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"Contribuciones a la Economía" es una revista académica con el
Número Internacional Normal
izado de Publicaciones Seriadas
ISSN 16968360

 

Desarrollo sostenible
y capital intelectual de un territorio

Agustín J. Sánchez Medina   (CV)
Universidad de Las Palmas de Gran Canaria
asanchez en dede.ulpgc.es


Para citar este artículo puede utilizar el siguiente formato:

Sánchez Medina, Agustín J.: "Desarrollo sostenible y capital intelectual de un territorio" en Contribuciones a la Economía, septiembre 2004. Texto completo en http://www.eumed.net/ce/


Resumen

El desarrollo sostenible resulta un objetivo a lograr para cualquier territorio. Para obtener este fin de desarrollo económico, social y de preservación de los recursos naturales, resultaría conveniente que los territorios potenciasen su capital intelectual. Es decir, que se tuviese en cuenta como medio para alcanzar un desarrollo sostenible, además de a los activos tangibles, a los intangibles. La razón para ello es que este tipo de activos posee entre sus características el que no se consume con su utilización, ni se necesita deteriorar el medio ambiente para explotarlos. En este trabajo se pretende, después de exponer brevemente lo que significa alcanzar un desarrollo sostenible, realizar una pequeña introducción a lo que es la nueva economía de los intangibles y proponer una definición de lo que debe ser considerado el capital intelectual de un territorio.

Palabras clave

Capital intelectual, desarrollo sostenible, territorios, economía de los intangibles.


 


Desarrollo sostenible

 El origen de este concepto no puede ser datado de forma fiable en un momento de tiempo concreto. No obstante, es en 1987 cuando la Comisión Mundial para el Desarrollo y el Medio ambiente dirigida por la Primer Ministro de Noruega Gro Harlem Brundtland, publica el informe titulado Our Common Future, cuando este término comienza a ser más conocido y utilizado (Selman, 2000). En dicho informe se sugiere que el desarrollo sostenible es aquella forma de desarrollo que satisface las necesidades del presente sin comprometer las del futuro. Además, se menciona que no es un estado fijo de armonía, sino que, por el contrario, es un proceso dinámico, de cambio, donde la explotación de los recursos, el destino de las inversiones, la orientación del desarrollo tecnológico y los cambios institucionales están orientados a satisfacer las necesidades presentes y futuras (World Commission on Environment and Development, 1987). A la ya mencionada comisión Brundtland siguió la Conferencia de la ONU sobre Medio ambiente y Desarrollo incluida en la Cumbre de Río (UNCED, 1992), donde se elaboró la declaración llamada Agenda 21 (Helminen, 2000) y la Conferencia sobre el Desarrollo Sostenible de los Estados Pequeños en Vías de Desarrollo celebrada en Barbados (UN, 1994). Por su parte, y con respecto al desarrollo sostenible, la Unión Europea comenzó formulando políticas eminentemente medioambientales, las cuales eran reactivas y dirigidas, principalmente, al control de factores como la polución (Baker, 2000). Sin embargo, este primer enfoque fue gradualmente modificándose y dichos cambios quedaron reflejados en el programa Towards Sustainability (Comisión Europea, 1992), donde se plasmó el compromiso adquirido por la Unión Europea para promover el desarrollo sostenible (Baker, 2000).

 Aunque el concepto de desarrollo sostenible propuesto en el informe Brundtland ha sido compartido por diversos autores –e.g., Bass y Dalal-Clayton, (1995); Naredo, (1998)-, para Gladwin, Kennelly y Krause (1995) éste es borroso, escurridizo e ideológicamente controvertido. En esta misma línea, Starik y Rands (1995) sostienen que esta definición, pese a, según afirma Naredo (1998), estar ampliamente aceptada, es sólo una abstracción normativa que contiene incongruencias. De forma similar, Giddings, Hopwood y O’Brien (2002) afirman que la definición propuesta en el informe Brundtland es una definición política que, basada en su ambigüedad, pretendía obtener una amplia aceptación. Así, la combinación de medio ambiente, economía y sociedad garantizaba la existencia de un amplio debate sobre el desarrollo sostenible. Sin embargo, la falta de profundidad que posee hace que no tenga mucho sentido y que se encuentre carente de rigor. No obstante, y a pesar de los mencionados problemas, estos autores siguen utilizando el término desarrollo sostenible debido a que consideran que este modo de observar de forma relacionada el trinomio sociedad, economía y medio ambiente se encuentra ampliamente aceptado. De este modo, como se puede observar en la figura 1, la representación habitual del desarrollo sostenible se realiza a través de tres circunferencias de igual tamaño y que representan de forma equilibrada a la sociedad, al medio ambiente y a la economía. Este equilibrio entre los mencionados elementos no tiene por que darse en todas las ocasiones. De hecho, tal y como afirman Shearlock, James y Phillips (2000), el peso que tiene cada uno de los factores para la consecución del desarrollo sostenible no se encuentra claramente definido. En esta misma línea, Selman (2000) afirma que existen múltiples definiciones sobre el desarrollo sostenible; sin embargo, en todas se incluyen inseparablemente parámetros medioambientales, sociales y económicos. De igual modo, Shearlock et al. (2000) sostienen que las políticas para el desarrollo sostenible requieren la integración de tres ámbitos políticos que tradicionalmente se han encontrado separados: el económico, el social y el medioambiental, incluyendo dentro de cada uno una serie de temas importantes (véase tabla 1). De forma similar, García Falcón y Medina Muñoz (1999a) afirman que el desarrollo sostenible se está observando cada vez más como un desafío a largo plazo desde los puntos de vista medioambiental, social y económico. Asimismo, consideran que existe un creciente número de estudios, informes, acuerdos y declaraciones que enfatizan la importancia de adoptar en estos ámbitos criterios de desarrollo que no hipotequen el futuro.

Tabla 1: Ámbitos políticos del desarrollo sostenible

Económico

Social

Medioambiental

El mercado

La salud

El control de la polución

La creación de riqueza

La equidad

El uso de los recursos

La industria y los servicios

La inclusión social

La protección de las especies

El empleo

La educación

La protección de los hábitat

Fuente: Elaboración propia a partir de Shearlock et al. (2000).

 

Figura 1: Los tres dominios del desarrollo sostenible

Fuente: Shearlock et al. (2000:81).

 

Economía de los intangibles 

No resulta una novedad afirmar que en la historia de la humanidad ésta ha evolucionado sufriendo cambios, unas veces progresivos y otras con formas de revolución (Viedma, 2000). De este modo, hasta principios del siglo XX, la creación de riqueza se basaba en la posesión de tierra, que junto con el añadido del trabajo, producía alimentos y rentas. En la segunda década del siglo, en países como Estados Unidos y Gran Bretaña, surgen las manufacturas, las cuales desplazan a la agricultura como fuente principal de riquezas para el país. En las décadas posteriores, la generación de renta se consiguió a través de la combinación de capital, materias primas y trabajo. Como última etapa, a finales del siglo XX la economía comenzó a cambiar con la llegada de la era del conocimiento, era donde el modelo de trabajador altamente cualificado y que basa su trabajo en el conocimiento ha ido reemplazando al obrero industrial como categoría profesional dominante. Así, en esta última parte del siglo, el crecimiento económico y las ventajas competitivas ya no provienen de la materia prima o de los músculos, sino que, por el contrario, tienen como origen las ideas y el know how (Bradley, 1997a). De este modo, en los años ochenta la confluencia del desarrollo de las telecomunicaciones y de las tecnologías de la información marcó el nacimiento de este nuevo tiempo, donde la innovación y el conocimiento constituyen los máximos exponentes de la generación de riqueza (Bradley, 1997a; Edvinsson, 2000; Fruin, 2000; Viedma Martí, 2000) y los procesos industriales ya no dominan la creación de valor (Edvinsson, 2000), ya que éste será conseguido, principalmente, a través de los recursos intangibles o intelectuales (Lev, 2001).

Así, los beneficios anormales, las posiciones competitivas dominantes e incluso los monopolios temporales, son obtenidos en muchas ocasiones gracias a los activos intangibles (Lev, 2001). Además, otros de los importantes cambios que ha traído esta nueva economía son la globalización, la competitividad, la desregulación de sectores económicos clave, como pueden ser el eléctrico, el de las telecomunicaciones, el del transporte o el financiero, la preponderancia de las empresas de servicios frente a las de producción, la necesidad de diferenciación, la dispersión geográfica de las organizaciones, etc. (Cole, 1998; Hansen, Nohria, y Tierney, 1999; Lev, 2001; Miles, Miles, Perrone y Edvinsson, 1998). Las principales diferencias que caracterizan a esta nueva economía son, según Daley (2001): a) la existencia de una relativa sencillez para disponer de capital financiero lo que, unido a los avances tecnológicos, ha hecho posible que este tipo de capital sea muy móvil y que se pueda invertir en cualquier mercado del mundo por alejado que éste se encuentre; b) la disminución de los costes de transacción, lo cual se ha visto igualmente favorecido por la mejora en la tecnología de las telecomunicaciones; y c) la reducción de las barreras geográficas como consecuencia de los acuerdos de comercio internacional, que han tenido como efecto el que las empresas puedan realizar sus operaciones a escala global (Daley, 2001). En esta misma línea, Roos, Roos, Dragonetti y Edvinsson (2001a) sostienen que la sociedad del conocimiento se caracteriza por: a) los avances tecnológicos que han revolucionado el tratamiento de la información, b) los adelantos en la tecnología de la comunicación y de los transportes y, por último, c) el incremento de la complejidad de las estrategias a seguir por las empresas y la mayor exigencia de los consumidores. Por último, cabe añadir como otras características de la sociedad de los intangibles el que las empresas operan en red y que el entorno donde se mueven puede ser considerado hipercompetitivo, digital y virtual (Ordóñez de Pablos, 2002).

Por otro lado, es de destacar que el management que se ejercía en las empresas anteriores a la era del conocimiento tenía como un objetivo más prioritario la búsqueda de rentas a corto plazo frente a la creación de riqueza a largo plazo. En este sentido, estaba orientado hacia los resultados financieros y era reflejo de los modelos fabriles. Además, el énfasis se ponía en la combinación de capital, materias primas y trabajo, prestando relativamente poca atención a los activos intangibles. Por el contrario, en el presente, la gestión debe huir del mero hecho de la búsqueda de rentas y de la sola mirada al pasado, requiriéndose una dirección orientada claramente hacia el futuro (Bradley, 1997a). Sin duda, todo ello ha revolucionado la sociedad actual, convirtiéndola en lo que autores como Bradley (1997a), Bueno Campos (1999), Stewart (1998), Sveiby (2000), Viedma Martí, (2000) o Wiig (1997), entre otros, han dado en llamar la sociedad de la información, la sociedad de los intangibles o la sociedad del conocimiento. Finalmente, y con el objeto de clarificar aún más las diferencias existentes entre ambas eras, en las tablas 2 y 3 se muestran las características diferenciadoras más importantes entre la sociedad industrial y del conocimiento aportadas por Alle, (1999) y Naisbitt (1998), respectivamente.

 

Tabla 2: Evolución de la era industrial a la nueva economía

 

Antigua economía

Nueva economía

Recursos

Recursos finitos

Recursos finitos + recursos potencialmente infinitos como las ideas, etc.

Aplica ley de:

Rendimientos decrecientes

Rendimientos crecientes

Mercados

Mercado de materias primas basadas en los mismos productos y recursos

Mercados de valor añadido basados en la distinción entre los diferentes productos

Creación de valor

Cadena de valor de relaciones simples

Redes de valor de relaciones complejas, dinámicas e interdependientes

Enfoque directivo

Predicción y control

Entendimiento, visión y coherencia

Conocimiento

Enfoque individual

Enfoque organizativo, colectivo y colaborativo

Ética

Competitividad y supervivencia individual

Cooperación y supervivencia de la red

Éxito

Competición

Cooperación

El crecimiento es:

Lineal y dirigible

Orgánico y caótico

La organización es:

Diseñada

Emergente

Gobierno

Directamente desde lo más alto

Distribuida, democrática

Los obreros son:

Especializados y están segmentados

Multifacéticos, adaptativos gracias al aprendizaje continuo

Cambios

Por cualquier cosa que preocupe

Por todo

Fuente: Alle (1999:123).

 

Tabla 3: Comparación entre la sociedad industrial y la del conocimiento

Sociedad industrial

Sociedad del conocimiento

Tecnología forzada

Alta tecnología

Economías nacionales

Economías mundiales

Corto plazo

Largo plazo

Centralización

Descentralización

Ayudas institucionales

Autoayudas

Democracia representativa

Democracia participativa

Jerarquías

Redes

Norte

Sur

Pocas opciones

Múltiples opciones

Fuente: Naisbitt (1998:114).

 

Por otro lado, siguiendo a Teece (1998) se presentan a continuación algunos de los cambios estructurales que han tenido lugar con la llegada de la nueva economía del conocimiento o intangible:

Todo lo anteriormente presentado ha provocado que la última década se haya distinguido por un cada vez más importante papel de los activos intangibles en las empresas (Cole, 1998; Becker, Huselid, Ulrich, 2001; Edvinsson, 2002; Hansen et al.,1999; Lev, 2001; Miles, Miles, Perrone y Edvisson (1998); Ordóñez de Pablos, 1999; Stewart, 1998; Ventura, 1998). En este sentido, Bueno Campos (1999) sostiene que está ocurriendo un proceso de transformación, en el que las empresas están dejando de ser concebidas como un conjunto de activos tangibles organizados en un determinado proceso productivo y destinados a lograr unos objetivos concretos, para pasar a serlo como un conjunto de activos intangibles generadores de capital intelectual. Por su parte, Edvinsson (2000) y Lev (1997) afirman que el patrón que han seguido las inversiones en el mundo desarrollado ha cambiado desde 1929. Así, mientras en esa época el 70% de las inversiones se realizaba en activos tangibles y el 30% en intangibles, en la década de los 90 estas proporciones se han invertido y la mayor parte de las inversiones se realiza en intangibles tales como el I+D, la formación o el software. De este modo, llama la atención el que, de media, el 10% del producto interior bruto de los países de la OCDE se invierte en este tipo de activos, llegando a superar el 20% en países como Suecia. Además, en un futuro cercano más de la mitad de la riqueza creada en las sociedades industriales derivará del capital intelectual y ocho de cada diez nuevos empleos serán para trabajadores del conocimiento (Bradley, 1997a).

A las cifras antes expuestas, se puede añadir que los 29 países que concentran el 80% del total de la riqueza del planeta deben su bienestar en un 67% al capital intelectual, en un 17 % a su capital natural y en un 16% a su capital productivo (Ávalos, 1998). En este mismo sentido Kaplan y Norton (2004) afirman que países con gran cantidad de recursos tangibles como Venezuela o Arabia Saudí poseen tasas de crecimiento mucho más lentas que otros como Singapur y Taiwán que, pese no poseer una gran dotación de recursos naturales, sí invierten mucho en intangibles como la formación humana y los sistemas de información. Todo ello hace que los países con más éxito sean aquellos que utilizan mejor y más rápidamente sus activos intangibles y cuyos factores clave dentro de la vida del territorio son recursos como la información y el conocimiento, superando incluso a los factores tradicionales como el trabajo, el capital o la tierra. Por ello, el conocimiento no puede ser considerado simplemente como la adición de una variable más que permite la elaboración de bienes, sino que, por el contrario, la capacidad para gestionar el conocimiento ha de ser observada como una habilidad crítica para el país. Por tanto, se están produciendo cambios en una dirección en la que cada vez más la riqueza es creada por los recursos intangibles (Bradley, 1997a; Schneider, 1998).

Sonnenberg (1994) afirma que si la era industrial se caracterizó por los coches, las neveras, las lavadoras, los ordenadores, es decir, por los bienes tangibles, la era del conocimiento se distingue por activos como el conocimiento, las relaciones y la imagen; o sea, por los bienes intangibles. Ratificando estas aseveraciones, García Falcón y Medina Muñoz (1999b) aseveran que los activos intangibles son frecuentemente señalados como los recursos más importantes de los que puede disponer una organización. En igual sentido, Malhotra (2000) afirma que en la emergente economía de los intangibles las organizaciones son más intensivas en conocimiento y sus productos son más intangibles que los de las empresas de la economía post industrial. Por ello, las reglas para obtener ventajas competitivas son distintas y si una organización individual o una nación desean obtener esta ventaja, debe sustentarse cada vez menos en los activos tangibles y más en los intangibles (Bontis, 2002; Bradley, 1997a; Pasher, 1999). Esto es, las compañías y países que sobrevivirán mejor en esta nueva economía serán aquellos que posean un capital intelectual adecuado (Daley, 2001). Consecuentemente, se puede afirmar que en esta era las habilidades de las empresas y territorios para gestionar sus recursos intangibles se han convertido en más importante, si cabe, que las requeridas para la gestión de los recursos tangibles, siendo necesario, consecuentemente, tener en cuenta este hecho en el momento de elegir las herramientas de gestión a utilizar (Cluster del conocimiento, 2000; Kaplan y Norton, 1997; Olve, Roy y Wetter, 2000; Roos et al. 2001a). No obstante, también debe tenerse en cuenta que los resultados que se obtienen con la inversión en activos intangibles son normalmente a largo plazo, lo cual, puede resultar un problema en un entorno donde en muchas ocasiones prima el corto plazo.

Sin embargo, que el conocimiento ocupe un lugar tan importante en la sociedad actual no significa que éste no existiese en épocas anteriores; de hecho, durante generaciones las personas han pasado su conocimiento a otras e.g., los artesanos a los aprendices, los propietarios de negocios familiares a sus hijos, etc. (Hansen et al., 1999). Los cuatro factores de creación de riqueza han sido siempre la tierra, el trabajo, el capital y el conocimiento, pero la importancia de cada uno de estos factores no ha sido siempre igual (Savage, 1991). De este modo, en la figura 2 se muestra, de forma conjunta, la importancia de cada uno de estos factores en la era agraria, industrial y del conocimiento.

 

Figura 2: Fuentes de riqueza económica

 

Fuente: Savage (1991).

De lo hasta aquí expuesto se desprende que el conocimiento se ha convertido en el factor más importante de creación de riqueza en nuestro tiempo (Viedma Martí, 2000). De hecho, éste se acumula a tasas cada vez más rápidas. Así, el 90% de todo lo que se conoce en el campo de la física, la química y la biología ha sido descubierto o aclarado en los últimos treinta años. Además, se estima que el conocimiento se dobla cada dieciocho meses y, gracias a la tecnología y al conocimiento acumulado, el ritmo es cada vez mayor. Esta expansión del conocimiento es fácilmente entendible si se observa el siguiente ejemplo. En el pasado, una forma habitual para transmitir información podía ser la publicación de un libro, lo que conllevaba unos costes relativamente altos y una difusión de la información limitada. Sin embargo, hoy en día, a través de la red, cualquiera puede, con unos costes prácticamente nulos, difundir sus conocimientos a millones de personas y, además, de forma más rápida y sin que se produzca deterioro alguno por el uso de la información (Bradley, 1997a).

Pese a todo, se debe tener en cuenta que, aunque en este momento ya se hayan dado pasos importantes en el camino hacia una economía del conocimiento, este cambio aún no se encuentra culminado (Alle, 1999). Además, la nueva economía intangible no supone una ruptura total con la antigua; de hecho, las empresas continúan haciendo frente a los mismos desafíos, como son la reducción de costes, el incremento de la eficiencia o el intento de proporcionar valor al cliente. Sin embargo, lo que sí resulta nuevo es la ya comentada creciente apreciación de los activos intangibles, la depreciación de los tangibles y la globalización, efectos éstos a los que nadie resulta inmune (Daley, 2001).

Además, cabe matizar que la economía del conocimiento no se encuentra únicamente en los nuevos negocios, sino que, también, puede hallarse en los tradicionales. De hecho, la tendencia futura apunta a la existencia de entornos cada vez más competitivos, orientados a la tecnología y regidos por la aptitud y la capacidad, donde los factores críticos para el éxito estarán ligados, entre otros, a la minimización de costes, la satisfacción del cliente, la innovación en los procesos operativos, la calidad y la flexibilidad (Cluster del conocimiento, 2000; Kaplan y Norton, 1997; Olve et al., 2000; Roos et al., 2001a). Por tanto, el éxito de las empresas dependerá de la utilización que éstas hagan de su capital intangible. Además, las empresas que deseen tener éxito, deben saber competir a escala global y centrarse en un negocio específico, llegando al nivel de concreción, incluso, de realizar una sola tarea de la cadena de valor. Por ello, la economía de los intangibles presenta grandes oportunidades de éxito para las empresas y países pequeños, debido a que éstas pueden adaptarse de forma más rápida y selectiva a los cambios del entorno (Daley, 2001). De igual forma, también pueden resultar una oportunidad para aquellos países que cuentan con una escasa dotación de recursos naturales o están aislados geográficamente.

Finalmente, se debe considerar que esta entrada en la economía del conocimiento no está teniendo lugar en todos los países a la misma velocidad. De hecho, son los que tienen economías avanzadas los que lo están haciendo de forma más veloz. Ello implica que muchos de los países considerados como pobres, sigan basando la totalidad de sus economías exclusivamente en bienes tangibles, lo que puede implicar que tengan mayores dificultades para lograr un desarrollo sostenible.

 

Capital intelectual de un territorio

Antes de pasar a aportar una definición de lo debe ser considerado como capital intelectual de un territorio, y con objeto de que éste quede más claro, se realizará una breve revisión de lo que este concepto significa para las empresas.

El capital intelectual es un tópico sobre el cual el interés de las empresas ha crecido rápidamente en los últimos años, especialmente en aquéllas en las que sus beneficios derivan principalmente de la innovación y de los servicios intensivos en conocimiento (Edvinsson y Sullivan, 1996). En este sentido, Bontis (1998) afirma que el capital intelectual ha sido considerado por muchos, definido por algunos, entendido por pocos y formalmente valorado por prácticamente nadie, lo cual supone uno de los desafíos más importantes para los directivos y académicos del presente y del futuro. El concepto de capital intelectual ha sido utilizado en la literatura académica desde hace muchos años; sin embargo, no es hasta épocas recientes cuando un pequeño grupo de empresas, entre las que se encuentran Skandia, Dow Chemicals y el Canadian Imperial Bank, lo generalizan para hacer referencia a todos los activos intangibles. De esta manera, es cuando estas empresas se percatan de que las herramientas contables de que disponían no resultaban adecuadas para registrar el valor de sus intangibles, los cuales, sin embargo, resultaban de gran valía para las mismas, cuando se comienza a popularizar el término capital intelectual y a elaborar herramientas que permitiesen medir su valor (Bontis, Dragonetti, Jacobsen y Roos, 1999).

Por otra parte, cabe mencionar que no existe sobre el concepto de capital intelectual una definición compartida por todos los autores. No obstante, una de las más utilizadas es la que afirma que es la combinación de activos inmateriales o intangibles que posee una organización y que generan o generarán valor para ésta (Bradley, 1997a; Edvinsson y Sullivan, 1996; Euroforum, 1998; Stewart, 1991; Unión Fenosa, 1999). Otra de las definiciones frecuentemente utilizada es la que considera al capital intelectual como la diferencia entre el valor de mercado de la empresa y su valor contable (Brooking, 1997a; Daley, 2001; Harvey y Lusch, 1999; Lev, 2001; Nevado Peña y López Ruiz, 2002; Ordóñez de Pablos, 1999, 2003; Pasher, 1999; Petrash, 1996; Sveiby, 2000).

No obstante, y pese a la ya comentada gran proliferación de definiciones sobre el concepto de capital intelectual que han surgido en los últimos años, a la hora de establecer una clasificación de los distintos elementos que componen este tipo de capital, sí parece existir un cierto consenso en dividir el capital intelectual en tres grandes componentes: el capital humano, el capital estructural y el capital relacional (Bontis, 2002; Petty y Guthrie, 2000; Ordóñez de Pablos, 2002, 2003; Roos, Bainbridge y Jacobsen, 2001; Viedma Martí, 2001). Así, el primero de ellos engloba el capital pensante del individuo, o lo que es lo mismo, aquel capital que reside en los miembros de la organización y que permite generar valor para la empresa (Roos et al.,  2001a). Por lo tanto, se encuentra integrado por el stock de conocimientos tanto tácitos como explícitos que poseen los miembros de la organización (Bontis, Crossan y Hulland, 2002; Bueno Campos 2000; Camisón Zornosa, Palacios Marqués y Devece Carañana, 2000; Ordóñez de Pablos, 2002; 2003; Petrash, 1996, 2001).

Por su parte, el capital estructural ha sido descrito como aquel conocimiento que la empresa ha podido internalizar y que permanece en la organización, ya sea en su estructura, en sus procesos o en su cultura, aún cuando los empleados abandonan ésta (Bontis, Chua y Richardson, 2000; Camisón Zornosa et al., 2000; Petrash, 1996, 2001) y que, consecuentemente, resulta más sencillo de controlar (Edvinsson, 1997). Por tanto, en esta dimensión se incluyen todos los intangibles que no residen en los miembros de la organización, es decir, desde la cultura y los procesos internos, hasta los sistemas de información y las bases de datos (Bontis, Chua y Richardson, 2000).

En cuanto al capital relacional, éste se sustenta en la consideración de que las empresas no son sistemas aislados, sino que, por el contrario, se relacionan con el exterior. En este sentido, se considera capital relacional aquellos vínculos que tiene la organización con el exterior y que le aportan valor. Este tipo de capital puede incluir los nexos de la empresa, no sólo con clientes, proveedores y accionistas, sino con todos sus grupos de interés, ya sean internos o externos (Bontis, 1996; Ordóñez de Pablos, 2003; Stewart, 1998; Roos et al., 2001). Visto de otro modo, el capital relacional es la percepción de valor que tienen los clientes cuando hacen negocios con sus proveedores de bienes o servicios (Petrash, 1996, 2001).

A lo largo de este trabajo se ha resaltado la trascendencia que poseen los activos intangibles en la sociedad del conocimiento. Así, el interés que tiene este tipo de activos para las empresas ya ha sido destacada por muchos autores -e.g., Bontis (1998, 2001), Bontis, Dragonetti, Jacobsen y Roos (1999), Brooking (1997a, 1997b), Edvinsson (1997, 2000), Edvinsson y Malone (1999), Grant (1996, 1997), Kaplan y Norton (1997), Lev (1997, 2001), Roos et al. (2001a), Saint-Onge, (1996), Sveiby (2000, 2001a, 2001b), Stewart (1991, 1998), Sullivan (1999, 2001)-. No obstante, la relevancia del capital intelectual parece no circunscribirse sólo al ámbito de las empresas. De hecho, son cada vez más los autores que opinan que este tipo de activo es de suma importancia para los territorios. Así, entre estos autores cabe destacar a Bradley (1997a, 1997b), Bontis (2002, 2004), Daley (2001), Edvinsson (2002), Edvinsson y Stenfelt (1999), Malhotra (2000) y Pasher (1999). De este modo, el interés que para los territorios tiene el capital intelectual viene dado por el hecho de que en el futuro será este tipo de recurso uno de los factores más importantes para el desarrollo económico y social. Así, las naciones que tengan una mayor dotación de este tipo de capital serán las que puedan obtener un mayor progreso (Daley, 2000; Edvinsson, 2002; Malhotra, 2000). Además, esta importancia que el capital intelectual posee para cualquier tipo de territorio es aún mayor en aquellos territorios que se caractericen por contar con una escasa dotación de recursos tangibles y por ser muy sensibles a su explotación, ya que éstos podrían basar su desarrollo en los activos intangibles, preservando, de esta forma, sus recursos naturales. No se debe olvidar que, como ya se ha mencionado, los intangibles poseen rendimientos crecientes y, consecuentemente, no se deterioran o consumen con su utilización, pudiendo incluso incrementarse con ésta, como es el caso del conocimiento.

Si bien, como ya se ha mencionado, el concepto de capital intelectual es inicialmente propuesto para el ámbito de las empresas, comienza ser utilizado en el de territorios en por Edvinsson y Stenfelt (1999) y Pasher (1999). Por su parte, Bradley (1997a) define el capital intelectual de un país como la capacidad que éste tiene para transformar el conocimiento y los recursos intangibles en riqueza. En esta misma línea, Malhotra (2000) lo define como aquellos activos ocultos sobre los cuales se sustenta el crecimiento del país y el valor añadido de los grupos de interés que residen en él. También cabe destacar que el valor este tipo de capital se encuentra representado por los retornos financieros potenciales que son atribuibles a los recursos intangibles que la nación posee. De igual modo, Bontis (2002, 2004) y Edvinsson y Stenfelt (1999) afirman que en el capital intelectual de un país se incluyen los valores ocultos que residen en los individuos, las empresas, las instituciones, las comunidades y las regiones y que son en la actualidad, o tienen potencialidad para serlo, fuente para la creación de riqueza. Además, estos valores ocultos son las raíces que permiten al territorio nutrirse de cara a su desarrollo y bienestar futuro, caracterizando, por tanto, a este tipo de capital la visión a largo plazo que posee. En este sentido, el capital intelectual puede ser percibido como el valor de las ideas generadas por la unión del capital humano y del capital estructural, que permiten producir y compartir conocimiento, y que son la base para crear valor y desarrollar nuevas estructuras de riqueza (Edvinsson y Stenfelt, 1999). En otras palabras, el capital intelectual es la fuerza que conduce a las naciones a crear riqueza futura, proporcionando las raíces que harán posible recolectar frutos en el mañana (Amidon, 2001).

Por su parte, Batista Canino, Melián González y Sánchez Medina (2002) afirman que el capital intelectual de un territorio es la combinación de activos inmateriales o intangibles, tales como su reputación, la calidad de vida de sus habitantes, el conocimiento de su población y la interpretación práctica de dicho conocimiento que genera o generará riqueza para dicho territorio. Asimismo Bradley (1997b) afirma que los gobiernos de los países pueden influir en el capital intelectual que existe y que se genera. De este modo, la existencia de instituciones y políticas que favorezcan el compartir conocimiento o que reconozca la propiedad intelectual contribuyen a un mejor desarrollo de este tipo de capital. En esta línea, Malhotra (2000) afirma que los gobiernos deben poner en manos de quien lo necesite y cuando lo necesite el conocimiento, de tal forma que con ello puedan mejorar su gestión. Otros factores que afectan al crecimiento de este tipo de capital, son la existencia de un mercado laboral flexible, el fácil acceso al capital por parte de las empresas, la existencia de infraestructura tecnológica de calidad (e.g., banda ancha de gran velocidad), los estándar educativos y la cultura del país. Así pues, al igual que ocurre con los activos tangibles, se necesita una adecuada gestión de los intangibles tanto por parte de las direcciones de las empresas, como por parte de los gobiernos de las naciones. Asimismo, medidas como, por ejemplo, las destinadas a no penalizar excesivamente a las empresas que entran en quiebra pueden lograr que más empresarios se aventuren a crear nuevos negocios. Sin embargo, para el autor existen dos cuestiones claves si se desea fomentar el capital intelectual de un país. La primera de ellas consiste en contar con una buena red de I+D y la segunda radica en tener un buen sistema educativo (Bradley, 1997b).

La división anteriormente mencionada del capital intelectual también es aplicable en el ámbito de los territorios, si bien previamente deben realizarse ciertas adaptaciones en las definiciones de cada uno de ellos (Bontis, 2004). Así, para Bontis (2002) el capital humano de una nación se puede definir como la suma del conocimiento, la educación y las competencias de los ciudadanos del país. Por su parte, el capital estructural está formado por aquellos activos intelectuales que, al contrario de lo que ocurre con el capital humano, sí pueden ser apropiados por el país, siendo, por tanto, posible realizar transacciones económicas con ellos (Malhotra, 2000). Por último, el capital relacional, que en el contexto de territorios se denomina capital mercado, se refiere al valor de las relaciones comerciales que la nación sostiene con sus suministradores y clientes en el mercado global (Malhotra, 2000; Pasher, 1999).

Pese a lo anteriormente expuesto, en este trabajo se considera que por capital intelectual debe entenderse algo más que aquellos activos que conducen a un mayor desarrollo económico para el territorio sin tener en cuenta que éste sea sostenible. Es por ello, que se propone la definición que se presenta continuación:

El capital intelectual de un territorio es el conjunto de activos que se encuentran a disposición del territorio y que, pese a no contar con una naturaleza física o financiera, generan o pueden generar desarrollo sostenible, ya sea de forma aislada o en conexión con otros (Sánchez Medina, 2003).

Evidentemente, esta definición incluye a los activos mencionados anteriormente pero, además, considera que lo podrían ser la seguridad ciudadana, la calidad del sistema sanitario, el conocimiento de la población, el nivel educativo, la conciencia ciudadana hacia el reciclado o el ahorro energético, la calidad medioambiental, la calidad de los servicios públicos, etc. Como se puede observar, esta definición se diferencia en parte de las aportadas por otros autores –e.g., Amidon (2001), Bontis (2002) o Edvinsson y Stenfelt (1999)- en que éstos consideran el fin último del capital intelectual la creación de riqueza, mientras que la aportada en este trabajo pretende conseguir un desarrollo sostenible y, a través de él, tal y como afirma Rueda (1998), el incremento de la calidad de vida. Así, aunque a priori el desarrollo sostenible y la riqueza del territorio poseen una fuerte relación, estos conceptos no son totalmente coincidentes, ya que el hecho de que un país posea un alto nivel de riqueza, no implica que ésta tenga un impacto positivo sobre aspectos como el bienestar de la población (Danish Government, 2000) o el medio ambiente. De hecho, por todos son conocidos múltiples ejemplos de países que generan gran riqueza y que, pese a ello, no lo hacen de forma sostenible, debido a que la obtienen destruyendo el medio, creando desigualdades sociales o hipotecando el desarrollo futuro. No obstante, no es menos cierto que muchos de los activos que habría que considerar capital intelectual utilizando la definición propuesta en este trabajo van a coincidir con los que se derivarían de las definiciones propuestas por autores como Bontis (2002) o Edvinsson y Stenfelt (1999), ya que no en vano, para que exista desarrollo sostenible se debe generar riqueza. Sin embargo, el peso que tendrían dichos activos en modelos que conciban el capital intelectual de una forma u otra habrá de ser lógicamente diferente.

 

Conclusiones

Los territorios deben tender a la consecución de un desarrollo sostenible. Para ello, podrían apoyarse en el capital intelectual del territorio, ya que los activos intangibles, debido a sus características, no se deprecian ni gastan con su utilización y, además, no es necesario degradar el entorno para utilizarlo. Este hecho, hace que su utilización sea más adecuada, si cabe, en países que posen una escasa dotación de recursos naturales o poseen un medio ambiente sensible.

Por otra parte, debe tenerse en cuenta que si nos adentramos hacia una sociedad basada en el conocimiento, la disposición de capital intelectual resulta fundamental para que los territorios progresen y mejoren el nivel de vida de sus habitantes, ya que, tal y como afirma Lev (2001), éste será conseguido, principalmente, a través de los recursos intangibles o intelectuales.

Finalmente, sería conveniente que los territorios no considerasen sólo aquellos activos intangibles que resultan adecuados para que se produzca su desarrollo económico, sino que, además, tuvieran en cuenta a aquellos que tienen relación con el medio ambiente y con lo social, considerando, de este modo, los tres dominios del desarrollo sostenible.

 


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