se prolongó hasta comienzos de la década siguiente: fueron los años de «reacción contra Ricardo» (Dobb 1980: 111-136).

En consecuencia, de la tercera década hasta inicios del último tercio del s. XIX, en un periodo de 40 años aproximadamente, tenemos una transición epistemológica marcada, de un lado, por la preeminencia de la economía vulgar (vulgarökonomie) que expresaba el colapso y liquidación de la escuela ricardiana y, de otro lado, el paso de la economía política a la ciencia (teoría) económica, que cristalizó en la revolución marginalista de la década de 1870. El economista que mejor expresó esta transición fue el inglés John Stuart Mill (1806-1873), cuyo principal trabajo (Mill 1951) tuvo siete ediciones en vida de su autor, la última de las cuales fue en 1871. Será recién a fines de esta década que se hizo el planteamiento de desterrar la «economía política» de la ciencia, lo cual se concretó en la obra Economics of Industry (1879) que escribieron Alfred Marshall y su esposa Mary Paley Marshall, aduciendo connotaciones políticas. Pero el pedido de destierro tuvo aun mayor notoriedad en la obra consagratoria del primero, Principles of Economics (1890). [Muñoz (s/f)].

Como sostuvo Schumpeter (1971b: 66): «[La revolución marginalista] se centró en la aparición de la teoría del valor, basada en la utilidad marginal que va asociada con los nombres de tres figuras señeras: W. S. Jevons, Karl Menger y Léon Walras.» Jevons y Menger son mencionados en el prólogo de Engels al tercer libro de El Capital (Marx 1982a: 13), en el contexto de su debate con el economista alemán Wilhelm Lexis. Allí se refirió a ellos como representantes de «la teoría del valor de uso y de la utilidad límite [AR: marginal]» que por aquellos años había inspirado al «socialismo vulgar» en Inglaterra. Lo que para Schumpeter representó simplemente un «progreso cuantitativo» de la economía como ciencia (Schumpeter 1971b: 10), para nosotros el nuevo paradigma fue el resultado de un proceso de bifurcación epistemológica (Romero 2008a: 119-122). Contrastamos la opinión de Schumpeter con la de un autor contemporáneo:

«Pero esta concepción de la “ciencia económica” como una ciencia, y en todo caso como una ciencia unificada que ha progresado linealmente, debe ser recusada. Contrariamente a la física, por ejemplo, los paradigmas de la economía continúan realmente coexistiendo de manera conflictiva, como lo han hecho desde el comienzo. La economía dominante actual, llamada neoclásica, está construida sobre un paradigma que no difiere en lo fundamental del de las escuelas pre–marxistas o incluso pre–clásicas. El debate triangular entre la economía “clásica” (Ricardo), la economía “vulgar” (Say o Malthus) y la crítica de la economía política (Marx) continúa aproximadamente en los mismos términos.» (Husson 2007)

En el ínterin, entre 1830 y 1870, especialmente en la década de 1840, se produjo un arduo debate entre las corrientes socialistas de la época, sobre las implicaciones políticas para los trabajadores que podían extraerse de las tesis ricardianas. Destacamos en este contexto la confrontación que Marx tuvo con el socialista francés Pierre-Joseph Proudhon hacia fines de esa década. En 1843 Proudhon había publicado De la creación del orden en la humanidad, atrayendo las simpatías de Marx por la crítica condenatoria de aquel a la propiedad privada; crítica hecha, empero, desde el punto de vista de la filosofía especulativa, y cuya propuesta política era conciliadora con ese sistema de propiedad y, al final de cuentas, con la «sociedad burguesa» (Godelier 1970: 111-112).

En 1844 Marx había emprendido sus primeros estudios de Ricardo y la economía política clásica, desde su propio punto de vista filosófico, durante el primer destierro en París (octubre 1843 – enero 1845) tras la clausura del diario opositor liberal Die Rheinische Zeitung (enero 1842 – marzo 1843) por el gobierno prusiano donde Marx fue colaborador y redactor jefe desde octubre de 1842. Los frutos de esos primeros estudios quedaron plasmados en los Manuscritos económico-filosóficos de 1844 (Zur Kritik der Nationalökonomie, Oekonomische-philosophische Manuskripye) escritos en marzo-agosto de ese año (Godelier 1970: 112), aunque publicados por vez primera mucho después (1932 en alemán; 1962 en francés). Su importancia radica en que Marx estableció allí el hecho fundante de su futura crítica a la economía política precedente, a través del descubrimiento de la categoría de trabajo enajenado. En Godelier (1970: 105-126) y Mandel (1980: 1-51) se encuentran los pormenores de la etapa vital que va de 1842 a 1844, aunque todavía no decisiva, en el proceso de maduración intelectual de las ideas de Marx, consistente en el desprendimiento y ruptura con su conciencia filosófica previa (i.e. dialéctico-especulativa). La ruptura decisiva se producirá en 1845 y 1846 con las Tesis sobre Feuerbach, La Sagrada Familia y La ideología alemana (las dos últimas en colaboración con Engels). Proudhon tuvo un papel no desdeñable en la transición intelectual de Marx desde la teoría de la alienación a la del fetichismo (Rubin 1982: 104-106; Perlman 1982: 12-26).

El principal punto de las desavenencias que hubo entre Marx y Proudhon, y por extensión, con las corrientes tanto del «socialismo pequeño burgués» como del «socialismo de Estado» de esa época (Rodbertus, John Gray y otros), radicaba en el funcionamiento y aplicación de la ley del valor, a partir de los principios formulados por Ricardo, especialmente el concerniente a la distribución de los productos del trabajo social. En este dominio, tanto los críticos de Ricardo como las tendencias socialistas de entonces constataban una discrepancia flagrante entre el principio teórico y la realidad: si el valor de cambio de un producto equivale al tiempo de trabajo invertido en su producción, ¿por qué el salario no es igual al valor del producto del trabajo? De aquí surgían las medidas prácticas o las estrategias que apartaron aun más a Marx de las otras corrientes socialistas: «Banco del pueblo» (Proudhon), «bonos de trabajo» (Rodbertus), apelación al Estado -al estado prusiano en el caso de Rodbertus- para que garantice el intercambio de mercancías «por su valor», en paralelo con la abolición de la competencia como mecanismo de manifestación de la ley del valor. Esto fue un breve recuento de una polémica más vasta.

En las Theorien Über Den Mehrwert (cuadernos de 1861-1863) Marx (1974b: 97-239) reseña y evalúa críticamente las limitaciones, vacíos y aporías que fue descubriendo en el pensamiento de los economistas posteriores a Ricardo. Consideramos de utilidad extraer de allí los argumentos que nos parecen claves para entender como fue que emergió la vulgarökonomie:

«El desarrollo de la economía política y del antagonismo implícito en ella discurre, en efecto, paralelamente con el desarrollo social de los antagonismos y de las luchas de clase inherentes a la producción capitalista. Al llegar la economía política a cierto grado de desarrollo, es decir, con posterioridad a Adam Smith, y cobrar formas determinadas, el elemento vulgar, simple reflejo del fenómeno en que aquellas formas se manifiestan, se desglosa de ellas para convertirse en una teoría aparte. En Say, por ejemplo, las concepciones vulgares que encontramos en A. Smith y que se trataba de eliminar, cristalizan, formando en cierto modo un cuerpo especial y yuxtapuesto. Los economistas vulgares –incapaces de producir nada— encuentran nuevos elementos en Ricardo y en los avances que este autor imprime a la economía política. Y cuanto más se va acercando la economía a su pleno desarrollo y más se va revelando como un sistema hecho de contradicciones, más va levantándose frente a ella su elemento vulgar, nutrido con las materias que a su manera se va asimilando, hasta convertirse en un sistema especial que acaba encontrando su expresión más genuina en una amalgama desprovista de todo carácter. A medida que la economía va ganando en profundidad, tiende a expresar sus propias contradicciones y paralelamente con ello se va perfilando la contradicción con su elemento vulgar, a la par que las contradicciones reales se desarrollan en el seno de la vida económica de la sociedad. Al paso con esto, la economía vulgar, deliberadamente va volviéndose más apologética y pugna por hacer que se esfumen a todo trance las ideas en que se manifiestan aquellas contradicciones. He ahí por qué, al lado de un Bastiat empeñado en conciliarlo todo, Say puede pasar todavía por un crítico bastante imparcial. Sin embargo, la contradicción aparecía ya plenamente desarrollada en el sistema de Ricardo y el socialismo y las luchas sociales de la época de Bastiat revelaban con mayor claridad todavía el antagonismo.» (Marx 1974b: 393-394).

Si aplicamos el argumento anterior a la evolución posterior de la economía como ciencia, el neoclasicismo vendría a constituir en realidad un «sistema especial» de la vulgarökonomie –esta, a su vez, desgajada de la economía política clásica—, mientras que el neoliberalismo vendría a desempeñar el papel de ciencia apologética en que aquél degeneró. Resaltamos además varios puntos importantes:

i] La economía política clásica inglesa de los siglos XVIII y XIX, en la etapa más avanzada que alcanzó con la obra de Ricardo, se reveló como un sistema hecho de contradicciones, en paralelo, a la par y/o en correspondencia con el desarrollo de las contradicciones reales del capitalismo de la era victoriana.

ii] Cuando la economía política clásica llega a ese estado de cosas es porque “había alcanzado sus propios e infranqueables límites” (Marx 1988: 13). Aquí es donde se presenta la bifurcación (Romero 2008a): o profundiza y lleva a último término, mediante la crítica, las contradicciones que tiene entre manos, lo que hizo Marx al profundizar en la conexión interna; o se convierte en apologética y vulgarökonomie, lo que hicieron los economistas posteriores a Ricardo al abundar y redundar sobre las prima facie.

iii] La economía política clásica había engendrado sus propios elementos vulgares que a la larga se desgajaron de la matriz original para formar un «sistema especial» (la vulgarökonomie).

Con respecto a la escuela neoclásica, esta pretendió fundar un paradigma nuevo, sirviéndose al menos en parte de los elementos y materiales suministrados por la vulgarökonomie (pensemos solamente en el sistema de Say). Los sofisticados modelos matemáticos del equilibrio y la utilidad marginal vendrían a constituir, en última instancia, la expresión más acabada de esa «amalgama desprovista de todo carácter».

Para un historiador del pensamiento económico de la reputación de Ronald Meek (1980a: 212-217) el marginalismo con su principio metodológico de la racionalidad económica tenía mucho que aportar en términos de sus aplicaciones prácticas, agrupadas bajo el nombre de praxeología (Lange 1966: 134-204), a la «economía de control» (léase: economía centralmente planificada) y, por extensión –añadimos nosotros— a toda formación social no capitalista. La condición implícita para ello, apoyándose nuevamente en Lange, consistía en recuperar como «punto de partida» las relaciones de producción.

Pareciera entonces que después de Ricardo –y con excepción de Marx— la economía ha consistido nada más y nada menos que en economía vulgar. Los avances más significativos se produjeron en cuanto a métodos de cálculo y modelizaciones. Pero fuera de esto, ¿no hubo realmente nada nuevo que añadir?

En términos de nuestro hilo conductor, el foco de atención de los clásicos (la «conexión interna» en términos de Marx) constituido por las relaciones de producción, pero ocultadas bajo el fetichismo de la mercancía y las leyes de la competencia, fue formalmente reemplazado con la revolución marginalista por «la relación psicológica entre hombres y bienes acabados» (Meek 1980: 206). Las categorías creadas por el marginalismo, abstractas y desprovistas de contenido social, como la «utilidad marginal», pasaron a constituir la nueva forma de expresión del mismo fetichismo en la cabeza de los economistas.

4. Keynes y los neoclásicos

En el Perú un autor como Adolfo Figueroa (1992: 19-35) sostuvo que la relación entre el paradigma neoclásico y el neoliberalismo es la que existe entre una determinada teoría económica y los modelos particulares a ella adscritos, de manera similar a como Keynes (1965: 15) diferenciaba a la economía clásica –en la que incluía a «los continuadores» de Ricardo— como un «caso especial» de la teoría general expuesta por él en los años 30, desatando la revolución keynesiana.

Keynes entendía por continuadores de Ricardo «aquellos que adoptaron y perfeccionaron la teoría económica ricardiana, incluyendo (por ejemplo) a J. S. Mill, Marshall, Edgeworth y el profesor Pigou»; es decir, incluía a la vulgarökonomie incorporada por Mill en su obra, al marginalismo representado por Edgeworth y a sus propios maestros de Cambridge (Marshall y Pigou). Marshall y Pigou fueron los más conspicuos representantes de la síntesis neoclásica.

Después de Ricardo la economía evolucionó mediante la lógica de síntesis sucesivas: J. S. Mil sintetizó a los clásicos (Smith, Ricardo y la escuela ricardiana), así como a los opositores y vulgarizadores de Ricardo (véase la nota 20, supra); Marshall lo hizo sobre Mill (Schumpeter 1983: 139) y Keynes construyó su General Theory maniobrando sobre la ortodoxia que heredó de su maestro Marshall (Sweezy 1972: 82).

De lo que eran modos de pensar la economía y las relaciones económicas –que Schumpeter (1971b: 121-123) identifica con «la visión»— se transitó, a través de esa lógica, hacia modos de instrumentar la realidad económica, así metamorfoseada en modelos. En otros términos, la «teoría de la elección» vino a suceder a la utilidad marginal, y esta última a las doctrinas de los clásicos –incluyendo a Marx— sobre el valor trabajo; todo lo cual ha significado en realidad la liquidación de cualquier rastro de economía científica (cf. nota 40, infra). En los términos de Kosík, esa liquidación ha significado el anclaje definitivo de la economía teórica en el «mundo de la pseudoconcreción», consistente en «la existencia autónoma de los productos humanos y la reducción del hombre al nivel de la práctica utilitaria» (Kosík: 1967: 36-37).

Schumpeter consagró la identidad entre ciencia económica y el empleo del análisis matemático. Defendiendo el estatus científico de la economía del ataque de los críticos (entre ellos el marxista Kautsky), él mismo se encargó de decir en qué consiste la teoría económica (hemos resaltado las palabras en negrita):

«[…] fueron Marshall, Edgeworth y Wicksell quienes redujeron la doctrina de que la competencia libre y perfecta eleva al máximo la satisfacción de todos, al nivel de una tautología inocua.» (Schumpeter 1971b: 119).

Veamos ahora cuan compenetrado –y comprometido— estuvo Keynes con los neoclásicos:

«Cuando Keynes empezó a estudiar economía a finales del siglo pasado [AR: s. XIX], la doctrina neoclásica se había erigido en soberana indiscutible en los países de habla inglesa; aquel que disentía era considerado un incompetente. El propio Keynes aceptó la doctrina predominante sin ningún reparo y pronto llegó a ser considerado como un representante brillante, pero sobre todo como un representante ortodoxo, de la escuela neoclásica. […] Su preparación le había convertido en un neoclásico puro, y realmente sólo se encontraba a gusto discutiendo con sus colegas neoclásicos. En realidad, está plenamente justificado decir que Keynes es el producto más importante y más ilustre de la escuela neoclásica.

«Esto, a mi entender, es decisivo para comprender la verdadera naturaleza de la aportación keynesiana. Su misión fue la de reformar la teoría económica neoclásica poniéndola de nuevo en contacto con la realidad de la que había ido apartándose progresivamente desde su vinculación con la teoría clásica a mitad del siglo XIX. Precisamente porque era uno de ellos pudo Keynes ejercer una influencia tan profunda en sus colegas. Son, también, estas mismas razones las que explican que Keynes nunca pudiera superar las limitaciones del enfoque neoclásico que concibe la vida económica haciendo abstracción de su marco histórico, por lo que resulta incapaz en sí misma de ofrecer una guía segura para la acción social.» (Sweezy 1972: 80-81).

Mucho se ha debatido sobre si la revolución keynesiana, anunciada por el propio Keynes, significó realmente un cambio en el paradigma económico; si no era más bien un «continuismo clásico» disfrazado de heterodoxia; o si en el terreno de la política económica Keynes estaba apuntando hacia una propuesta de reformas para adecuar el laissez faire a la nueva realidad del siglo XX, en cuyo caso él se dirigía especialmente a los políticos y los poderes públicos. Aquí todavía «la política era suprema» como en el XIX (Polanyi 2003: 59).

Keynes fue educado en la doctrina del laissez faire (la ley de Say y los mecanismos automáticos del mercado) bajo cuya influencia tuvo una producción intelectual hasta finales de los años 20 (su primer libro, publicado en 1913, trata sobre el funcionamiento del sistema monetario hindú). Entre 1926 y 1930 se aleja de las enseñanzas y del legado intelectual que le inculcaron sus maestros (sobre todo Alfred Marshall), alejamiento que se materializa con la publicación de Tract on Monetary Reform (1923) y A Treatise of Money (1930). Estos dos trabajos constituyen las principales estaciones en el trayecto que lo llevará hacia la General Theory (1936). (Cf. Schumpeter 1983: 371-379).

Cuando Keynes estudiaba economía, así como al culminar su carrera, los grandes debates ya habían dejado de estar versados en cuestiones de principio y fundamentos; el consenso alrededor de «la visión» del proceso económico se había alcanzado y la economía era una ciencia normal en el sentido de Kuhn (1971: 52-53). El paradigma ya estaba establecido por la línea Smith-[Ricardo]-Mill-Marshall (Dobb 1980: 138-139) y lo que había que hacer era perfeccionar y articular el paradigma establecido, de manera similar a lo que en su momento se hizo al interior de la física con el paradigma proporcionado por los Principia de Newton (Kuhn 1971: 62-65). Schumpeter lo confirma: «[…] en todas las cuestiones esenciales, la visión de los analistas del periodo siguió siendo la misma de Mill.» (Schumpeter 1971b: 122).

A partir de la revolución keynesiana la relevancia de los debates ha recaído, principalmente, en torno al diseño y manejo de instrumentos de política económica. La economía produjo también la revolución de sus instrumentos (economía matemática, análisis operacional, econometría, economía del bienestar) haciendo exclamar con todo entusiasmo: «al fin el hombre ha empezado a dominar a la máquina que hasta ahora controlaba su destino económico.» (Meek 1980b: 231).

A través de la consideración de los problemas del paro y el desempleo fue que el aporte realizado por Keynes permitió retomar, al menos indirectamente, el foco de atención que tuvieron los clásicos (las relaciones de producción); pero además –aquí radica su innovación— articulando esa esfera con los fenómenos monetarios.

Si se nos permite hacer un parangón, keynes fue con relación a sus predecesores neoclásicos lo que Feuerbach respecto a la filosofía hegeliana, pues reasentó a la economía sobre bases objetivas, despojándola de sus elementos más mistificados o, al menos, matizándolos. Posteriormente, ante el agotamiento del keynesianismo frente a las mutaciones históricas del capitalismo en el último cuarto del s. XX, especialmente las contradicciones cada vez más visibles entre el Estado capitalista y el capitalismo de las transnacionales, la vulgarökonomie resurgió encarnada en la escuela monetarista de Chicago para tomar partido por los intereses de las segundas, en pugna además con las orientaciones y prescripciones keynesianas. De esta manera, se repitió el ciclo anterior de la vulgarökonomie con respecto a la economía clásica.

Retomando nuestro hilo conductor, el fetichismo de la mercancía pasó a ser expresado esta vez por el predominio del capital dinero, es decir, las relaciones puramente monetarias, sobre el conjunto de las relaciones económicas y sociales. Lo grave de todo esto y a diferencia del pasado inmediato (la «era de keynes»), el liderazgo que pasó a detentar el neoliberalismo monetarista coincidió con la tendencia de las remozadas fuerzas económicas y políticas del capital como relación estructural de poder, proyectando y ejercitando su hegemonía y dominación a escala global (véase la nota 41, infra).

5. La degeneración total: apología, fundamentalismo y tótem

Debe recordarse siempre la triste historia del profesor de filosofía, positivista lógico, que, al volver un día a su casa en el autobús, se vio apretujado contra el lateral por un bracero gigantesco. «¿Le importaría dejarme espacio?», preguntó el profesor. Y la respuesta fue: «¿Qué quiere decir con espacio?» (Meek 1980: 228-229)

En la segunda mitad del s. XX, el delirio economicista por el «mercado perfecto» revivió y se extendió como una plaga desde su confinamiento en la cabeza de algunos cuantos profesores universitarios y de algunas universidades norteamericanas. Los neoliberales hicieron del postulado clásico sobre la libre concurrencia y el mercado libre un dogma elevado a verdad sagrada y de validez universal. En los albores del s. XXI nos enfrentamos con la pretensión de la «utopía neoliberal» del «mercado puro y perfecto» (Bourdieu 1998), que desde el derrumbe de los regímenes del socialismo real fue impuesta al mundo como verdad única por los poderes fácticos.

Si consideramos que «Una teoría económica es una familia de modelos» (Figueroa 1992: 26), los elegantes y sofisticados modelos del equilibrio general de los neoclásicos son un claro ejemplo de lo que viene a ser una «teoría sin realidad» (Figueroa 1992: 21). Está históricamente demostrado que los mercados libres y perfectos nunca han existido ni existirán. Muchos neoliberales desconocen la célebre crítica de Polanyi (2003) al dogma de los mercados “autorregulados” y las enseñanzas que extrajo de ello. Sin embargo, el modelo neoliberal se aferra al agujero negro de una teoría (la neoclásica) sin respaldo real alguno, para prescribir sus políticas a través de los organismos internacionales. Así, el modelo de corte fondomonetarista que rigió la política económica latinoamericana de los años 80 y 90, para reducir la inflación atribuida al exceso de gasto público y emisión monetaria, descansaba en la falsa premisa de que el intervencionismo estatal en la economía constituía un obstáculo para el libre desempeño de los mercados. Una premisa similar se ha venido proclamando en años recientes con respecto a la inversión privada, si esta fuera la afectada por tal intervencionismo, al punto que cierta literatura especializada lo convirtió en sinónimo de «populismo económico» (p. ej. Dornbusch y Edwards 1992).

El fetichismo de las categorías económicas que, en términos de Marx, sirven para (y cumplen la función de) ocultar la «conexión interna» de las relaciones de explotación y entre las clases básicas, tiene su contrapartida en la noción de «máquina económica» (Meek 1980b) que se despliega sobre los individuos y la sociedad como una fuerza autónoma y exterior.

En la economía clásica esa máquina era expresada por el conjunto de las «fuerzas libres del mercado», o la «mano invisible» de Adam Smith. Constituía el contexto, lo dado, la sociedad o colectividad donde los individuos realizan sus intereses y satisfacciones, o –en el decir de los neoclásicos— los fines que se propusieran racionalmente a partir de un conjunto de recursos “escasos”; lo mismo cabía decir, por simple deducción, para la misma sociedad, en cuyo caso el contexto venía a ser el estado y el resto del mundo. En ese sentido, se estimaba que los individuos necesariamente forman parte de los engranajes de «la máquina económica» y esta producía sus leyes propias, similares a las fuerzas de la naturaleza, considerándose inútil e indeseable tratar de interferir sus reglas.

La consigna era entonces dejar que «la máquina» operase según sus propias fuerzas y leyes, pues de esta manera se garantizaba el equilibrio de los mercados a través de sutiles mecanismos, entre ellos los precios. En ese mundo el estado estacionario o el equilibrio estaban descontados, con independencia del tiempo. Sin embargo, nada garantizaba que siempre vaya a ser así.

La incorporación del instrumental matemático y estadístico que permitió revolucionar las técnicas de los economistas (economía matemática, programación lineal, econometría y otras), su difusión y ramificación en la economía, se produjo a través de varios temas, antes y después de la segunda guerra mundial (especialmente en los años 50): el perfeccionamiento y/o replanteamiento del equilibrio general walrasiano, a partir de los trabajos de Hicks y von Neumann, cada uno por separado; los modelos macroeconómicos de inspiración keynesiana de Harrod y Domar, en distintos momentos; el análisis insumo-producto realizado por Leontief para la economía americana; el problema de la elección (Dantzig), el análisis de actividad (Koopmans) y la combinación de ambas como programación lineal (Dorfman-Samuelson-Solow); la teoría de los juegos de von Neumann y Morgenstern. (Cf. Napoleoni 1968: 111-132).

Todo ese avance generó la ilusión y hasta el entusiasmo de que de esa manera se podría «al fin» (Meek dixit) controlar la máquina y ponerla al servicio del hombre. Los sinceros elogios con los que el profesor Meek (1980: 224 ss.) se prodigó a favor de las revolucionarias técnicas, en su lección inaugural (12 de noviembre 1964) al asumir el cargo de «Titular de la cátedra de Economía» de la Universidad de Leicester (Escocia), le impidieron prever lo que pasaría después: los economistas convirtieron a esas técnicas y métodos en el verdadero objeto de sus preocupaciones, completando el proceso de alienación que venía dándose en la ciencia de la economía con respecto a los procesos ocultos del sistema (la «conexión interna» de Marx). El cálculo económico pasó a reinar en el lenguaje y «la visión» de la profesión; vino a ser el sucedáneo mejor acabado y la envoltura más perfecta para el fetichismo de la mercancía (el PBI y otras categorías agregadas en la macroeconomía); con lo cual, entonces, el «círculo infernal» (Bensaïd 2003: 183) en el que quedó encerrado el pensamiento económico se había completado. De acuerdo con esto, lo que llegan a explicar los modelos de la teoría (macro/micro) económica es la realidad fetichizada del capitalismo o de sus aspectos parciales. La discusión alrededor de los métodos y técnicas en economía debería ser colocada y/o estar entroncada con la cuestión mayor sobre la relación entre ontología y gnoseología; entre el modelo como estructura lógica y la realidad como totalidad concreta, en el entendido de «un todo estructurado y dialéctico» (Kosík 1967: 55 ss.). El debate, que quede bien claro, no consiste en el rechazo de lo cuantitativo, ni de los métodos y técnicas con este carácter. Se trata de la disputa (intelectual, cultural, social y política) entre «concepciones distintas de la realidad» (Kosík 1967: 61 ss.)

Mediante el «círculo infernal» en el que quedó atrapado –como decíamos antes— el pensamiento económico, se allanó entonces el camino para que de allí en adelante, y en el ámbito de la opinión pública, la realidad económica fuese explicada en función de las múltiples «conexiones aparentes», perfeccionadas con los métodos y técnicas de la «ciencia económica». En el Perú, De Althaus (2007) proporciona un buen ejemplo de esa devoción por el fetichismo de las cifras para explicar los cambios y transformaciones en las relaciones económicas, que él resume en «el cambio de modelo económico». Es inútil buscar a lo largo de sus páginas la explicación o alguna idea, siquiera medianamente original, que sustente el título de su libro, porque para este señor ¡las cifras lo dicen todo! Digamos que, para evitar el aburrimiento de los lectores con tanta cantaleta estadística, será suficiente la lectura del epílogo (De Althaus 2007: 303-308), donde se condensa la «revolución capitalista» en el país. Un mejor título, que concordara con esta exhuberancia de cifras, hubiera sido La revolución de las inversiones en el Perú, porque se trata más bien de la afluencia masiva de capitales para extraer plusvalor y acumular ganancias empresariales. En el Perú no existe ninguna revolución capitalista, porque sencillamente no existe nada comparable a una revolución de las fuerzas productivas. Tenemos capitalismo pero del dependiente, no revolución capitalista que es muy diferente.

En el penúltimo acápite retomamos la tensión dialéctica entre apariencia y esencia (la realidad oculta; la «conexión interna»; el «sistema de contradicciones»), a través de la discusión de la obra de Galeano (1975).

Los economistas se han olvidado, tanto en la investigación, en la enseñanza, como en el ejercicio profesional, que la economía responde y está hecha en base a relaciones sociales, relaciones políticas y correlaciones de poder, a conflictos de intereses; la abstracción de estos elementos junto a la historicidad de los mismos, sigue siendo el mayor pecado incurrido por quienes han colocado en el limbo este campo del saber, donde «Monsieur le Capital y Madame la Terre» han sido sustituidos por elegantes ecuaciones diferenciales o en diferencia finita, integrales simples y múltiples, derivadas parciales y totales, modelos matemáticos «puros y perfectos», modelos estocásticos y/o econométricos; es decir, el mundo puesto al revés, algo verdaderamente antieconómico (Attali y Guillaume 1976) en el sentido de realidad deformada.

La crítica de Marx a la vulgarökonomie sigue siendo tan actual y tan pertinente, y sus espectros nunca dejaron de rondar o de zumbar desde afuera sobre la cabeza de los economistas. ¿Será por eso el porfiado e inútil viaje de fuga hacia las estrellas de la «ciencia económica»?

Un ejemplo muy ilustrativo es la famosa controversia de Cambridge –llamada en cambio «abstrusa discusión» por Dobb (1980: 271)— que enfrentó a los neoclásicos del Massachusetts Institute of Technology (Cambridge, Mass.) con los neokeynesianos (neoricardianos) de la Universidad de Cambridge, Inglaterra, en torno a la teoría del capital y la distribución donde se demostró la inconsistencia lógica de las nociones de «función de producción» y «productividad marginal del capital» de los primeros.

La controversia fue suscitada por «La conclusión relativa a la asociación que cabe esperar entre la intensidad de capital en una economía y la retribución del capital» (Monza 1973: 28), conclusión extraída por Sraffa en su Production of Commodities by Means of Commodities, publicado en 1960 (Sraffa 1966). Lo que la profesora Robinson (1960: 120-121) había expuesto inicialmente como un «fenómeno curioso», sin pretender llamar mucho la atención, con Sraffa quedó expuesto como un «caso anómalo»: la cuestión del redesplazamiento (reswitching) de las técnicas de producción, cuestión que ponía en el tapete la medición del capital como un serio problema, imbricado estrechamente con la lógica de construcción de la función de producción agregada. Como la contrapartida de dicho redesplazamiento era una reducción en la tasa de beneficio, a su vez asociada con una relación capital-trabajo menor, se denominó a estas expresiones «reversión de capital».

La controversia quedó registrada en los números de febrero 1965 y noviembre 1966 del Quarterly Journal of Economics, principalmente en el segundo. Cabe decir que el trabajo de Sraffa fue precedido por la edición que hizo –a comienzos de los años 50— de la obra y correspondencia de David Ricardo (Sraffa 1958-1965), lo cual permitió la rehabilitación desde el olvido de la economía clásica, muy especialmente del sistema ricardiano. Desde entonces empezó a abogarse a favor de una «integración teórica» de los «modelos de Cambridge» con la «teoría marxista» (cf. Braun 1973: 9).

La economía (tradicional y moderna) nunca pudo liberarse de la dicotomía –o dualismo, si se quiere— en la que se halla atrapada: de un lado, las relaciones (micro) económicas per se, sean estas de producción o circulación; de otro, el conjunto de los mercados libres y espontáneos o de cualquier ente que se les asemeje (la «máquina económica»), donde dichas relaciones se realizan y la conducta de los individuos, socialmente considerados, desencadenan efectos unos sobre otros bajo una aparente anarquía. La única manera de mantener en correspondencia tal dicotomía era mediante el postulado metafísico y trascendente de las «armonías universales». Esto implica una determinada ontología del ser humano, concebido como un autómata y, por ende, un ser alienado.

La noción de «máquina económica» tiene dos connotaciones. La primera viene a ser el conjunto social, la totalidad de relaciones sociales además de las estrictamente económicas. La segunda tiene que ver con todas las cosas, objetos, recursos y mercancías; vale decir, el conjunto de la producción material, por ende social, la diversidad de bienes y servicios, y la naturaleza transformada. En términos de Marx, podríamos sintetizar este abigarrado y heterogéneo conjunto con el nombre de trabajo social.

En nuestros tiempos actuales todos los componentes mencionados de «la máquina», en el sentido clásico del término, son apropiados y controlados por fuerzas muy superiores y poderosas a las existentes en el pasado; es decir, otra máquina aun más compleja que presenta una forma más acabada y de contornos más definidos, y se nos presenta como sistema histórico, compuesto por el «Estado nación», el sistema interestatal, la corporación gigante, los organismos internacionales que prefiguran un sistema de gobierno mundial, pero que responden a los designios de algunas grandes potencias industriales y, entre ellas, a los intereses de la única superpotencia sobreviviente aunque en franco declive (los Estados Unidos de América). Este sistema, al mismo tiempo tan perfecto y destructivo, ha llevado a su propia crisis civilizatoria así como a una transición histórica.

Para Marx, por contraste, el contexto («la máquina») venía a ser la totalidad del sistema económico y socio político (la civilización del capital), históricamente determinado, que debía ser explicado –y transformado— a partir del develamiento de sus más íntimas y secretas conexiones e interrelaciones. No fue por eso gratuito cuando, en su célebre Prólogo a la Contribución de 1859, al reseñar sus trabajos y su propia evolución intelectual, entre los años 40 y ese momento, afirmó que «la anatomía de la sociedad civil hay que buscarla en la economía política.» (Marx 1973: 8).

En Marx la comprensión sobre la totalidad histórico-social estuvo influida por su eurocentrismo (El Capital tuvo como paradigma al capitalismo industrial inglés) con el cual, sin embargo, intentó romper en los últimos años de su vida al interesarse por los estudios históricos de las sociedades no-capitalistas de su tiempo (Irlanda, Rusia, China, Turquía). Existe un largo debate al respecto, que está muy relacionado con el tema de la “sucesión” de los modos de producción, las formaciones pre-capitalistas, la antigua comuna rural rusa, el modo de producción asiático, la propia especificidad de América Latina que la mirada eurocentrista le impidió “descubrir” (Franco 1980: 23), entre otros. Para una discusión más sistemática del asunto sugerimos Quijano (2000a: 345-356).

6. La vulgata del crecimiento

Durante los pasados siete años, nuestra tasa de crecimiento ha descendido inquietantemente. En los tres años y medio últimos, la brecha entre lo que podemos producir y lo que producimos ha amenazado con convertirse en crónica… Son objetivos realistas para 1961 el invertir la tendencia a la baja en nuestra economía, reducir la brecha de potencial no utilizado, abolir el despilfarro y la miseria causada por el paro… Para 1962 y 1963 nuestros programas deben dirigirse a la expansión de la capacidad productiva americana a un ritmo que demuestre al mundo el vigor y la vitalidad de una economía libre.

Después de la segunda guerra mundial el capitalismo tuvo un periodo esplendoroso de recuperación y crecimiento, que en la literatura fue conocido como «los 25 años gloriosos» (de 1950 a 1975) y que nunca más se volvieron a repetir. En la opinión pública y los ámbitos académicos, la popularidad que gozaba la teoría keynesiana obedecía en buena medida a la cuota de realismo que aportaba para resolver los acuciantes problemas suscitados con la depresión, principalmente el paro cuya persistente gravedad constituía una potencial amenaza política para el sistema.

Dicho realismo tal vez contradiga los cánones schumpeterianos, de que toda teoría económica que se precie de serlo, o para que fuese valorada como ciencia, tiene que ser al mismo tiempo teoría pura, «ciencia exacta», «conocimiento instrumentalizado» (cualquiera de estas expresiones). La amplia aceptación de las prescripciones de política keynesiana indicaba a las claras que los gobiernos occidentales, y sus respectivas sociedades, demandaban de los economistas menos debate doctrinario y más instrumentos para manejar y administrar racionalmente los ciclos económicos.

En la segunda mitad de los años 40 se crearon las instituciones internacionales para la regulación del comercio y las finanzas mundiales, en aplicación de los acuerdos de la conferencia de Bretton Woods (New Hampshire, julio de 1944) que reunió a delegaciones de 44 países. Esas instituciones son el Fondo Monetario Internacional (FMI), Banco Mundial y Acuerdo General sobre Aranceles y Comercio (GATT); las dos primeras en 1945 y la tercera en 1948, que en 1994 fue sustituida por la Organización Mundial de Comercio (OMC). En tal sentido, para nosotros, fueron años de transición; es decir, de reconfiguración de las relaciones económicas y de las alianzas de poder a nivel internacional, tras los años terribles (de 1914 a 1945) de las dos guerras mundiales y, en el ínterin, la gran depresión. A través de dichas instituciones la indiscutible hegemonía norteamericana lideró la segunda ola globalizadora del capitalismo. La primera ola había ocurrido en el periodo de 1870-1914 bajo supremacía británica (Parodi 2005: 61-85), periodo conocido también como la belle époque (Amin 2000). En nuestro país el pensamiento y el lenguaje de las elites están organizados en función de los símbolos y valores de esa época, denotando un marcado anacronismo en sus reflejos mentales y declaraciones públicas (Romero 2009b), pero que en el terreno político expresan actitudes y comportamientos fascistoides a la hora de ejercer el poder real, tal como aconteció con la represión de la protesta indígena en Bagua el 5 de junio. Un examen completo del mismo fue realizado por Montoya (2009).

Es importante señalar que hubo factores más amplios, históricamente hablando, cuya confluencia permitió establecer las condiciones dentro de las cuales pudo desenvolverse el capitalismo histórico de posguerra. Estos factores históricos fueron:

A] El poderío industrial, tecnológico, financiero y militar de los Estados Unidos, y su supremacía en el mundo capitalista luego de finalizada la segunda guerra;

B] La convivencia con la Unión Soviética y el resto de países de la Cortina de Hierro, sustentada en una nueva versión de la balanza de poder (Polanyi 2003);

C] A diferencia del siglo XIX, esta balanza de poder no descansaba en la haute finance, sino -y sobretodo- en un sutil equilibrio estratégico etiquetado de «guerra fría» (léase: carrera armamentista), pero -al igual que en el XIX- era la amenaza de guerra «la que imponía su ley a los negocios» (Polanyi 2003: 58);

D] No menos importante, un poderoso factor asociado con la larga duración dentro de la cual quedó comprendida la «edad de oro»: la revolución tecnológica propiciada por el desarrollo del motor de explosión en 1939.

De 1945-1950 y hasta 1971-1973 (según como se vea), fue el periodo en que surgieron los temas y debates alrededor del crecimiento y desarrollo. Durante un buen tiempo, ambos asuntos, tanto en la academia como en las esferas de gobierno, estuvieron forzosamente vinculados con los problemas del desempleo y el paro –como se puede constatar en la cita con la que iniciamos este acápite— pues su reducción tenía mucho que ver con el protagonismo de la inversión pública y el gasto estatal en el marco de políticas fiscales activas y contracíclicas en el sentido de reducir el riesgo de nuevas depresiones.

Esa asociación entre activismo (o intervencionismo) estatal en la economía, crecimiento y reducción del desempleo, que fuera parte del compromiso político entre las fuerzas del capital y del trabajo, institucionalizado en el régimen del Welfare State, quedó rota con la insurgencia de la contraofensiva (o contrarreforma) neoliberal que fue estimulada por las grandes perturbaciones que experimentó el capitalismo desde la segunda mitad de los años 60, y que son incomprensibles si se abstraen del marco de la acelerada globalización financiera y su principal subproducto, la financierización.

De ahí en adelante el tema del crecimiento quedó estrechamente relacionado con la libre circulación y/o movilidad de capitales y recursos de inversión por todo el globo. En términos keynesianos, la articulación estructural entre la economía real y la economía monetaria, pasó a depender de expectativas puramente especulativas (léase: percepción de los inversionistas con respecto a los retornos de sus inversiones). En términos de Marx, el ciclo del capital dinero (D—D’) se fue autonomizando con respecto a la fórmula general del capital (D—M—D’), y la acumulación en base al capital financiero o especulativo pasó a dominar la acumulación global, rompiendo de esa manera la unidad del proceso de reproducción que exhibía el periodo clásico del capitalismo. Todo esto está en la base de la reciente crisis financiera internacional (Romero 2008c).

En las últimas décadas del siglo XX el delirio economicista, instrumentado y ejecutado mediante políticas económicas, en distintas partes del mundo, alcanzó el paroxismo si se recuerda las «burbujas financieras» alimentadas por capitales especulativos con la aquiescencia de gobiernos y organismos internacionales que luego –gracias a esta permisividad— estallaron en los llamados países emergentes (los “tigres” del Asia) y más recientemente (2007-2008) en Wall Street, la meca financiera del capitalismo imperialista.

Esta última crisis, la más grave desde los años 30, no solo ha venido repercutiendo en el mundo super desarrollado, industrializado y tecnificado; sus repercusiones son igualmente de alcance mundial comprometiendo las bases mismas con las que funciona el sistema. Empero, a esta crisis capitalista se la pretende resolver con más capitalismo, más crecimiento y más inversiones, como si medio siglo de aplicación de los modelos de Harrod y Domar no hubiese convencido, a los economistas y a los políticos que les creen, acerca de la inutilidad de sus postulados y premisas.

«El fetiche de la inversión financiada con la ayuda nos ha extraviado en nuestra búsqueda del crecimiento durante cincuenta años. El modelo debe ser sepultado ya. Debemos eliminar totalmente el concepto del déficit financiero con su espuria precisión sobre cuanta ayuda necesita un país. No debemos intentar estimar cuanta inversión “requiere” un país para lograr cierta tasa de crecimiento, porque no existe un modelo económico que pueda abordar esta cuestión.» (Easterly 2003: 42).

La «inversión privada» y/o la «inversión extranjera» en general han sustituido en tiempos recientes a la «ayuda» y toda forma de inversión pública, convertidas así en nuevos fetiches. El concepto o enfoque del «déficit financiero» fue la aplicación práctica de los modelos de crecimiento ideados por Harrod (1939) y Domar (1946) –de ahí su asociación— siendo utilizado con profusión por los economistas de las «instituciones financieras internacionales» (Banco Mundial, FMI, BID, Banco Europeo de Reconstrucción y Desarrollo) desde los años 50.

Si bien se reconoce que dicho enfoque ha desaparecido en la literatura especializada, «su espíritu sigue vivo» (Easterly 2003: 33). Este autor no está cuestionando el paradigma del crecimiento sino el modelo comúnmente utilizado para proyectarlo, con el cual se pretendía –al mismo tiempo— dar orientaciones a la política macroeconómica.

Dentro de tal contexto (es decir, en el lenguaje y la lógica de los modelos) «el fetiche de la inversión» expresa la creencia generalizada –convertida en acto de fe— de los economistas que atribuyen a ese factor la causa última para conseguir el ansiado crecimiento de la variable que se quiere medir (el PBI o el ingreso per capita). Una frase tan recurrente en los discursos de los políticos y gobernantes: «la inversión genera crecimiento y empleo» es una expresión de ese fetichismo, de similar calibre al poder (fantasmagórico y sobrenatural) de los automatismos del mercado «puro y perfecto».

En el Perú, el campeón de esos delirios que rayan con el fanatismo disfrazado de «optimismo, confianza y fe» en la recuperación y crecimiento del sistema, es el propio presidente Alan García a través de sus mensajes, escritos, declaraciones y discursos. Sus opiniones neoliberales las hemos comentado críticamente en otros lugares (Romero 2008b: 21-27 y Romero 2009a). Podemos asociar esa fe ciega hacia el crecimiento con lo que Easterly (2003: 45) llama el «fundamentalismo del capital» y Mészáros (2008) identifica con la creencia en la «expansión infinita del capital».

Recogemos una tesis y una larga pregunta; desde que se formularon en los años 70 conservan una inquietante actualidad:

«Dominación y crecimiento se hallan estrechamente relacionados. ¿Todos los esfuerzos para trabajar y producir todavía más, dentro del sistema actual, son realmente compatibles con los equilibrios fundamentales de la especie humana, o bien nos alienan y nos llevan hacia la más absurda de las muertes, aplastados por nuestra propia fuerza?» (Attali y Guillaume 1976: 165).

7. Polémica finita. Apariencia versus esencia en el caso latino-americano

La aplicación porfiada del recetario neoliberal, así como las ansias de crecimiento sin restricciones, han venido ocasionando verdaderas catástrofes (pobreza, informalidad, subempleo, marginalidad, desigualdades e inequidades, destrucción de la naturaleza) a la mayoría social en los países latinoamericanos. Hace cerca de 40 años, a comienzos de los setentas, Eduardo Galeano denunciaba: «Son secretas las matanzas de la miseria en América Latina: cada año estallan, silenciosamente, sin estrépito alguno, tres bombas de Hiroshima sobre estos pueblos que tienen la costumbre de sufrir con los dientes apretados.» (Galeano 1975: 9).

Pocos días después de la entrega de un ejemplar del famoso libro de Galeano, obsequiado por el presidente venezolano Hugo Chávez al presidente norteamericano Barack Obama, que estrenaba su cargo en la V Cumbre de las Américas realizada en Trinidad y Tobago (17-19 de abril 2009), Álvaro Vargas Llosa (AVLL) hijo del laureado escritor peruano naturalizado español, le dedicó a Galeano y a su libro un artículo en la prensa (Vargas Llosa 2009) donde retoma las críticas hechas diez años atrás al mismo libro y al mismo autor.

La crítica de Vargas Llosa al leidísimo autor de Las venas abiertas nos sirve para ilustrar la relación entre la «conexión interna» y la «conexión aparente», que ha sido uno de los ejes de nuestra discusión. AVLL confunde apariencia con realidad y hace una crítica temeraria a los pensamientos de Galeano en la introducción de su libro (Galeano 1975: 3-7) que, sacados de su contexto, son extrapolados al presente. En la introducción Galeano adelanta la tesis sobre las «venas abiertas» en esta parte del mundo (tesis que da el título al libro), fundamentándola con categorías tomadas de Marx que solo utiliza por única vez en esa parte (modo de producción, clases sociales, capitalismo) e ilustrándola con cifras agregadas y globales, proporcionando asimismo un cuadro general de la situación latinoamericana al comienzo de los setentas, y que el libro relata en términos del devenir histórico de nuestra región, tomando en consideración a la práctica totalidad de los países que la componen. En otras palabras, por qué América Latina estaba como estaba al inicio del último tercio del siglo XX. Como el mismo autor sostuvo en su colofón de Siete años después: «Este libro había sido escrito para conversar con la gente» (Galeano 1975: 411).

Nada de eso le importaba a nuestro crítico. Arremetió en su artículo contra Galeano contradiciéndolo con cifras sobre poblaciones que han dejado de ser pobres «en los últimos seis años», o argumentando que los «países pobres» hoy en día exportan más a los «países ricos» como si esto estuviera revirtiendo las condiciones del intercambio desigual; pone a China como ejemplo paradigmático de que la dependencia es una pieza de museo, y a Cuba como el polo opuesto que ilustra «la maldición de nuestras multitudes» (frase de Galeano). En fin, para invalidar el argumento de la brecha de ingresos entre países ricos y pobres (en el caso de Galeano, entre los países latinoamericanos y EEUU), AVLL apoyándose en el crecimiento de los «tigres asiáticos» (menciona a Tailandia e Indonesia) sostiene lo contrario. En la introducción de su libro Galeano recurrió a la evidencia empírica para ilustrar una tesis que se fundamenta en un proceso histórico, evidencia que solamente tenía una validez relativa; es decir, para ese contexto y para el clima intelectual en que estaba escribiendo.

Nuestro aspirante a crítico, en cambio, procede al revés: hace abstracción de los procesos y transformaciones que han ocurrido en el último tercio del s. XX y lo que toma son realidades aisladas, hechos meramente empíricos, datos sueltos que dispone a la mano, y los lanza como verdad única en su vana pretensión de «refutar las falacias históricas e ideológicas» del autor de Las venas abiertas. Mientras que Galeano se pronuncia con la mirada amplia del historiador, AVLL lo hace –y suponemos que también sus amigos Montaner y Apuleyo Mendoza— con las anteojeras del economista vulgar que se conforma con la mirada de la realidad inmediata o prima facie. ¿Quién es entonces más falaz?

Refiriéndose a la catadura intelectual de AVLL, el periodista César Hildebrandt comentó: «Y es que el sueño de este reaccionario que escribe al contado es que los ensayos antiimperialistas sean tan plúmbeos como sus libros y que no los lea nadie y que se oxiden en los anaqueles.» (Hildebrant 2009b).

8. De la crítica de la economía política al cuestionamiento de la sociedad burguesa y el Estado (la tarea pendiente)

Haberse sumergido en lo más recóndito que había detrás (o por debajo) del «fetichismo de la mercancía» fue lo que permitió a Marx develar los rasgos más infaustos y contradictorios de «la anatomía de la sociedad civil», y convenimos con Bensaïd: «Efecto del fetichismo, la alienación se vuelve un concepto histórico y ya no antropológico.» (Bensaïd 2003: 346). En virtud de este nuevo carácter de la alienación podríamos avanzar desde la economía política hacia la explicación de las relaciones sociales, las clases y sus conflictos en términos de luchas (Bensaïd 2003: 153-186). La alienación de las necesidades (Mandel 1980: 29) proporciona un buen ejemplo de este planteo sobre la concatenación economía-sociedad; o, para ser más específicos, de la conexión que hay entre el trabajo alienado –resultante a su vez de la interacción entre producción mercantil, división del trabajo y propiedad privada— y la satisfacción de las necesidades sociales:

«Cada hombre especula para crear una nueva necesidad para otro, y para obligarlo a hacer nuevos sacrificios, para imponerle una nueva relación de dependencia y para seducirlo con un nuevo modo de disfrute, y por esto conducirlo a la ruina económica. […] Con la masa de los objetos se desarrolla el imperio de los seres extraños a los cuales el hombre está sometido, y cada nuevo producto es un nuevo elemento potencial de engaño recíproco y de pillaje mutuo. El hombre se vuelve tanto más pobre como hombre, tiene necesidad de tanto más dinero con objeto de apropiarse a estos seres extraños, y el poder de su dinero cae en proporción inversa a la masa de la producción, es decir, su estado de necesidad aumenta en la misma medida en que el poder del dinero aumenta… Subjetivamente, esto se presenta en parte de manera tal que la expansión de los productos y de las necesidades se convierte en el esclavo dotado de poder de invención y calculador perpetuo de deseos inhumanos, refinados, contra natura e imaginarios…» (Marx citado por Mandel 1980: 30).

Si al leer el párrafo anterior nos ponemos a pensar en las formas modernas de dinero mediante el sistema de tarjetas de crédito, tendremos una idea de lo que la alienación de las necesidades significa con respecto a la sociedad de consumo. Pero la alienación nos remite a una problemática más amplia pues recorre todas las esferas de la existencia social, desde la vida cotidiana hasta el régimen político. Con relación a esto último, Boron resume una de las tesis fundamentales del joven Marx en su crítica al misticismo del Estado en Hegel: «En las sociedades clasistas, la política es la principal –si bien no la única– esfera de la alienación, y, en cuanto tal, espacio privilegiado de la ilusión y el engaño.» (Boron 2006b: 183). Si abrimos este espacio privilegiado para incorporar también a las transacciones económicas y los mercados, desde el punto de vista espacial, tenemos asimismo que las ciudades, grandes metrópolis, mega ciudades y ciudades globales, son los lugares privilegiados de realización de la alienación, tanto en la política como en la economía.

En las ciudades modernas (la «sociedad de la información» de Castells) la televisión es uno de esos «seres extraños» a través del cual –aunque a la vez sometido a la creciente competencia de la tecnología multimedia y otros avances— el capital ejerce su reinado alienante sobre la vida cotidiana, haciéndolo mediante lo único que saber hacer: instigando y propiciando el consumismo de mercancías, así como de imágenes y estilos de vida a través de los cuales sus valores e ideología engañosa sobre la libertad y la democracia son inoculadas fácilmente a millones de televidentes. ¿No es cierto acaso que cada producto para ser vendido y masificado por la televisión, la radio o el periódico, necesita de un rostro o de un cuerpo, sin importar la edad y el sexo, aunque se prefieran a las mujeres, jóvenes y niños?

Si se quiere comprobar como opera la alienación en la práctica, sin necesidad de leer libros ni de ser un docto, obsérvese solamente con la debida atención como se comportan y cuales son las reacciones de los integrantes de nuestra propia familia ante una telenovela (en este caso, de las mujeres) o de una película de cualquier género; o váyase a uno de esos sitios de videojuegos adonde acuden los niños y adolescentes varones, donde hacen “volar” su imaginación corriendo autos, matando “terroristas” o secuestradores, o jugando a los héroes contra villanos. En la primera situación (telenovela, película de acción, fantasía, romance, cualquier programa de animación, etc.) la alienación se produce mediante una serie de actos subconscientes que llevan a los individuos a identificarse con la vida, comportamientos, formas de hablar y hasta con las formas de vestir de los/las protagonistas de sus preferencias (actor/actriz, “héroe”, “estrella de cine”, artista), buscando ser como ellos y ellas, lo cual es una fuente de lucrativos negocios (perfumes, ropa, lencería, artículos del hogar, celulares, cualquier cosa que se le ocurra al lector). En este caso, toda la industria de la imagen y el sonido se halla interconectada con el marketing de las grandes “marcas”. En la segunda situación (videojuegos) el proceso de alienación es quizá más complejo que el anterior, pues lo que empieza como una simple “distracción” genera rápidamente la adicción entre los más jóvenes a ese tipo de “entretenimiento” (el gusto por matar, reprimir, violentar, etc.) que asimismo es interiorizado por este segmento etáreo. Las consecuencias en el comportamiento de estos individuos, en cambio, recién se podrán apreciar con el transcurso de los años. Mientras tanto, son solamente consumidores afiebrados de violencia y potenciales demandantes (a través de sus padres) de los aparatos de computación.

De nada de eso se ocupa –ni tampoco puede hacerlo— la ilusa teoría económica del consumidor con sus reglas de máxima satisfacción (utilidad máxima), porque a pesar de toda la sofisticación matemática, es incapaz de penetrar en los reales actos de consumo y en la naturaleza de las mercancías que son consumidas. Esta realidad es falseada e hipostasiada por curvas de indiferencia y el cálculo “racional”, pues al capital solo le interesa que se consuman mercancías sin importar ni medir las consecuencias.

Ese modo de vida, entonces, banaliza la existencia, profundiza el aislamiento y hasta busca premeditadamente la idiotización de los individuos, sin distinción de género, mediante la adicción a las “marcas” y el bombardeo cotidiano de publicidad. Este es el idiotismo que se debe cuestionar desde el socialismo programático o las posiciones de una izquierda transformadora, sin perder mucho el tiempo en ocuparse de los escritos idiotizados de los Montaner, Apuleyo Mendoza y Vargas Llosa hijo. Lo más importante es que mediante esos «seres extraños», que moldean además la vida de las familias y las personas, se garantiza la adhesión y lealtad social al sistema.

De manera más amplia, pensamos que con el concepto histórico de alienación podemos igualmente emprender –junto con la comprensión del capital como relación social y de poder— el camino de retorno para explicar la globalización (el «mercado mundial» en el plan de Marx), la sociedad actual y el Estado contemporáneo (en concreto, la sociedad alienada y el Estado alienado), cuestiones que en el programa de investigación de Marx quedaron por hacer. Debemos reconocer, por cierto, las contribuciones realizadas por autores contemporáneos como Samir Amin, desde la economía política, e Immanuel Wallerstein, desde la historia, a la comprensión del sistema capitalista en su globalidad (Herrera 2006; Ianni 1999); antes de ellos, Hilferding, Rosa Luxemburg, Bujarin y Lenin, en las primeras décadas del XX; así como Aglietta, Arrighi, Baran, Braun, Emmanuel, Frank, Magdoff, Mandel, Palloix y otros en las décadas del 60 y 70.

Después de Marx, nadie se había tomado la molestia de teorizar en serio el asunto del Estado, cuestión que a mediados de los 70 –a partir de un debate con Humberto Cerroni— suscitó la conocida pregunta de Bobbio (1986): «¿Existe una doctrina marxista del Estado?». Para Boron (2006b: 177) la respuesta negativa a esta pregunta no puede confundirse con inexistencia, pues se dieron muchos aportes en términos de una «reflexión política marxiana» y de «una gran tradición teórico-política». Además es incorrecto y contraproducente plantear ese tipo de pregunta a un corpus de pensamiento que está construido desde una lógica que a su vez está reñida y confrontada con la epistemología positivista. La respuesta que dio Boron nos parece convincente: «la forma misma en que Bobbio se plantea la pregunta remite inequívocamente a una perspectiva incompatible con los planteamientos epistemológicos fundamentales del materialismo histórico. En función de tales planteamientos, redoblamos la apuesta del filósofo italiano al sostener que no sólo no hay sino que no puede haber una teoría “política” marxista. ¿Por qué? Porque para el marxismo ningún aspecto o dimensión de la realidad social puede teorizarse al margen –o con independencia– de la totalidad en la cual dicho aspecto se constituye.» (Boron 2006b: 185).

Desde la concepción materialista, se trata entonces de elaborar una “teoría” del Estado pero fusionada con la economía, la política y la cultura; es decir, con la totalidad social. Marx intentó hacerlo mediante el análisis concreto de situaciones concretas, dejando un conjunto de escritos políticos de esta naturaleza, como la evaluación y las lecciones que extrajo de la Comuna de París, de la cual obtuvo algunos principios generales sobre el Estado proletario de transición. En situación parecida Marx y Engels dejaron el tema de la sociedad socialista.

En 1915-1916, teniendo a la vista las grandes transformaciones que experimentaba el capitalismo en la arena mundial, Bujarin había intentado elaborar una teoría marxista del Estado, en términos del Estado imperialista y el capitalismo de estado (Cohen 1976: 44-52), cuyas concepciones lo llevarían a mantener fuertes discrepancias con Lenin sobre «el capitalismo moderno», el papel del nacionalismo en la lucha contra el imperialismo, y la autodeterminación (Cohen 1976: 52-62). Bujarin era 18 años menor que Lenin y pertenecía a la «generación bolchevique de 1905»; es decir, de los jóvenes que se incorporaron a la política, en la Rusia zarista, durante los alzamientos y huelgas populares de ese año. En lo que al escenario internacional se refiere, ambos dirigentes compartían acuerdos de principio, pero los distanciaba la «cuestión nacional». Las diferencias de Lenin con respecto a Bujarin, en materia de Estado fueron desapareciendo al iniciar el primero, en enero y febrero de 1917 en Zurich, el estudio de un conjunto de materiales reunidos en El marxismo y el Estado, a partir de los cuales escribió desde la clandestinidad (agosto y septiembre de 1917) El Estado y la revolución. Hasta diciembre de 1916 «Lenin no había pensado en el asunto hasta que Bujarin lo suscitó» (Cohen 1976: 62 ss.); la revolución de febrero del siguiente año y la oposición al gobierno provisional lo indujeron a cambiar completamente de parecer.

Todo el debate previo a 1917 sobre el Estado y la «cuestión nacional» había sido de carácter teórico y doctrinario. En 1917 el partido bolchevique carecía de un programa concreto de transformación de las condiciones económicas y sociales en Rusia, limitándose a las propuestas generales de las Tesis de Abril de Lenin, siendo esta carencia uno de los principales motivos de las arduas disputas programáticas durante los 12 años siguientes (Cohen 1976: 80-86). Llamamos la atención de este hecho histórico porque, en los umbrales del siglo XXI, y en todas partes donde la izquierda ha llegado al ejercicio del gobierno (no del poder) –ni que se diga de la socialdemocracia internacional- ha debido recurrir al arsenal de instrumentos de la teoría económica (la macroeconomía keynesiana) para hacerlo conforme a las exigencias de los capitalistas y banqueros, los organismos internacionales y las fuerzas del seudo mercado “libre”.

En términos de las relaciones entre las esfera económica y política, el concepto histórico, sociológico, antropológico, cultural y político de colonialidad del poder (en una palabra: holístico), desarrollado por Quijano (2000a y 2000b), enriquece grandemente el contenido y alcance de la alienación, volviéndose por eso mismo un poderoso instrumento para la crítica de la sociedad actual y del estado capitalista. Más aun, planteamos que el fetichismo de la mercancía, que se arraiga en las condiciones materiales de producción y reproducción del capital, está imbricado –junto con la categoría de alienación— con la esfera de lo político a través de la noción de colonialidad del poder. La siguiente cita permite adquirir una idea gruesa sobre las relaciones entre alienación y colonialidad, asunto que sería más bien materia de otro trabajo (las cursivas son nuestras):

«El actual patrón de poder “globalizado” se funda en dos ejes centrales: uno es un sistema básico de dominación que articula todas las formas previas en torno de la clasificación universal básica de las gentes según el criterio llamado “raza”. Otro, es un sistema básico de explotación que articula todas las formas de control de trabajo en torno del capital. Ambos ejes son recíprocamente dependientes. Su conjunción para configurar un patrón específico de poder es el resultado de la experiencia colonial iniciada con América. La colonialidad es, por eso, la condición fundante e inherente a este patrón de poder. La colonialidad no se refiere solamente a la clasificación “racial” de la población del mundo. Sin ella, y desde la perspectiva de la globalidad, ninguno de los ámbitos del poder, el control del trabajo, de sus recursos y de sus productos; el control del sexo, de sus recursos y de sus productos; el control de la subjetividad, de sus recursos y de sus productos; o el control de la autoridad pública o colectiva, sus recursos y productos, tendría sus actuales rasgos específicos. La denominación ceñida de este patrón de poder sería la de colonialidad-capitalista.» (Quijano 2002).

Tanto las relaciones de explotación como las de dominación son reforzadas por la mistificación de las relaciones sociales que se manifiestan por la exterioridad de la relación capitalista, la autonomización de las condiciones de producción y de los productos del trabajo, así como por la expresión de todo esto en el fetichismo de las categorías económicas. Bensaïd lo resume en la «teoría del círculo infernal de la cosificación» (Bensaïd 2003: 18), que en conjunto se extienden como modernos grilletes sobre toda la sociedad oponiéndose a cualquier posibilidad de emancipación humana. Podemos asociar estos modernos grilletes con la idea braudeliana de larga duración (Quijano 1986), en el sentido de que, por más voluntad subjetiva que haya de cambiar o de liberarse del actual estado de cosas, siempre estaremos prisioneros de las tradiciones, prácticas sociales, modos de pensamiento, matrices culturales, estilos de vida y praxis política arraigados en el pasado. La dominación de los poderes establecidos se hace descansar en la sujeción contemporánea de las subjetividades, precisamente a través de esos modernos grilletes, y rechazamos que se trate de una nueva forma de fatalidad histórica. Se trata más bien de saber cómo opera hoy el poder capitalista a través del emplazamiento y ejercicio de su colonialidad sobre todo el mundo, incluyendo por cierto a la América Latina. La necesidad de tal comprensión es inevitable e ineludible si se quiere conquistar un nuevo imaginario anticapitalista.

Fetichismo capitalista en lo económico; formas diversas de alienación social y cultural (Sotolano 2008); colonialidad del poder en lo histórico-político, constituyen para nosotros términos claves con los cuales la crítica de «la anatomía de la sociedad civil», emprendida por Marx, se debe completar con la crítica igualmente radical de la matriz civilizatoria del capitalismo, de la que el «modelo neoliberal» es parte integrante. Las alternativas al neoliberalismo solamente tienen sentido si son planteadas desde fuera de la teoría económica, como lo reclamaba Lander: «Las alternativas a las propuestas neoliberales y al modelo de vida que representan, no pueden buscarse en otros modelos o teorías en el campo de la economía ya que la economía misma como disciplina científica asume, en lo fundamental, la cosmovisión liberal.» (Lander 2000: 11). En los comienzos del s. XXI la cosmovisión liberal y el discurso neoliberal no significan otra cosa que la economía globalizada del Imperio (los Estados Unidos y sus aliados). Si en su momento la filosofía hegeliana del derecho debió ser cuestionada y abandonada por Marx, por su identificación política con el Estado prusiano, que en esa época era sinónimo de autoritarismo y represión, la misma suerte es lo que le esperaría a la «ciencia económica», de la que solo podemos esperar más apología y fetichismo, la defensa cerrada de su estatus y –como afirmaba Engels—hasta pensamiento reaccionario; todo lo que se quiera pero menos ciencia.

¿Habrá que abandonar la economía/teoría económica o –para ser menos radicales— profundizar en la «antieconomía» para (re)fundar una verdadera ciencia económica, apropiada para esta época histórica y a la realidad latinoamericana?

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